AMORES QUE DURAN HASTA EL AMANECER
Antes de que el grupo pop ochentero La Mode editara “Aquella canción de Roxy” (1982), yo ya sentía debilidad por los grandes amores que comienzan una noche y duran hasta el amanecer. Los prefería a los amores cobardes porque, como cantaba Víctor Jara, esos no llegan a amores ni a historia, se quedan allí y ni el recuerdo los puede salvar. Los amores que duran hasta el amanecer son como el descorchado de una botella de champán, estallan con efervescencia y evaporan pronto las burbujas del desengaño. Situémonos: 19 de septiembre de 1980. Todo estaba preparado para que las bestias del asfalto asaltaran Montjuic. El PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), que por aquel entonces tenía una fuerza acojonante e iban de buenrrollistas, habían preparado un flamígero y soberbio cóctel para celebrar La Festa del Treball (La Fiesta del Trabajo) de aquel año. Tiraron la casa por la ventana; creo que organizar el evento les costó 25 millones de pesetas.
No era para menos: como cabeza de cartel figuraban Los Ramones (como se demostraría posteriormente, una de las bandas más míticas e influyentes de la historia); y para cerrar la noche, el gran Mike Oldfield. De teloneros actuaron Los Rápidos, que luego tomarían el nombre de Los Burros y más tarde evolucionaron hasta convertirse en los glorificados El Último de la Fila, alcanzando con el paso de los años una fama y un éxito tal que, además de formar parte del imaginario colectivo de varias generaciones, coronaron su leyenda hace un par de años resultando elegidos por la revista Rolling Stone el Mejor Grupo de la Historia del Rock Español. También actuó otra banda local, Los Rebeldes, que con su peculiar y mediterráneo rockabilly saborearon días de vino y rosas. Por cierto, su vocalista Carlos Segarra fue compañero mío en el inútil peaje de la mili.
El espectáculo resultó fastuoso: 150.000 almas inundando las fuentes y el Palacio de Exposiciones de Montjuic, un gentío enfervorecido que sólo habían tenido que pagar 400 pesetas para asistir a la mejor fiesta musical de ese año. Una cifra ridícula incluso para aquella época. Así, el invento resultó brillante tanto en el escenario como en la visión panorámica del frenesí humano. Nada más aparecer el cuarteto formado por Johnny, Joey (el frontman del grupo, un tipo feo y espigado que medía 2 metros), Dee Dee y Marky Ramone, la gente entró en trance como poseídos por una energía suprahumana, una inmensa legión dominada por movimientos epilépticos, como si de una danza vudú se tratara. Estos precursores del punk con su vertiginoso e infernal sonido de guitarras incendiaron a un público entregado hasta el paroxismo. No se me olvidará jamás…
Entre otras cosas porque esa noche conocí a Luna, hermosísima niña de 17 años (uno menos que yo entonces), que apenas medía 1´50 cm de estatura y procedente de El Carmelo, un barrio marginal del distrito de Horta rebosante de barracas, chatarra y mierda en aquellos eléctricos tiempos de rumbas, peine en el bolsillo trasero de los vaqueros, chupas adornadas con chapas y cuadernos con pegatinas, navajas, escopetas recortás, jeringuillas y rock and roll. Ella había nacido allí pero sus padres - ¡cómo no!- eran emigrantes andaluces. Pocos catalanes habitaban por entonces aquel degradado barrio en el que se hacían hogueras debajo de los puentes y los gitanillos cantaban “Al Padre Santo de Roma, de Roma, yo le voy a preguntar, si los pecaos que tengo me los puede perdonar, tu eres la mar, yo soy la arena, me voy contigo donde tú quieras”.
Me dijo que su padre se ganaba la vida de camarero en un tablao de las Ramblas y su madre limpiando las escaleras de un edificio modernista. Mike Oldfield, que debía salir a álbum por año, aportó el bálsamo necesario para que Luna y yo tomásemos relajados un vaso de sangría. La miraba y no podía entender qué tipo de conjunción astral o telúrica se tuvo que dar para que la diosa Afrodita moldeara tan voluptuoso equilibrio carnal en tan escasa estatura. No había visto nunca nada igual. La observaba con un descaro insensato, como un entomólogo que ansía un zoom perfecto en sus ojos. Ella hablaba con una cadencia melosa arrastrando la última sílaba, me fijaba en sus labios pulposos y cada vez que pestañeaba me sentía abanicado por dos hojas de palmera. Ahora que lo pienso, siempre tuve suerte con los amores que duran hasta el amanecer. Bueno, también con otros más longevos que han quedado varados en el mar ancho y nostálgico de la memoria.
Luna y yo nos fundimos en el eros nocturno de una noche templada que fue agitando el deseo con una sensibilidad de aves temblorosas y extraviadas. Abocados a la resignación táctil y el placer olfativo; conspiración de los sentidos y nudo de caricias sedientas. Llegó al concierto con un grupo de amigas pero pronto se desmadejaron. La acompañé hasta su piso; un cuchitril dentro de un gigantesco bloque colmena que se elevaba como infame monumento a un desarrollismo descontrolado, y como era previsible, me manché las botas de mierda. Aún oigo el eco de sus carcajadas. Nuestro gran amor duró hasta el amanecer y después todo acabo. Apoyados en el Talbot Horizon de su padre, nos despedimos sin tristeza a pesar de que intuíamos que no nos volveríamos a ver jamás. Mientras me alejaba vi como se iluminaba la ventana de su habitación. Nuestra generación estaba marcada por las emociones efímeras, el instante febril, la pasión volátil y el desconcierto.
Antes de que el grupo pop ochentero La Mode editara “Aquella canción de Roxy” (1982), yo ya sentía debilidad por los grandes amores que comienzan una noche y duran hasta el amanecer. Los prefería a los amores cobardes porque, como cantaba Víctor Jara, esos no llegan a amores ni a historia, se quedan allí y ni el recuerdo los puede salvar. Los amores que duran hasta el amanecer son como el descorchado de una botella de champán, estallan con efervescencia y evaporan pronto las burbujas del desengaño. Situémonos: 19 de septiembre de 1980. Todo estaba preparado para que las bestias del asfalto asaltaran Montjuic. El PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), que por aquel entonces tenía una fuerza acojonante e iban de buenrrollistas, habían preparado un flamígero y soberbio cóctel para celebrar La Festa del Treball (La Fiesta del Trabajo) de aquel año. Tiraron la casa por la ventana; creo que organizar el evento les costó 25 millones de pesetas.
No era para menos: como cabeza de cartel figuraban Los Ramones (como se demostraría posteriormente, una de las bandas más míticas e influyentes de la historia); y para cerrar la noche, el gran Mike Oldfield. De teloneros actuaron Los Rápidos, que luego tomarían el nombre de Los Burros y más tarde evolucionaron hasta convertirse en los glorificados El Último de la Fila, alcanzando con el paso de los años una fama y un éxito tal que, además de formar parte del imaginario colectivo de varias generaciones, coronaron su leyenda hace un par de años resultando elegidos por la revista Rolling Stone el Mejor Grupo de la Historia del Rock Español. También actuó otra banda local, Los Rebeldes, que con su peculiar y mediterráneo rockabilly saborearon días de vino y rosas. Por cierto, su vocalista Carlos Segarra fue compañero mío en el inútil peaje de la mili.
El espectáculo resultó fastuoso: 150.000 almas inundando las fuentes y el Palacio de Exposiciones de Montjuic, un gentío enfervorecido que sólo habían tenido que pagar 400 pesetas para asistir a la mejor fiesta musical de ese año. Una cifra ridícula incluso para aquella época. Así, el invento resultó brillante tanto en el escenario como en la visión panorámica del frenesí humano. Nada más aparecer el cuarteto formado por Johnny, Joey (el frontman del grupo, un tipo feo y espigado que medía 2 metros), Dee Dee y Marky Ramone, la gente entró en trance como poseídos por una energía suprahumana, una inmensa legión dominada por movimientos epilépticos, como si de una danza vudú se tratara. Estos precursores del punk con su vertiginoso e infernal sonido de guitarras incendiaron a un público entregado hasta el paroxismo. No se me olvidará jamás…
Entre otras cosas porque esa noche conocí a Luna, hermosísima niña de 17 años (uno menos que yo entonces), que apenas medía 1´50 cm de estatura y procedente de El Carmelo, un barrio marginal del distrito de Horta rebosante de barracas, chatarra y mierda en aquellos eléctricos tiempos de rumbas, peine en el bolsillo trasero de los vaqueros, chupas adornadas con chapas y cuadernos con pegatinas, navajas, escopetas recortás, jeringuillas y rock and roll. Ella había nacido allí pero sus padres - ¡cómo no!- eran emigrantes andaluces. Pocos catalanes habitaban por entonces aquel degradado barrio en el que se hacían hogueras debajo de los puentes y los gitanillos cantaban “Al Padre Santo de Roma, de Roma, yo le voy a preguntar, si los pecaos que tengo me los puede perdonar, tu eres la mar, yo soy la arena, me voy contigo donde tú quieras”.
Me dijo que su padre se ganaba la vida de camarero en un tablao de las Ramblas y su madre limpiando las escaleras de un edificio modernista. Mike Oldfield, que debía salir a álbum por año, aportó el bálsamo necesario para que Luna y yo tomásemos relajados un vaso de sangría. La miraba y no podía entender qué tipo de conjunción astral o telúrica se tuvo que dar para que la diosa Afrodita moldeara tan voluptuoso equilibrio carnal en tan escasa estatura. No había visto nunca nada igual. La observaba con un descaro insensato, como un entomólogo que ansía un zoom perfecto en sus ojos. Ella hablaba con una cadencia melosa arrastrando la última sílaba, me fijaba en sus labios pulposos y cada vez que pestañeaba me sentía abanicado por dos hojas de palmera. Ahora que lo pienso, siempre tuve suerte con los amores que duran hasta el amanecer. Bueno, también con otros más longevos que han quedado varados en el mar ancho y nostálgico de la memoria.
Luna y yo nos fundimos en el eros nocturno de una noche templada que fue agitando el deseo con una sensibilidad de aves temblorosas y extraviadas. Abocados a la resignación táctil y el placer olfativo; conspiración de los sentidos y nudo de caricias sedientas. Llegó al concierto con un grupo de amigas pero pronto se desmadejaron. La acompañé hasta su piso; un cuchitril dentro de un gigantesco bloque colmena que se elevaba como infame monumento a un desarrollismo descontrolado, y como era previsible, me manché las botas de mierda. Aún oigo el eco de sus carcajadas. Nuestro gran amor duró hasta el amanecer y después todo acabo. Apoyados en el Talbot Horizon de su padre, nos despedimos sin tristeza a pesar de que intuíamos que no nos volveríamos a ver jamás. Mientras me alejaba vi como se iluminaba la ventana de su habitación. Nuestra generación estaba marcada por las emociones efímeras, el instante febril, la pasión volátil y el desconcierto.