LA HABA: ¡SOM COLLONUTS, NOI!...

¡SOM COLLONUTS, NOI!

Nadie puede enterrar el nombre de Lluis Companys. Cuando el presidente de la Generalitat en el exilio fue detenido por la Gestapo en Francia y entregado a las autoridades franquistas en 1940. Franco tardó muy poco en montar un teatral juicio sumarísimo para condenarle a muerte, dar el enterado y que fuera fusilado en un paredón del foso de Santa Eulalia en el castillo de Montjuic, que por aquel entonces servía de prisión. Lluis Companys, un político alucinado con ínfulas mesiánicas, fue fusilado con la luz del alba del 15 de octubre de aquel año a los 58 años de edad. El Fossar de la Pedrera, en la montaña de Montjuic, acoge hoy los restos mortales de Companys. Pero ni su nombre ni su bagaje como nefasto político están ahí enterrados. Ni siquiera la muerte puede hacer eso. Su legado ha quedado aquí para ser recogido por otra gente aún más vulgar que él y con mayores problemas de limitación intelectual.

Lluis Companys, que como casi todo el mundo en aquellos volcánicos tiempos, no tenía nada de inocente, ha sido el peor presidente de la Generalitat hasta la irrupción de Artur Mas. El político leridano fue, al fin y al cabo, víctima de su incompetencia, de una época fratricida, de revueltas y conspiraciones políticas. Un tiempo de asesinos en donde hasta los pistoleros de las dos facciones arietes del independentismo (ERC y el Estat Catalá) arrastraban cuentas pendientes que saldaban a tiros y hasta Companys llegó a estar en el centro de un complot ideado por independentistas desafectos para asesinarle. Cuando algunos disidentes fueron cayendo asesinados (los hermanos Badía del ultraseparatista Estat Catalá) a manos de pistoleros anarquistas, todo el mundo intuyó que el presidente tenía manchadas las manos de sangre, y que dio órdenes a su entorno para manipularlo todo y achacar los asesinatos a los falangistas. Su osadía al proclamar el “Estado Catalán” el 6 de octubre de 1934 poco tiene que ver con su trágico final. Tras ganar la guerra las fuerzas golpistas el 1 de abril de 1936, su suerte estaba ya echada. Aún perteneciendo a la misma clase burguesa (una rural y otra urbana) y haciendo gala de la misma xenofobia y torpeza política, Artur Mas pasará a la historia como el presidente más infame de la historia de Cataluña. Es lo que tiene hacer política con un argumentario que sólo apela a los bajos sentimientos, el victimismo hiperbólico y la manipulación histórica.

Sin entrar en apreciaciones históricas, como esa que dice que el término “Generalitat” se lo inventó un socialista andaluz llamado Fernando de los Ríos (mucho más decente que los que hoy se pasean por nuestras ciudades) y dar por supuesto que Mas es una esponja que absorbe todas las patochadas que se les ocurre a los fantasiosos historiadores nacionalistas adoctrinados en los gulags del independentismo durante las tres últimas décadas y desde entonces dedicados a modular la historia a través de ucronías, es decir con hechos alternativos que nunca sucedieron, Artur Mas ha conseguido el hito histórico de dividir traumáticamente a su pueblo y poner en el escaparate del desprecio a una hermosa comunidad rebosante de gente cabal y honrada. Pero nosotros deberíamos tener claro que la ira y el odio no son soluciones para nada, aunque lleguemos a la conclusión de que la culpa de este extravagante quilombo la tiene él por identificar a Cataluña con sus aspiraciones independentistas, por quemar todos los puentes que tradicionalmente unían a esta comunidad con el resto de España. Y lo peor es que todo ese esfuerzo se ha hecho en detrimento del normal desarrollo y bienestar de su pueblo, abocado a vivir una terrible pesadilla cuyo despertar adivinamos abrupto. ¡Som collonuts, noi!

Mas es un producto huero creado por David Madí y Cendrós, su asesor y director de campaña hasta que fichó por Telefónica, que necesitaba un hombre de paja para quemar en el intento, un tonto útil para su ansiada aventura soberanista, aspiración ancestral del abuelo Joan Baptista Cendrós, el de la loción Floid. Mas es un ricachón burgués al frente de un partido anegado por el fango de la corrupción que cree que a pesar de su baja estatura (ridículas las fotos posando de puntillas al lado del rey) puede mirar a todo el mundo por encima del hombro, un tipo hipócrita que le parece bien que se pite el himno español pero que ve mal que se pite a Piqué porque este descerebrado futbolista es un símbolo de esa Cataluña luminosa, sana y deportista. A muchos de nosotros no nos queda otro remedio que asumir la desgraciada y sangrienta historia de nuestro país aunque nos importe un carajo su himno y su bandera. Yo no es que me considere extremeño, es que soy extremeño y español sin más opción que aceptar esa tremenda adversidad. Que sería la misma si fuera catalán. Lo que tengo claro es que no cambiaría mi nacionalidad española por la de catalán para que unos políticos tan mediocres como mentirosos en feliz armonía con una cuadrilla de indigentes intelectuales a modo de teóricos/apologetas y una burguesía podrida hasta el tuétano, se envuelvan en la bandera estelada para poder mangonear a su antojo, tapar la corrupción y arruinar a mi país.

No tengo ningún miedo a la independencia de Cataluña ni mucho menos me asusta o sorprende esa riada de manifestantes exaltando a una nación y una voluntad; para la manipulación de masas sólo se necesita dinero y unos medios de comunicación al servicio de la causa. Una táctica muy trillada que ya pusieron en marcha los nazis y que fue magistralmente documentada por Leni Riefenstahl en “El triunfo de la voluntad”, con mejor diseño de producción y puesta en escena pero con la misma pasión. A mí lo que me molesta es que Mas y los demás paladines del separatismo sigan vendiendo motos gripadas y material averiado sin contar a su pueblo las consecuencias reales que acarrearía la secesión, la devastación económica que supondría para sus intereses, el cortocircuito que se produciría en el aspecto mercantil y los códigos de la geopolítica. Y no menos importante, la fractura social que dejaría –que ha dejado ya- la alegre aventura. Bastaría con que España vetara su entrada en la UE para que Cataluña se quedara varada en una perpetua cuarentena como un país condenado. Sí, ¡Som collonuts, noi! Pero ¿quién pagará todo esto?