EGOLATRÍA, reedición urgente por un brote de vanidad.
La dignidad es al orgullo como la sinvastatina al colesterol: lo regula hasta conseguir que tengamos y mostremos respeto por sí mismos, sin humillar ni tolerar que nos humillen, que es lo decente. Mientras que el orgullo trabaja el qué dirán, la dignidad tranquiliza la conciencia. El uno, puede emerger del abolengo, el prestigio o el dinero; y la otra -aun pudiendo instalarse en todo ello-, nace del trabajo, la inteligencia y el espíritu. El uno, derrocha narcisismo y arrogancia, la otra, irradia ética y corrección.
La edad, que casi todo lo atempera, qué poco puede a veces con la vanidad o el orgullo: si bien, ante la falta de fuerzas o de eco, lo amortigua y lo hace intermitente y curiosamente compatible con la dignidad, una rareza que nos puede tornar en personas complicadas, cuasi bipolares, pero no por ello desechables. Me refiero (con Lucas, 14-11) al orgullo malo, el altivo, a ese ego o pedazo de yo que trata de dañar el amor propio o la dignidad del otro; ese que gritando viaja a lomos del caballo desbocado de la sinrazón, tratando de suplir el sosiego que aporta la dignidad, que camina lenta y sin alharacas; me refiero, repito, a ese que pudiera infligirnos -además- un sufriero añadido pa el corazón, porque el orgullo malo es hijo de la soberbia, primo lejano de la crueldad y sexpresa casi siempre con ira: pecados todos ellos contraindicados para la tensión arterial. Hay, sin embargo, otro orgullo mu bueno, como en el colesterol, con el que uno sensalza al saberse hacedor de algo bien hecho, encomiable y noble: este es placentero y no dañino, aunque pueda abocarnos –si no media la humildad- a morir de éxito.
Ay, cuánto disgusto podríamos ahorrarnos tomando una pastillita de “Dignidad 20 milígramos”, que no necesita receta. Yo, lo confieso abiertamente, a bajas dosis, he de comenzar a medicarme, ¿y tú?.
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La dignidad es al orgullo como la sinvastatina al colesterol: lo regula hasta conseguir que tengamos y mostremos respeto por sí mismos, sin humillar ni tolerar que nos humillen, que es lo decente. Mientras que el orgullo trabaja el qué dirán, la dignidad tranquiliza la conciencia. El uno, puede emerger del abolengo, el prestigio o el dinero; y la otra -aun pudiendo instalarse en todo ello-, nace del trabajo, la inteligencia y el espíritu. El uno, derrocha narcisismo y arrogancia, la otra, irradia ética y corrección.
La edad, que casi todo lo atempera, qué poco puede a veces con la vanidad o el orgullo: si bien, ante la falta de fuerzas o de eco, lo amortigua y lo hace intermitente y curiosamente compatible con la dignidad, una rareza que nos puede tornar en personas complicadas, cuasi bipolares, pero no por ello desechables. Me refiero (con Lucas, 14-11) al orgullo malo, el altivo, a ese ego o pedazo de yo que trata de dañar el amor propio o la dignidad del otro; ese que gritando viaja a lomos del caballo desbocado de la sinrazón, tratando de suplir el sosiego que aporta la dignidad, que camina lenta y sin alharacas; me refiero, repito, a ese que pudiera infligirnos -además- un sufriero añadido pa el corazón, porque el orgullo malo es hijo de la soberbia, primo lejano de la crueldad y sexpresa casi siempre con ira: pecados todos ellos contraindicados para la tensión arterial. Hay, sin embargo, otro orgullo mu bueno, como en el colesterol, con el que uno sensalza al saberse hacedor de algo bien hecho, encomiable y noble: este es placentero y no dañino, aunque pueda abocarnos –si no media la humildad- a morir de éxito.
Ay, cuánto disgusto podríamos ahorrarnos tomando una pastillita de “Dignidad 20 milígramos”, que no necesita receta. Yo, lo confieso abiertamente, a bajas dosis, he de comenzar a medicarme, ¿y tú?.
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