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LA HABA: Hubo un tiempo en el que La Haba mantuvo a tres curas:...

Hubo un tiempo en el que La Haba mantuvo a tres curas: don José, que era el párroco; don Francisco “el Cagón”, quera jabeño y na más; y el otro don Francisco, el de Villanueva, del que no recuerdo su apellido pero sí su talante abierto y su natural simpatía. Este sacerdote serón, sobre el que vengo a relatar, vivía al principio de la calle Cantolugar, frente a la “popi”, y me ha venido a la memoria en estos días que honramos a nuestros muertos porque era un campeón echándoles responsos de balde: aquellas apresuradas oraciones -cantadas o rezadas- por la que otros curas cobraban unos cuantos reales. ¿Esta costumbre se mantiene todavía?

Al bueno de don Francisco -sin negarle su buen magisterio eclesiástico- el rezo que le hacía realmente feliz (aunque seguro que habría otros), era el de bendecir una suculenta caldereta. En la época del Difunto, cuando la mujer jabeña estaba relegada a las tareas caseras y eran los hombres los que cocinaban las guisos camperos, don Francisco era un personaje imprescindible para amenizar esos eventos: el calendario jabeño de calderetas lo manejaba a la par y con el mismo desparpajo que el breviario de los rezos. Como a todo hombre de talento, le gustaba el buen vino con delirio: y en esa mezcla de presa de caldereta y trago de pitarra -eso que el extremeño conoce como “cuchará y paso atrás”- aparecía el cura entrañable que a todos nos cautivaba. Los novios en la confesión o en la tornaboda; los quintos cuando se medían o sorteaban; los civiles en la Pilarica o la Hermandad en el día de San Isidro, rogaban con mil amores su presencia: siempre sonriente y dicharachero, con la sotana raída y medio abotonada, zapatos parcheados, barriga prominente y respiración agitada, allí estaba don Francisco presto a repartir bendiciones y felicidad…., y a comer y beber.

Don Francisco oficiaba la liturgia siempre con mucha prisa, como un puro trámite, se diría que le estorbaba toda la indumentaria exigible para los ritos pues, terminada la misa, por ejemplo, remataba en un santiamén el rezo postrero, desprendiéndose de la casulla, del cíngulo y del lucero del alba en el corto espacio que separa el altar de la sacristía: y con tal desdén que, sin que quiera yo pecar de irreverente, más que un cura parecía un joven lujurioso que se encaminara impaciente hacia el lecho de su amante.

Eran las monjitas del Carmelo las encargadas de cuidarle la ropa y de proveerle del sustento diario, atareando en ello a los monaguillos como recurso logístico para realizar este vaivén de intercambios domésticos; yo mismo ejercí por un tiempo de enlace y, en una lechera chispeada de oxidados desconches, le acercaba cada día el guisado de patatas que con un trocito de costilla de cerdo representaba, veinte veces al mes, su comida principal: “ ¡Otra vez patatas, coño?”, jejeje, solía decir. Le recuerdo sudoroso y en calzoncillos, meciéndose soñoliento en su vieja mecedora hasta donde yo me acercaba para entregarle el guiso y besarle la mano: momento que él aprovechaba para propinarme una suave camuesa en la cabeza y, luego de simular que olía los nudillos de sus dedos, decirme mu cariñoso: “Anoche, Antoñillo, comiste tomates fritos”. Y casi siempre acertaba, pues yo cenaba eso, igualmente, veinte veces al mes.

Mu buenas noches a to el jabeñerío,
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