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LA HABA: Mientras tanto, solo puedo aportar lo que recuerdo...

Qué ganitas tenía de reconocer a fondo la parte jabeña de La sierra del Ortiga. No encuentro justificación alguna para demorarlo más; hice un intento hace años y me lo impidió una larguísima barrera de alambre de espino que vigilaba un operario de Prosegur con pistola al cinto. Me descorazona pensar que allí, hace nada, reinaba semidescalzo mi admirado amigo Bernabé “Machaco”, que en paz descanse, con el único arma que eran sus hermosas manos.
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Esta vez tampoco ha podido ser, ¿habré de buscar gente a jornal para que, de su mano, pueda colmar mi deseo de conocer nuestra sierra? Animo a quien domine sus senderos a realizar un recorrido profundo por la misma, rogándole que muestre su voluntad de acompañarme en la fecha que consensuemos y que lo manifieste aquí en el Foro: espero alguna oferta.

Nuestra sierra, tan desvalida, sufrió tres grandes atentados en la segunda mitad del siglo XX: primero fue el descuaje, luego la extracción de tierras que contenían alguna dosis de uranio y, por último, la recepción de residuos radiactivos procedentes de Madrid: quisiera verificar cómo la han marcado estas tres cicatrices y, a la par, conocer y disfrutar de los parajes agradables que a buen seguro debe atesorar.
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Mientras tanto, solo puedo aportar lo que recuerdo della: las sierra donde nacían las tormentas.

Cuántas veces la habré mirado de pequeño como a un enemigo durmiente cuyo lejano y tormentoso despertar siempre me sobrecogiera. Al primer retumbo, recuerdo cómo las ancianas comenzaban sus rezos del Trisagio invocando a la Santísima Trinidad: "Santo, Santo, Santo......."; y con el estridente relámpago, preludio inminente de otros truenos, sus plegarias se aceleraban y ascendían de tono para luego agotarse en una especie de cántico susurrado que helaba mi alma de chiquinino. "Poned los pies en la tarima", alertaba la vieja que llevaba la voz cantante, " ¡y cerrad esos postigos, por Dios!", gritaba otra. El tintineo de los rosarios, aquellos lutos eternos, el sudor del miedo, todo lo conjurado y conjugado para alejar la tormenta -o al Maligno- se me antojaba tan tenebroso que hubieron de pasar años para racionalizarlo y entenderlo como lo que era: un fenómeno natural que ofrecía un mayúsculo y extraordinario espectáculo. De cuando la tormenta rompía en lluvia y sin daños, retengo la imagen de las ancianas que parecieran soldados triunfantes de no se sabe qué batalla, el sosiego de los perros en su ladrar, la agitación de los gallos pulverizando el agua lloviza con sus alas, y a los niños jugando a la picota. Al final, sólo quedaba eso: el olor a tierra mojada y jara.
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