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LA HABA: NOSTALGIA DE ULTRATUMBA...

NOSTALGIA DE ULTRATUMBA

Si la figura de Franco no formara parte de nuestra historia, habría que inventarla. Transcurridos 76 años desde el final de la Guerra Civil y 40 años de su muerte, el espantajo del dictador sigue siendo un recurso útil que sirve de manera eficaz para atizar la insidia y atender múltiples y variados intereses. Desde la Transición, Franco se ha impuesto como una coartada formidable para alimentar la moral de la izquierda más retrógrada y de escaso argumentario. Esa izquierda enajenada que jamás asume su propio fracaso para ganarse con verdaderas propuestas al pueblo y que vio como el denominado Caudillo se sumergía en el sueño eterno desde la cama de un hospital. Para muchos de nosotros –aún más para las generaciones que vinieron detrás-, que sólo éramos unos críos cuando dio su último hipido, Franco sólo es un vestigio del pasado y su maldita obra se perdió hace ya muchos años por el retrovisor de la historia más allá de las montañas del olvido. Si parte de su siniestro y viscoso legado pervive hoy no es gracias a los herederos familiares, patrimoniales e ideológicos del franquismo, sino al empeño una izquierda turbia y arcaica que sigue intentando convencernos de que el polvo tóxico de sus huesos sigue aún contaminándolo todo.

Pero esa izquierda del eructo que margina y se burla de la simbología católica sin atreverse a criticar el salvaje fundamentalismo islámico demostrando así su innata cobardía (que también tiene un pasado y no precisamente pulcro y apareció de repente en España con la adulterada presunción de ser demócratas de toda la vida, esos que tuvieron que inventarse un pasado para procurarse una biografía política urgente), encaró la Transición política con las “manos y alma limpia” y una soberbia sorprendente, tanto que casi era preceptivo que todos los grupos no alineados con su ideario tuvieran que pedir perdón por existir. De nada valía replicar que los asesinados en nombre del comunismo multiplican hasta el infinito el recuento de cadáveres de todos los fascismos y que millones de gusanos se habían dado ya un festín eximio con el escuerzo del dictador. Ellos tenían muy claro que sin el pretexto de esa máxima providencia quedaba desnuda toda la ilusión de su prestigio. Era (y es) esa izquierda de yugular hinchada y ojos inyectados en sangre que exigía a todo aquel mínimamente sospechoso que condenara el franquismo por sus execrables crímenes, como si su pasado no estuviera también manchado por el barro de la infamia y la ignominia, y su papel hubiera sido el de ángeles celestiales que desde un plano cenital observaban horrorizados la carnicería. Esa perversión del debate público me llevó a desconfiar de la categoría moral de esa izquierda que nunca ha tenido la intención de afilar el hacha para cortar las raíces que crecieron vigorosas en el terreno del más cruel totalitarismo.

En el 40 aniversario de la muerte del dictador, sólo la izquierda del martirologio y el masoquismo se acuerda de Franco. Y denuncian las misas en su recuerdo y las cenas de hermandad que cuatro fantoches de apolilladas camisas azul Mahón celebran cada 20-N. Pero lo cierto es que en este país de náufragos y carroñeros, a diferencia de otros de nuestro entorno, la ultraderecha desapareció hace ya décadas al comprender que se habían convertido en una tara marginal, una anomalía despreciada por el espíritu de los nuevos tiempos y que su estrategia de reivindicar mitos sanguinarios no le procuraba tantos réditos como a la extrema izquierda. Comprendieron al fin, que el capitalismo es el genocida más respetado del mundo. Podemos seguir eternamente en la caseta de tiro disparando balines sobre el muñeco del dictador y llevarnos ese absurdo trofeo para alentar cuatro décadas más el odio ciego y enfermizo y extenderlo de nuevo por el mapa de las dos Españas. Podemos seguir instalados en la terca vanidad y lacerarnos con el cilicio del oprobio para no asumir una derrota que es de todos, continuar con la falaz impresión de que su grotesca figura es aún hoy el gas sarín que envenena nuestras desgracias y perturba nuestras emociones… pero también podemos quitarnos las máscaras y gritar ¡basta ya!. No se puede estar 40 años viviendo del franquismo porque eso no es propio de una sociedad avanzada ni de personas inteligentes.

Se trata, en todo caso, de enterrar de una vez y para siempre el negocio del franquismo que tan rentable resultó para una cierta clase política sin proyecto ni horizontes. De que la izquierda cabal, innovadora y dinámica, esa que dice beber en las fuentes prístinas de la socialdemocracia europea, construya de verdad un decálogo moral que proyecte una esperanza para el futuro. Sin dejarse hipnotizar por los que siguen librando una guerra delirante contra los fantasmas del pasado. Un discurso y una alternativa que hagan florecer la justicia social y la igualdad. No es necesario ser demasiado original, bastaría con corregir los grandes desequilibrios y repartir con mayor equidad la riqueza. La otra opción es seguir apostados en la caseta de feria disparando contra el muñeco de Franco y repartir los trofeos entre los histéricos resentidos y los pijos revolucionarios, que quieren cambiar el mundo sin aportar una sola idea. Seguir exhortando el miedo a una visión de ultratumba que ya no representa un peligro para nadie, además de resultar inane, sólo hace más patéticos los ritos de una invocación macabra que dura ya demasiado.