El pasado día 8, domingo, estuvimos dentierro en el pueblo. Cuando el cortejo subía por la calle Villanueva, dentro del recogimiento propio, me hizo mucha ilusión ver a mi amigo Fernando: se afanaba, con el coche abierto por detrás, en cargar o descargar unas cajas de aceite y otros avíos. Poco a poco, me fui descolgando del grupo de familiares y amigos hasta plantarme frente a él; tenía las manos en las faldriqueras y, viendo con qué alegría y decisión me acercaba a saludarle, sacó despacio su mano derecha y, sin mucha convicción, la chocó con la mía: en seguida, me di cuenta de que estaba preso de un ataque de desconcierto.
-Que soy yo, Fernando, ¡Antonio Moreno, joder!, ¿es que no te acuerdas de mí?-, le dije zarandeándole un poquito por el brazo.
Que no; de nada me valió subrayarle mi nombre, “An-to-nio, hombre, ¡AN-TO-NIO!” Y qué va, no había manera. Le pregunté por su familia ……, y, ajeno a mis preguntas, me confesó que no me reconocía. Cuando me dispuse a tirar de recuerdos que me identificaran en su memoria, caí en la cuenta de que el entierro se mescapaba.
-Pero Fernando, ¡por dios bendito!: soy el hijo de Mariano, ¿tampoco te acuerdas de él? -, le añadí ya con la cabeza vuelta y caminando para retomar mi sitio en el jabeñerío doliente.
Y entonces fue cuando reaccionó por fin y, con un “ ¡me cago en la orden!”, casi gritando, me llamó, volví de nuevo para atrás, y dijo muy emocionado: “Dame un abrazo, hombre”. Tuve que dejarle ya cariñoso, muy a mi pesar, porque el entierro alcanzaba la puerta de “ El Gacho”.
Y cuando me apresuraba a retomar de nuevo mi sitio en el cortejo, me espetó:
- ¡Perdóname, Antonio, no te he conocido porque estás VIEJÍSIMO!
Pues tú no, Fernando, questás hecho un campeón. Si lees esto, o más bien cuando alguien te lo lea, quiero que te diga, amigo mío, que estás bien cojonúo y bien bueno, guapo, joven, risueño y mu avispao: tal como te recordaba cuando -hace ya cuarenta y cinco años- te reconocí en una calle del municipio de Alcorcón, donde un día destos voy a ir a buscarte para echarnos sin prisas unos vermús con aceitunas.
Saludos jabeños (que tienen su aquél),
-Que soy yo, Fernando, ¡Antonio Moreno, joder!, ¿es que no te acuerdas de mí?-, le dije zarandeándole un poquito por el brazo.
Que no; de nada me valió subrayarle mi nombre, “An-to-nio, hombre, ¡AN-TO-NIO!” Y qué va, no había manera. Le pregunté por su familia ……, y, ajeno a mis preguntas, me confesó que no me reconocía. Cuando me dispuse a tirar de recuerdos que me identificaran en su memoria, caí en la cuenta de que el entierro se mescapaba.
-Pero Fernando, ¡por dios bendito!: soy el hijo de Mariano, ¿tampoco te acuerdas de él? -, le añadí ya con la cabeza vuelta y caminando para retomar mi sitio en el jabeñerío doliente.
Y entonces fue cuando reaccionó por fin y, con un “ ¡me cago en la orden!”, casi gritando, me llamó, volví de nuevo para atrás, y dijo muy emocionado: “Dame un abrazo, hombre”. Tuve que dejarle ya cariñoso, muy a mi pesar, porque el entierro alcanzaba la puerta de “ El Gacho”.
Y cuando me apresuraba a retomar de nuevo mi sitio en el cortejo, me espetó:
- ¡Perdóname, Antonio, no te he conocido porque estás VIEJÍSIMO!
Pues tú no, Fernando, questás hecho un campeón. Si lees esto, o más bien cuando alguien te lo lea, quiero que te diga, amigo mío, que estás bien cojonúo y bien bueno, guapo, joven, risueño y mu avispao: tal como te recordaba cuando -hace ya cuarenta y cinco años- te reconocí en una calle del municipio de Alcorcón, donde un día destos voy a ir a buscarte para echarnos sin prisas unos vermús con aceitunas.
Saludos jabeños (que tienen su aquél),