PAISANOS DE MAGACELA. (2), Antonio.
Hace muchos años, un hombre bajó del Cerro y nos conquistó mu dulcemente: se llamaba Antonio Laguna, y junto con las barcas carmelitas, las volanderas y las casetas de tiro, su puesto de dulces configuraba el alma festiva de la Feria de marzo y la Velá jabeñas. Antonio “el Dulcero”, un hombre inteligente y afable, fue pionero en aplicar las técnicas de marketing en las ventas, estimulando el consumo de sus productos con la entrega inmediata de una almendra garrapiñada a cada niño jabeño por el mero hecho de pararse a mirar su puesto: detalle cariñoso que despertaba en nuestras madres un deseo irrefrenable de compra.
Antes de que llegaran las maneras ostentosas a las bodas y otros eventos familiares, los jabeños -a pesar de nuestros insuperables roscos de almendra, perrunillas, pajaritas y jornazos- lo celebrábamos tan felices degustando los pasteles de medias lunas, lenguas de gato, sultanas, cortaos y cortadillos que adquiríamos en Magacela: dulces esponjosos, siempre recién hechos, empapados de un sabor centenario y envueltos con el mimo que solo las manos artesanas saben poner en los oficios.
Una feria de marzo de los postreros cincuenta –aquel año en que la venía de agua se voleó el puente y muchas gallinas se ajogaron por el ojal que ponen los güevos-, Antonio perdió su sempiterna sonrisa cuando, desolado por la impotencia, no pudo evitar que su endeble industria (repleta de garrapiñas, caramelos, peras de calabazate, turrones de almendra y miel), se echara a navegar como un pequeño vapor que quisiera endulzar el entonces bravío Arroyo del Campo jabeño: porque el puesto no desapareció por jundimiento, sino por la disolución total de su azucarada mercancía en las turbias aguas que lo arrastraron. Y así, puestos a fabular en lo magaceleño, por qué dudar de que aquello no fuera sino una mágica ironía del destino para hermanar a los dos pueblos. Antonio -valiente emprendedor y lejos de amilanarse- fortaleció su industria proveyéndola de una recia caseta de madera que no solo le permitió guarecerse de las inclemencias del tiempo, sino prolongar sus estancias posfestival en La Haba para gozo general del jabeñerío. Me siento feliz de ver cómo sus nietos -frondosíiiiisimos retoños de nuestro entrañable y ya extinto paisano- perseveran en mantener la esencia de su dulce negocio. (El otro día, en la taberna de “Carilla” -invirtiendo la historia- el más pequeño de los Laguna me regaló un caramelo, a mí que soy el mayor de los Moreno).
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Hace muchos años, un hombre bajó del Cerro y nos conquistó mu dulcemente: se llamaba Antonio Laguna, y junto con las barcas carmelitas, las volanderas y las casetas de tiro, su puesto de dulces configuraba el alma festiva de la Feria de marzo y la Velá jabeñas. Antonio “el Dulcero”, un hombre inteligente y afable, fue pionero en aplicar las técnicas de marketing en las ventas, estimulando el consumo de sus productos con la entrega inmediata de una almendra garrapiñada a cada niño jabeño por el mero hecho de pararse a mirar su puesto: detalle cariñoso que despertaba en nuestras madres un deseo irrefrenable de compra.
Antes de que llegaran las maneras ostentosas a las bodas y otros eventos familiares, los jabeños -a pesar de nuestros insuperables roscos de almendra, perrunillas, pajaritas y jornazos- lo celebrábamos tan felices degustando los pasteles de medias lunas, lenguas de gato, sultanas, cortaos y cortadillos que adquiríamos en Magacela: dulces esponjosos, siempre recién hechos, empapados de un sabor centenario y envueltos con el mimo que solo las manos artesanas saben poner en los oficios.
Una feria de marzo de los postreros cincuenta –aquel año en que la venía de agua se voleó el puente y muchas gallinas se ajogaron por el ojal que ponen los güevos-, Antonio perdió su sempiterna sonrisa cuando, desolado por la impotencia, no pudo evitar que su endeble industria (repleta de garrapiñas, caramelos, peras de calabazate, turrones de almendra y miel), se echara a navegar como un pequeño vapor que quisiera endulzar el entonces bravío Arroyo del Campo jabeño: porque el puesto no desapareció por jundimiento, sino por la disolución total de su azucarada mercancía en las turbias aguas que lo arrastraron. Y así, puestos a fabular en lo magaceleño, por qué dudar de que aquello no fuera sino una mágica ironía del destino para hermanar a los dos pueblos. Antonio -valiente emprendedor y lejos de amilanarse- fortaleció su industria proveyéndola de una recia caseta de madera que no solo le permitió guarecerse de las inclemencias del tiempo, sino prolongar sus estancias posfestival en La Haba para gozo general del jabeñerío. Me siento feliz de ver cómo sus nietos -frondosíiiiisimos retoños de nuestro entrañable y ya extinto paisano- perseveran en mantener la esencia de su dulce negocio. (El otro día, en la taberna de “Carilla” -invirtiendo la historia- el más pequeño de los Laguna me regaló un caramelo, a mí que soy el mayor de los Moreno).
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