PAISANOS DE MAGACELA. (4), Telesfora.
Me estoy preguntando, paisanos memoriosos, si no tendréis en la mente las imágenes de un carro a su paso por el Altozano jabeño; un carro con sus dos largas varas, ruedas inmensas de madera calzadas con hierro, cargado hasta sus entrañas; y trabadas a él dos mulas tordas haciéndolo rodar; un hombre detrás del carro -empujándolo, pero con poca intensidad- y un segundo hombre mucho más activo, recio, extraordinariamente brioso -con un pañuelo blanco anudado a su cabeza y encima de él una boina negra- que, agarrando por los jocicos, con mucha decisión, la jáquima de la bestia delantera, gritaba hasta desgañitarse: “ ¡Me cago en brios, muúuula!, arre, me cago en brios!”, decía escupiendo la colilla apagada que llevaba en los labios. Y las mulas, cansinas y babeantes, movían de arriba a bajo sus cabezas, como diciendo o haciendo que sí; y él, restallando secos latigazos al aire: “ ¡Arre, me cago en brios!, ¡muúuuuula!”, gritaba incesante empapado en sudor; y así, envueltos por el chasqueante estruendo de las herraduras y el barullo de los cascabeles, transitaban esa empinada cuesta que une La Haba con el hermoso cerro en el que está encaramado Magacela. Bien, pues ese hombre que iba delante, el más vigoroso, ERA ELLA, la Telesfora.
¡Qué sufrimiento, señor!, qué sufrimiento aquel que infligiera el difuntismo -innecesariamente- coartando la libertad de tantas personas diferentes que intentaron ser ellas mismas, sin más: qué sufrimiento, por dios bendito, el de aquellos hombres encarcelados en un cuerpo de mujer, o viceversa. No debió ser mu placentera la vida de la Telesfora.
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Me estoy preguntando, paisanos memoriosos, si no tendréis en la mente las imágenes de un carro a su paso por el Altozano jabeño; un carro con sus dos largas varas, ruedas inmensas de madera calzadas con hierro, cargado hasta sus entrañas; y trabadas a él dos mulas tordas haciéndolo rodar; un hombre detrás del carro -empujándolo, pero con poca intensidad- y un segundo hombre mucho más activo, recio, extraordinariamente brioso -con un pañuelo blanco anudado a su cabeza y encima de él una boina negra- que, agarrando por los jocicos, con mucha decisión, la jáquima de la bestia delantera, gritaba hasta desgañitarse: “ ¡Me cago en brios, muúuula!, arre, me cago en brios!”, decía escupiendo la colilla apagada que llevaba en los labios. Y las mulas, cansinas y babeantes, movían de arriba a bajo sus cabezas, como diciendo o haciendo que sí; y él, restallando secos latigazos al aire: “ ¡Arre, me cago en brios!, ¡muúuuuula!”, gritaba incesante empapado en sudor; y así, envueltos por el chasqueante estruendo de las herraduras y el barullo de los cascabeles, transitaban esa empinada cuesta que une La Haba con el hermoso cerro en el que está encaramado Magacela. Bien, pues ese hombre que iba delante, el más vigoroso, ERA ELLA, la Telesfora.
¡Qué sufrimiento, señor!, qué sufrimiento aquel que infligiera el difuntismo -innecesariamente- coartando la libertad de tantas personas diferentes que intentaron ser ellas mismas, sin más: qué sufrimiento, por dios bendito, el de aquellos hombres encarcelados en un cuerpo de mujer, o viceversa. No debió ser mu placentera la vida de la Telesfora.
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