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LA HABA: PAISANOS DE MAGACELA. (5), Joaquín. ...

PAISANOS DE MAGACELA. (5), Joaquín.
Errante entre las rastrojeras, caminante solitario de veredas desdibujadas o ensimismado observador del horizonte, a Joaquín Barco “Barquito” (¿villanovense?) siempre le tuve por un hombre diferente que bajó del Cerro: si bien lo hizo en un tiempo en el que toda sensibilidad fuera de lo común quedaba arrumbada en los oscuros almacenes que la jerga vigente tildaba de mariconería o, como en este caso, de locura. Cierto día fue apedreado confundido con un raro espantapájaros cuando –casi en trance, como un monje budista en plena quietud- se encontraba en la Cabezuela jabeña, donde, con una varilla de madera en una mano y un péndulo en la otra, recibía la inapelable sensación de estar pisando el manto que cubría un rico acuífero: el mismo lugar en el que unos años más tarde se construiría el primer “Depósito” de agua potable.

“Barquito” calzaba unos botos rotos de piel mu dura de los que -a través de las muescas hechas con su propia navaja- le brotaban unos juanetes que como ramitas de huesos crecían al aire libre. De pana amarillenta, recuerdo los pantalones sujetos a su cintura con una cuerda de pita deshilachada; su camisa clara, siempre deslucida con algún pringoso lamparón, contrastaba con el tono oscuro de su raída chaqueta. A veces moqueaba al hablar y sus pómulos mostraban el color inquietante de la fiebre: “Barquito” era flacucho, espigado como un junco y una sonrisa casi perenne certificaba su bondad. Pero lo que realmente definía su estampa era una abundante y espesa barba que –blanca como una hostia- le hacía parecer un diospadre.

En sus inevitables y escasos acercamientos a lo urbano (para tratar temas relativos a sus mu cuantiosas propiedades), hubo de sufrir el escarnio quentonces no parecía producir sonrojo social alguno. “ ¡Barquito, aburrile!”, “ ¡barquito, aburrile!”, ¡aburriiiiile, aburriiiiile, aburrile!...., le coreaban hasta el agobio unos niños azuzados por las sonoras carcajadas de un adulto imbécil. Y él, siempre cándido y bonachón –lejos de violentarse- les devolvía una sonrisa tras otra que, como un bálsamo, limaba la terrible crueldad que a veces irradia la infancia. Y todo a cuenta de entenderse como locura su exacerbada sensibilidad: “los almendros, mejor sembrarlos amargos para evitar la brutalidad de ser apaleados en las primeras cosechas: luego los injertaremos en melocotoneros”, predicaba; o de tomarle como un quijotesco desvarío el proclamarse un afortunado zahorí, un fervoroso creyente en la radiestesia: “yo detecto y siento lagos subterráneos, corrientes de agua, tesoros escondidos, vetas de minerales…., a cualquier profundidad”, sustentando a continuación su eficacia en percepciones electromagnéticas y razones psicológicas que ni a dios interesaban. Todo el mundo le tenía por esto y por lo otro, le trataban así y asao y desa manera y de la otra: “como a un tonto”, que se decía entonces. Pero yo os digo, que un día -en el que cometí la hermosa osadía de sentarme a su lado en un empinado cimbranto- escuché de su boca algo que me hizo pensar: “Yo no soy tonto, Leganés, solo que veo los cerros y la vida de manera mu distinta a como la ven en Magacela y aquí”.
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