LA HABA: PAISANOS DE MAGACELA. (6) y sansacabó. ...

PAISANOS DE MAGACELA. (6) y sansacabó.
Hoy, que doy por terminada esta serie de retratos escritos -no sé si logrados pero hechos con mucho mimo- sobre entrañables magaceleño/as que dejaron huella en el jabeñerío, no puedo dejar de hacer una mu sucinta reseña sobre otras tres personas que bajaron del Cerro para hacernos un poquito más felices y a las que quiero mostrar mi agradecimiento y cariño.

De Magacela bajaron -o los compartimos como párroco- dos sacerdotes: uno, don Antonio Reseco González (natural de Villanueva, aquel hombre que iba siempre en vespa y con un magnetófono a cuestas), al que hay que agradecerle el haber hecho un acercamiento histórico, no sé si el primero y único, a los orígenes de nuestra querida Jaba: “La Haba. Ayer y Hoy (Breve ensayo de historia, 1977)”; y el otro, don Manuel (Burgillos del Cerro), del que desconozco sus apellidos, quien -además de implicarse y comprometerse de verdad en la solución de los problemas cotidianos del jabeñerío, sin descuidar su alimento espiritual- ofreció el testimonio más hermoso que un sacerdote pueda mostrar a sus feligreses, un ejemplo de amor verdadero: don Manuel, perdidamente enamorado de una preciosa muchacha, tiró los hábitos sin dañar a nadie y -dando un verdadero campanazo- se fue a vivir con ella: para hacer bueno aquel mandato divino de “Creced y multiplicaos….” (Génesis, 1-28), que es el mejor testimonio de vida que pueda darnos un representante de Cristo. Y en la seguridad, además, de que desde su nueva vida laica ampliaría su compromiso y obra cristianos.

Y lo más grande que haya alumbrado Magacela, jejeje, a mi peluquero Juan Rebolledo, alumno del señó Ricardo, amigo del alma, al que he sido tan fiel como cliente como se puedar ser a la mujer propia (léase lo que proceda) durante los últimos cincuenta años: él es el culpable destos pelos y esta barba que, como a “Barquito”, me han procurado alguna que otra burla jabeña.

¡Gracias por todo ello, Magacela!, ese bello pueblo hermano al que –inexplicablemente- La Haba estuvo unido tantos años sólo por la espalda: hasta que el jabeñerío descubriera las joyas que se atesoran en su inmenso Cerro.
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