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LA HABA: LA RUINA...

LA RUINA

Tras conocerse la tormenta perfecta que salió de las Elecciones Generales del 20-D, se viene imponiendo una corriente de opinión que viene a decir que el pueblo se ha equivocado votando lo que votó de forma excéntrica, caprichosa e inconsciente. No seré yo quien afirme que el pueblo nunca se equivoca cuando la historia nos ha enseñado que algunos dictadores y genocidas llegaron al poder con la anuencia de todos los poderes fácticos y el apoyo mayoritario de los ciudadanos en las urnas. Partiendo de este hecho irrefutable, habría que preguntar a todos los profetas del Apocalipsis que propagan esa especie desde postulados dogmáticos fácilmente identificables si el pueblo también se equivocó cuando otorgó una mayoría aplastante al PP en las elecciones de 2011 para inmediatamente escupir y pisotear el programa con el que concurrieron a esas elecciones, pasar el rodillo a golpe de decreto ley, sacar adelante una reforma laboral que sólo ha servido para hacer más ricos a los ricos, recortar salarios y derechos, vestir con andrajos a los trabajadores y todo para poner la rúbrica funesta a una legislatura que deja un 21% de paro. Que los exégetas del partido conservador no se molesten en responder, yo les daré la respuesta: “El pueblo nunca se equivoca si el resultado de las urnas nos favorece ampliamente”.

Había que ser muy ilusos o vivir de espaldas a la realidad de la calle si realmente pensaban que todo lo ejecutado les iba a salir gratis mientras la sanguijuela de la corrupción sobrevivía adherida a la yugular del partido y los datos caían sobre nosotros como un alud de nieve convirtiendo en detritus nuestra miseria: 20 ricos españoles tienen lo mismo que 14 millones de pobres. La corrupción es el peor enemigo del desarrollo y sólo hay que echar un vistazo a las hemerotecas y consultar nuestro pasado reciente para comprobar que políticos de un bando y de otro han navegado por las sucias aguas de esas cloacas con una impunidad inquietante. Pero, si se empeñan, hablemos de justicia. ¿Alguien cree de verdad que vivimos en una democracia plena cuando la maldita Ley D´Hondt impide que todos los votos valgan lo mismo? ¿Es justo que formaciones como IU necesiten 460.000 votos para conseguir un escaño cuando el PP y el PSOE sólo necesitan 58.000 y 61.000 respectivamente para adjudicárselo? Así, no es extraño que esta desigual y repugnante ley sea el método de reparto de escaños preferido por los dos grandes partidos de nuestro país y se nieguen a abrir el melón de una reforma de la ley electoral. Injusticias como ésta son las que acabaron convirtiéndome en un abstencionista convencido. Bueno, eso y que tal vez asimilé muy pronto lo que dijo Václav Havel, el único referente político que reconozco: “La política se va convirtiendo en un campo de batalla entre lobbistas. Los medios trivializan los problemas graves. Con frecuencia, la democracia parece un juego virtual para consumidores, en vez de un trabajo serio para ciudadanos serios”.

Desgraciadamente, y aunque tengo un concepto muy laxo de la decencia, no hay lugar para la ironía cuando de lo que hablamos es de una democracia de muy baja calidad, sin mecanismos eficaces que permitan al pueblo estafado derrocar al gobierno de turno antes de que se consume la tragedia, con partidos que creen que la legitimidad de los votos les otorga carta blanca para cometer cualquier tropelía y políticos que gozan de aforamientos y privilegios tan insultantes como esa espléndida pensión vitalicia por ejercer como senador o diputado durante siete años. Vivimos momentos emocionantes, y será curioso ver cómo el Señor de los Líos enrolla la desbaratada madeja mientras sus cada vez más escasas terminales mediáticas siguen acusando al pueblo de no haber estado a la altura de los grandes desafíos, de votar por despecho como la amante traicionada, de haber comprado el criterio para sus votos en la tienda de verduras de cualquier televisión; los mismo argumentos que utiliza Maduro para desacreditar a los ganadores en Venezuela. Una cacofonía insufrible enfrentada al ruido de las carracas de los que desean trocear España como una ternera en la gran caldereta de las tribus.

Y todo dará igual. Y se volverán a tirar de nuevo los dados y volveremos a perder. Y se harán concesiones, pactos, componendas, camas redondas y el sistema lo soportará todo porque esta mascarada de democracia siempre habilita cauces para la supervivencia de ese club elitista que forman los políticos, pues la ciudadanía con sus votos entiende que eso es más importante que la justicia, la igualdad, el progreso, la convivencia y la libertad. Y la alegre muchachada se volverá a reunir del brazo de sus mayores y en graciosa armonía se plantarán de nuevo ante una mesa electoral para celebrar la fiesta de la democracia y su ingrávida madurez. Sin comprender que con su complicidad bendicen el sistema que denuncian y fortalecen todo lo que ya está pervertido, sin la prudencia de la reflexión requerida y sin realmente calibrar que lo que persiguen los poderes políticos no es la transformación y el progreso de la sociedad, sino la conquista del poder y la manipulación de todo el aparataje de la administración del Estado.

Se acercó mi hijo de 18 años para contarme cómo le había ido en el “acto supremo” de la pérdida de su virginidad electoral. Molesto, me reprobó:
-Papa, no me escuchas.
-Le miré con todo el amor y la ternura con que un padre es capaz de mirar a su hijo, y no me atreví a decirle que lo que me estaba relatando era su propia ruina.