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LA HABA: Dedicado a mi amigo Juanjo en su último año de periodismo...

Dedicado a mi amigo Juanjo en su último año de periodismo y que un día me confesó que fui su más grande referencia para dedicarse a ese oficio de tinieblas. Precisamente yo, que compré las credenciales en el mercado negro.

ESPAÑA BAJO EL TERROR DE LOS ZOMBIS

Podría engañarme y dejarme arrastrar por las mareas de la ilusión que escupen en las costas de nuestra política un náufrago cada día. No lo haré porque yo también he ayudado a construir este país y es probable que pueda ser testigo de su destrucción; el relativismo siempre deriva en decadencia, desprecio o indiferencia. Como aficionado a la literatura y el cine fantástico y de terror, la figura del zombi se eleva como uno de los monstruos sagrados del género que tiene su etimología y origen en ese enigmático país que es Haití, y cuya representación es la de un desastrado y pútrido cadáver que como consecuencia de algún ritual o hechizo vuelve a la vida. Su figura la popularizó el maestro George A. Romero con la mítica película de 1968 “La noche de los muertos vivientes”.

La política española se ha convertido en una nueva versión aún más barata de aquel clásico rodado con un puñado de dólares, en un cochambroso remake de serie Z cuyos principales protagonistas, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Artur Mas, llevan desde las pasadas elecciones bailando una danza macabra que, como bien ha definido Rajoy, tiene como entelequia formar un gobierno de “amplio espectro”, pues eso es lo que parecen todos esos macilentos líderes tras sus respectivos fracasos en los pasados comicios. Al presidente en funciones, tras regalar al país cuatro años de catastróficas desdichas, le hemos visto mover el esqueleto en la Nochevieja al ritmo del gran hit titulado “Mi gran noche”, cantado por ese otro incombustible espectro llamado Raphael. Pero el bullicio y gozadera de la fiesta no ha podido ocultar su soledad tras una horrible legislatura en donde ha quemado todos los puentes para el diálogo y negó a Susana Díaz lo que ahora suplica para sí mismo. A este muerto viviente que vive sus últimos estertores en la mansión encantada de Moncloaville y lanza rimbombantes y vaporosos mensajes (“un pacto por la unidad, la estabilidad y el progreso económico de España”) no le hemos oído la mínima autocrítica, ni tiene intención de dar un paso atrás ni asumir su responsabilidad por hacer caer el tormento y la cruz del sacrificio sobre los más necesitados. Tan imposible como un dolor de muelas en un desdentado, será que algún día llegue a reconocer que su gestión no tuvo ningún mérito porque así gobierna cualquiera. Al zombi Rajoy no le importaría recorrer de rodillas el sendero que le separa de aquella casa al lado del cementerio donde moran las huestes de no muertos del partido socialista y eviscerar definitivamente a un partido que se desangra y que tiene ya más pasado que futuro.

Una dramática situación la del centenario partido cuyo único responsable es otro muerto viviente llamado Pedro Sánchez y sus fieles escuderos César Luena y Antonio Hernando. Culpables por atomizar su partido con esperpénticas ocurrencias que han sido como estacas en el cerebro para su imposible resurrección. Sánchez vive desde hace mucho tiempo con un precipicio al frente y los lobos a la espalda, una encrucijada de la que no saldrá vivo políticamente porque esa jauría le devorará antes de que anteponga su interés personal. Es difícil ser más torpe y manejar peor los tiempos contrariando con sus mensajes a los popes más veteranos del partido y dinamitando con sus encarnizados enfrentamientos a la Federación Socialista Madrileña, a la que ha marginado para dar preferencia a una tránsfuga y a una ex comandante del ejército. Una operación suicida que ha dejado sin asiento en el congreso al siempre cabal Eduardo Madina, precisamente su rival en las primarias. El paladín socialista no ha parado de pegarse tiros en los pies hasta dejarse los pinreles como muñones y arrastrarse por un laberinto de trampas cuya meta final es una jaula en la que Susana Díaz entregará al vulgo su cabeza como trofeo. Su obsesión es formar una coalición “Frankenstein” que convertirá al PSOE en humo de una memoria colectiva con destino a los libros de historia.

El otro zombi político es Artur Mas, rehén de la CUP hasta que la formación antisistema le ha pegado una patada en sus posaderas burguesas. Es, con mucho, el no muerto más grotesco porque los culpables del desastre catalán no son esos pijos revolucionarios de asamblea y vaso de plástico, sino la hedionda burguesía a la que él pertenece y que fue la que diseminó la deplorable especie “España nos roba”, que les sirvió para ganar adeptos para la causa independentista entre las hordas de zombis histéricos que finalmente huyen de su mal fario y leprosería y han puesto los clavos a su ataúd. Dentro de la herrumbrosa política nacional, Mas sobresale como diana de las más hirientes chirigotas y ve como su público se está cansando de adoctrinamientos y lavados de conciencia, de naderías y vaciedades, de una historia falsa y un ejercicio revisionista que haría sonrojar a cualquier cachorro de Marine Le Pen mientras los asuntos que importan siguen sin solución. El prócer del mentón desafiante es un gafe que todo lo que toca lo convierte en chatarra de un desguace a donde irán a parar sus huesos sin posible reciclaje. Su última hazaña ha sido cargarse a su partido que sólo es ya el funesto testimonio de su espíritu de enterrador.

La España bajo el terror de los zombis se retroalimenta de nuestros miedos, mansedumbres y necedades, de una eterna pubertad democrática que busca esencias en la mediocridad, en esos hospitales deshabitados del alma donde todo lo nuevo nace muerto porque viejas son las ideas con que todo ha sido fecundado. Como Jack Torrance en el espectral y claustrofóbico hotel Overlook, nuestros políticos sufren una progresiva alteración de la personalidad, y deslizan con sigilo los zapatos hasta encontrar ese bucle melancólico y cainita que nos haga dar vueltas en espiral para cogernos de la pechera, confrontar el aliento y volver al punto de partida. Porque es la guerra lo que en verdad nos la pone dura. La guerra y los automatismos de ese dedo acusador que apunta: “y tú, más”.