LA HABA: (4) La soledad....

(4) La soledad.

Cuando me dijo que necesitaba compaña, me rendí. Y ella, tiritando de frío, se acercó trémula a la cama como lo hubiera hecho una niña que deseara sentir el calor materno.

- “Anda, hazte p’allá”-, me dijo.

Y arropándose hasta las cejas se pegó como una lapa al amasijo de huesos que sostenían mis azarosos dieciocho años. Y es que en aquel Madrid de los sesenta, en las pensiones del centro de la capital, bullía la vida de estudiantes, opositores, carteristas, putas, maletillas, funcionarios solteros, u otra gente de malvivir, con lo que una noche cualquiera, sin pretenderlo, podías erigirte en el protagonista de una comedia o un drama por el simple hecho de estar allí como huésped de pago, quera mi caso. Fue en la Plaza Tirso de Molina, justo al lado de la ya desaparecida sala de fiestas “Yulia”: una fría fonda regentada por una arpía granaína que no consentía que se cerrasen las habitaciones por dentro.

(Sobre el mundo de la prostitución yo estaba pez, si se exceptúa la lectura de las redondillas de mi admirada Sor Juana Inés de la Cruz y de la novela “Lola, espejo oscuro”, del falangista y censor Darío Fernández Flórez –por cierto, un vivo retrato del Difunto- que, paradójicamente, escribía novelas naturalistas muy censurables para la época, rozando a Zola en sus descripciones del Madrid de los cincuenta)

El personaje principal de la novela de DFF, la prostituta “Dolores Vélez”, me dejó impactado: de exquisitas formas en el trato, rozando la madurez -escultural, alegre y sensual, pícara, pérfida y, por encima de todo, codiciosa- en nada se correspondía con esta otra mujer real, treintañera de buen ver -que es de la que vengo a hablar- con la que coincidía cada mediodía a la hora del almuerzo (desayuno para ella) que estaba echada a la mala vida por más que me contara como una letanía que era trabajadora nocturna en los famosos Almacenes Arias. No era del todo incierto porque sus labores como puta las oficiaba en los aledaños del núm. 29 de la calle de la Montera, sede del citado comercio, donde negociaban el precio de sus alivios los entonces tímidos o reprimidos patológicos, los que sufrían alguna tara física, algún viudo, jubilados verdosos, o ese viajante bocazas de provincias –mu pío por supuesto- que le apetecía echar lo que entonces se llamaba “una cana al aire” (un triste polvo pagado, aquí para nosotros) para después magnificarlo en la taberna.

Volviendo a lo que quería relatar, ques cosa descarnadamente mundana, mi cuerpo de entonces estaba doblemente habitado: por un lado, estaba el joven adolescente al que le perdía la voluptuosidad de aquella mujer entrada en años; y, por otro, un proyecto de hombre al que ya le movían ciertas dosis de misericordia. Entonces fue cuando aprendí para siempre, que para entregarse a las pasiones ha de hacerse ciega e irreflexivamente, exento de contradicciones, gozando sin bridas y evitando caer en ese placer martirizante que me embargó en aquel momento y que captó –cabalmente- mi inesperada visitadora:

-Eres mu desaborío, niño-, comenzó a recriminarme mientras fumaba echada boca arriba.

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Mu buenas noches a to el jabeñerío.
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