Acicalado y estirado en su texto, devuelvo la ficción de un recuerdo
Las más penosas lágrimas de la adolescencia me las hizo verter el prematuro fracaso de Juan Puyades “Lucerito”, quien -incapaz de despertar de un sueño- hubo de abandonar el pueblo para huir de sí mismo: arramplando en su retirada con el saldo de amor y amistad que yo creía haber atesorado.
“LUCERITO” fue un Quijote extremeño que alimentó su infancia con la obsesiva ilusión de ser figura del toreo, y yo -con el certero presagio de que nunca lo conseguiría- me convertí sin pretenderlo en una especie de Sancho que lo auxiliara en sus desventuras con la esperanza incierta de que antes que lo empitonase un toro, un brote de lucidez lo devolviera a la realidad: y le acompañé más de una noche de luna llena a la dehesa, en un intento fallido de que cumpliera con el rito de torear desnudo envuelto en la soledad y bajo el silencio imponente de los cielos estrellados. Jamás encontramos vaca alguna para lograrlo, pero fue todo tan hermoso….
(Mi amigo del alma Juan Puyades “Lucerito”, la verdad es que torear, lo que se dice torear, sólo lo hizo en el bar “Canario”, en La Haba de la Serena, donde desde niño le cogió gusto al toreo de salón aupado por los fervorosos aplausos de un grupo de paisanos que –faltos de novedades que combatieran el torrente de infelicidad que el conformismo y el tedio aportaban a sus vidas- se ensañaron divertidos en encumbrarle hasta el ensoñamiento: un espejismo que lo enloqueció, privándole de cualquier alerta para prever los riesgos que le acechaban. “Lucerito”, envuelto por el olor a café y la algarabía de los jugadores de cuatrola y dominó, seguía triunfando una tarde tras otra en aquel agradable coso; ataviado del ridículo capote que simulaba con un vasto pañuelo blanco, se refugiaba tras el burladero de sus inmensas gafas de miope que no le permitían ver que estaba soñándose a sí mismo. Hasta que, en Santa Amalia, aquella cogida grave que le infligió la vida –que no el toro- le condujera a la enfermería del desencanto y la emigración: ese limbo común donde todos los extremeños disponemos de un trampolín que nos impulsa al triunfo y una colchoneta muy usada para amortiguar los golpes cuando nos caemos desde el fracaso).
Tuvo que ser su delirante osadía la que vino a darme la razón y a ponernos a los dos con los pies en el suelo. Fue aquel martes del diez de julio de 1967, en la plaza de toros de Santa Amalia, cuando mi amigo se dispuso a abrazar el triunfo: quizá fuera en el cuarto toro de la tarde, segundo que le tocara en suerte al diestro (y luego fraile) Juan García Jiménez “Mondeño”, cuando “Lucerito”, en el tercio de varas, saltó a la arena esgrimiendo como toda defensa su irrisorio pañuelo blanco: el mismo que con tanto mimo le planchara su madre para sonarse aquellos mocos verdes y que tantas tardes de gloria le diera en el casino. No bien habría dado dos pasos cuando (gracias al Dios trino de los toreros encarnado en la cuadrilla) lo detuvo la Guardia Civil que en este caso ejerció de verdadero ángel de la guarda. El respetable – que cuando se torna en despreciable muestra indistinto la misma crueldad para con el hombre abatido que hacia el animal sangriento- le despachó con la más estruendosa de las carcajadas: agravio al que él, perdido ya en las brumas del fracaso, fue totalmente ajeno; no fue mi caso, pues, con un cuajo así de hondo, sufrí furtivo su desgracia con la misma intensidad que si hubiera sido propia.
Así que no fue la crueldad sangrienta que esgrimen sus más furibundos detractores lo que me hizo alejarme de la mal llamada “Fiesta Nacional”, sino la falta de misericordia mostrada por el “respetable” para con mi amigo. Porque el vigoroso muchacho que buscaba la cumbre quedó reducido a ceniza en un santiamén; y en las telarañas de la memoria mantengo intacta la imagen de su fracaso, cuando -escoltado por la pareja de guardiaciviles que le llevaron preso- fui testigo de su envejecimiento súbito, una especie de milagro al revés que lo convirtió de repente en una ruina humana cuya existencia estuviera llamada al dolor más lacerante. Apenas transcurriría una semana cuando “Lucerito” desapareció del pueblo para no volver jamás.
Y aquí debería terminar este relato si no fuera porque, para justificar el comienzo del mismo, deba confesaros la desolación y el llanto que me produjo constatar, cándido de mí, cómo “Lucerito” (mientras yo le lloraba su fracaso y su consecuente despedida) se las apañó para embaucar a mi primera novia deslumbrándola con la falsa e ilusoria promesa de convertirla en famosa como pareja de la firme figura del toreo que él encarnaba, aun a sabiendas, el muy canalla, de que ya había fracasado irrisoria y estrepitosamente para siempre: y ella, pérfida y alucinada “Dulcinea”, se me escapó viva para ayudarle a cosechar otro más de sus múltiples fracasos. De esta manera perdí un amigo, un amor y la afición taurina.
Cincuenta años después (una magnitud de tiempo suficiente para atemperar el sufrimiento en dulce anécdota, que no otra cosa es a veces la nostalgia) me encuentro aquí al lado, en el mismo bar de antaño, rematando la escritura de aquella vivencia. Observo –como un estrago más de la perseverante crisis que nos asola- el río de tedio con que el Otoño de 2015 anega la entrañable Plazabaja jabeña, justo al lado de la Casa de Cultura, en la que me dispongo a depositar el cuerpo de este escrito por si, por esos milagros que se dan en la vida, algún día la visitara el que fuera mi amigo del alma, Juan Puyades “Lucerito”, para el que dejo este cariñoso saludo:
“ ¡‘Lucerito”, mamón, que eres un mamón, lástima que no te pillara aquel toro en Santa Amalia!”.
Mu buenos días a to el jabeñerío,
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Las más penosas lágrimas de la adolescencia me las hizo verter el prematuro fracaso de Juan Puyades “Lucerito”, quien -incapaz de despertar de un sueño- hubo de abandonar el pueblo para huir de sí mismo: arramplando en su retirada con el saldo de amor y amistad que yo creía haber atesorado.
“LUCERITO” fue un Quijote extremeño que alimentó su infancia con la obsesiva ilusión de ser figura del toreo, y yo -con el certero presagio de que nunca lo conseguiría- me convertí sin pretenderlo en una especie de Sancho que lo auxiliara en sus desventuras con la esperanza incierta de que antes que lo empitonase un toro, un brote de lucidez lo devolviera a la realidad: y le acompañé más de una noche de luna llena a la dehesa, en un intento fallido de que cumpliera con el rito de torear desnudo envuelto en la soledad y bajo el silencio imponente de los cielos estrellados. Jamás encontramos vaca alguna para lograrlo, pero fue todo tan hermoso….
(Mi amigo del alma Juan Puyades “Lucerito”, la verdad es que torear, lo que se dice torear, sólo lo hizo en el bar “Canario”, en La Haba de la Serena, donde desde niño le cogió gusto al toreo de salón aupado por los fervorosos aplausos de un grupo de paisanos que –faltos de novedades que combatieran el torrente de infelicidad que el conformismo y el tedio aportaban a sus vidas- se ensañaron divertidos en encumbrarle hasta el ensoñamiento: un espejismo que lo enloqueció, privándole de cualquier alerta para prever los riesgos que le acechaban. “Lucerito”, envuelto por el olor a café y la algarabía de los jugadores de cuatrola y dominó, seguía triunfando una tarde tras otra en aquel agradable coso; ataviado del ridículo capote que simulaba con un vasto pañuelo blanco, se refugiaba tras el burladero de sus inmensas gafas de miope que no le permitían ver que estaba soñándose a sí mismo. Hasta que, en Santa Amalia, aquella cogida grave que le infligió la vida –que no el toro- le condujera a la enfermería del desencanto y la emigración: ese limbo común donde todos los extremeños disponemos de un trampolín que nos impulsa al triunfo y una colchoneta muy usada para amortiguar los golpes cuando nos caemos desde el fracaso).
Tuvo que ser su delirante osadía la que vino a darme la razón y a ponernos a los dos con los pies en el suelo. Fue aquel martes del diez de julio de 1967, en la plaza de toros de Santa Amalia, cuando mi amigo se dispuso a abrazar el triunfo: quizá fuera en el cuarto toro de la tarde, segundo que le tocara en suerte al diestro (y luego fraile) Juan García Jiménez “Mondeño”, cuando “Lucerito”, en el tercio de varas, saltó a la arena esgrimiendo como toda defensa su irrisorio pañuelo blanco: el mismo que con tanto mimo le planchara su madre para sonarse aquellos mocos verdes y que tantas tardes de gloria le diera en el casino. No bien habría dado dos pasos cuando (gracias al Dios trino de los toreros encarnado en la cuadrilla) lo detuvo la Guardia Civil que en este caso ejerció de verdadero ángel de la guarda. El respetable – que cuando se torna en despreciable muestra indistinto la misma crueldad para con el hombre abatido que hacia el animal sangriento- le despachó con la más estruendosa de las carcajadas: agravio al que él, perdido ya en las brumas del fracaso, fue totalmente ajeno; no fue mi caso, pues, con un cuajo así de hondo, sufrí furtivo su desgracia con la misma intensidad que si hubiera sido propia.
Así que no fue la crueldad sangrienta que esgrimen sus más furibundos detractores lo que me hizo alejarme de la mal llamada “Fiesta Nacional”, sino la falta de misericordia mostrada por el “respetable” para con mi amigo. Porque el vigoroso muchacho que buscaba la cumbre quedó reducido a ceniza en un santiamén; y en las telarañas de la memoria mantengo intacta la imagen de su fracaso, cuando -escoltado por la pareja de guardiaciviles que le llevaron preso- fui testigo de su envejecimiento súbito, una especie de milagro al revés que lo convirtió de repente en una ruina humana cuya existencia estuviera llamada al dolor más lacerante. Apenas transcurriría una semana cuando “Lucerito” desapareció del pueblo para no volver jamás.
Y aquí debería terminar este relato si no fuera porque, para justificar el comienzo del mismo, deba confesaros la desolación y el llanto que me produjo constatar, cándido de mí, cómo “Lucerito” (mientras yo le lloraba su fracaso y su consecuente despedida) se las apañó para embaucar a mi primera novia deslumbrándola con la falsa e ilusoria promesa de convertirla en famosa como pareja de la firme figura del toreo que él encarnaba, aun a sabiendas, el muy canalla, de que ya había fracasado irrisoria y estrepitosamente para siempre: y ella, pérfida y alucinada “Dulcinea”, se me escapó viva para ayudarle a cosechar otro más de sus múltiples fracasos. De esta manera perdí un amigo, un amor y la afición taurina.
Cincuenta años después (una magnitud de tiempo suficiente para atemperar el sufrimiento en dulce anécdota, que no otra cosa es a veces la nostalgia) me encuentro aquí al lado, en el mismo bar de antaño, rematando la escritura de aquella vivencia. Observo –como un estrago más de la perseverante crisis que nos asola- el río de tedio con que el Otoño de 2015 anega la entrañable Plazabaja jabeña, justo al lado de la Casa de Cultura, en la que me dispongo a depositar el cuerpo de este escrito por si, por esos milagros que se dan en la vida, algún día la visitara el que fuera mi amigo del alma, Juan Puyades “Lucerito”, para el que dejo este cariñoso saludo:
“ ¡‘Lucerito”, mamón, que eres un mamón, lástima que no te pillara aquel toro en Santa Amalia!”.
Mu buenos días a to el jabeñerío,
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