LA HABA: "PALMERAS EN LA NIEVE"...

"PALMERAS EN LA NIEVE"

Estaba cantado que el best seller escrito por Luz Gabás contaría más pronto que tarde con su adaptación cinematográfica. Más que nada porque el público potencial de la voluminosa novela es femenino (al igual que lo fue 50 sombras de Grey) y las féminas suelen acudir fielmente a las salas para ver las versiones en imágenes de las obras literarias que han devorado… y de paso arrastrar a un puñado de amigas o familiares que ni siquiera han leído el texto pero que entienden que el cine siempre es una buena excusa para romper la monotonía. Personalmente, sólo puedo hablar de la película y las sensaciones que me ha provocado su visionado. Dirigida por Fernando González Molina, realizador procedente del medio televisivo que ha obtenido éxitos tan clamorosos en la pantalla grande como 3 metros sobre el cielo (2010), su secuela Tengo ganas de ti (2012) y comedias tan populares como Fuga de cerebros (2009), que además de representar su debut cinematográfico recaudó casi 7 millones de euros. Un director del que nada puedo decir respecto a su carrera televisiva, que desconozco, pero sí de una filmografía que hasta la fecha no ha aportado al medio nada relevante. Es joven, tiene tiempo.

El film nos sitúa en el año 1953. Dos hermanos viajan desde los Pirineos de Huesca hasta la colonia española de Fernando Poo (actual Bioko) en la isla de Guinea Ecuatorial, para trabajar en una plantación de cacao. Allí, Kilian (Mario Casas) se enamora de una nativa, Bisila (Berta Vázquez) un amor prohibido en una época en la que algunas barreras no se podían traspasar. Medio siglo después, Clarence (Adriana Ugarte) descubre accidentalmente una carta olvidada durante años que la lleva a viajar desde las montañas de Huesca a Bioko. Su misión es visitar la tierra en la que su padre, Jacobo (Alain Hernández) y su tío Kilian pasaron la mayor parte de su juventud, y así resolver los enigmas familiares y desvelar los secretos de lo ocurrido. En las entrañas de un territorio tan exuberante y seductor como peligroso, Clarence desentierra el secreto de la historia de amor imposible enmarcada en unas turbulentas circunstancias históricas cuyas consecuencias alcanzarán el presente.

Lo más destacable de esta larguísima película que apenas me ha dejado poso es la temática del colonialismo español durante la dictadura franquista, un tema poco explorado por el cine y la literatura. 10 millones de euros es una cifra considerable –casi desorbitada- para una producción española en 2015. Y el dinero invertido se nota en el diseño de producción, el departamento de arte, los variados escenarios (Gran Canaria, Huesca, Colombia), las labores de ambientación, decorados y vestuario. Otra cosa es que la película resulte rentable al final de su recorrido comercial teniendo en cuenta que gran parte del público masculino se va a abstener. González Molina se las ve y se las desea para mantener el ritmo de una superproducción de metraje elefantisíaco y armar un melodrama folletinesco al estilo David Lean barnizado por un erotismo bochornoso y blandorro, un quiero y no puedo que tiene como fondo exóticos paisajes selváticos y como figuras protagonistas a un mediocre Mario Casas luciendo musculitos y a una Berta Vázquez (pareja en la vida real) que junto a Emilio Gutiérrez Caba y Laia Costa se convierten en los más preciados alicientes de la función; la actriz ucraniana, de nombre artístico español y origen etíope, se clava en la retina del espectador en ese momento en que canta con el rumor de la cascada. Por supuesto, el film pasa de largo por las cuestiones políticas para centrarse en los códigos del melodrama clásico en donde el deseo, los tabúes, la envidia y el poder arden en la hoguera de la pasión sin dejar apenas cenizas.

Que nadie busque en la función cualquier atisbo de introspección o denuncia severa sobre el estado de dominación/sumisión, las responsabilidades del colonialismo y la derivada moral de los personajes protagonistas, el director lo fía todo a un sentimentalismo elemental de culebrón romántico y los ancestrales cauces de la herencia sanguínea. El espectador puede disfrutar de la correcta puesta en escena, de la cuidada ambientación, de la atmosférica calidez de un paisaje tropical idílico, pero dudo de que se deje atrapar por un discretísimo arco dramático sin alma que surca dos generaciones sin lograr profundizar en los dilemas emocionales, pasando de puntillas por las tensiones sociales y el contraste cultural. Insisto, el empaque técnico de la película es muy digno y tanto la música de Lucas Vidal como la iluminación cálida y de colores quemados de Xavi Giménez aportan el toque de nostalgia que la trama demanda y que, supongo, la novelista mantiene latente en su obra, escrita con la melancolía de su propio árbol genealógico. Es precisamente la majestuosidad y la impecable factura de esta película-río lo que nos hace añorar una dirección más audaz, tanto en el apartado político-social como en el aspecto épico y emocional de una historia en la que los retratos se difuminan pronto y los dramas resultan más cursis que desgarradores.