Mu por la mañana, buenos días al jabeñerío. Con el ánimo de seguir y en coherencia con lo prometido, transcribo una vez más -acicalado y extendido- este relato escrito en 2013.
LEYENDAS ENTRAÑABLES JABEÑAS: el amor de Pedro “Sardina” por Silvana.
(Ficción basada en una historia absolutamente real, escrita en 2013).
LA MUERTE.
Cincuenta y dos años después, también un día de jueves santo como aquel, he vuelto a encontrarme a mi amigo Pedro “Sardina”. Y me ha dado un vuelco el corazón porque, por un momento, me había parecido verle acompañado de Silvana, extremo imposible porque ella murió el miércoles santo del 29-3-61: pero me he tenido que sacudir las telarañas de la cabeza hasta situarme en la realidad.
Silvana fue lo que más quiso Pedro en su vida: muy delgada, grácil en su andar, dulce, de sumisa mirada, dura y resistente cuando las circunstancias lo demandaban, era todo amor, y, por tenerlo todo, para ser completa, poseía la gran virtud de la codicia: ese deseo desordenado de placeres que puede perder a una mujer, pero que en Silvana -que era una preciosa perra galga barcina, manchada de rojizo atigrado- era el mejor atributo para destacar en su especie.
Silvana (cuyo nombre quiere decir “que vive en los bosques” o “que guarda los bosques”), acompañaba a Pedro a todas partes, desde la mañana a la noche. Nunca estuvo atada a nada ni por nada, anduvo suelta siguiendo la senda que marcaba su amo, siempre pegada a él o a la rueda de su bicicleta “Supercil”, paso a paso, vuelta a vuelta: en casa, en el campo, en la carretera, en el jato, en la plaza, en la taberna, en los entierros: eran inseparables. Fruto de una monta con un galgo también barcino, primo suyo, quedó felizmente preñada, y, luego de lavarla Pedro diariamente con todo mimo sus ubres y de dotarla de un lecho de papel triturado, Silvana parió cuatro perrillas que –afortunadamente- han prolongado su estirpe, entre otras cosas, para concederme experimentar el engañoso y hermoso espejismo vivido la pasada Semana Santa de este año de 2013, cuando creí verla.
Mi amigo Pedro “Sardina” era y es, antes que nada, un hombre de campo; guarda feliz que fuera de la finca “Las Licencias” (entre La Haba y Quintana) propiedad del médico don Fernando Morillo, se veía necesitado de otros ingresos para ir tirando y así fue como recaló en la construcción, en la calle Arroyazo de Don Benito, donde –contratado como machaquín- desarrolló la durísima tarea de partir el macadán pedregoso (áridos de distintos tamaños) que permitiera compactar un firme que acabara con el barrizal sempiterno de esa calle calabazona. Y allí estaba Silvana disfrutando de su duermevela, echada en la dulce solisombra que proyectaban las fachadas de la calle: quizá soñando con las cuatro galguillas juguetonas que había dejado en su corral jabeño.
Y vino el guardia. Mira que había calles por las que pasear en Don Benito, pues nada, tuvo que elegir trágicamente la del Arroyazo; estaba jubilado y eso de la inspección de obras siempre le había atraído produciéndole un morbo especial; ataviado de traje y corbata, torpe en su andar, tropezó con la adormilada Silvana y, después de un traspié, cayó al barrizal de la calle convirtiéndose en el embadurnado hazmerreír de los obreros y vecinos presentes. Enfurecido, con esa ira inexplicable que a veces embarga a los humanos cuando nos sentimos ridículos, quiso desquitarse de su torpeza asestando una brutal patada en las prominentes costillas de Silvana: el pobre animal, contraído de dolor, encorvó su espinazo hasta transformarse en un verdadero ovillo de carne rodante sobre la ciénaga que anegaba la calle. Y cuando alcanzó a erguirse: sin una queja, sin un ladrido, logró acercarse a Pedro y luego de mover cariñosamente el rabo –en un intento vano de tranquilizarle- ya agónica, jadeante, como emulando una de sus antiguas azañas de cazadora, vomitó algo de sangre y cayó fulminantemente muerta.
La violencia del puntapié de aquel cabronazo fue tal, que una de sus propias costillas clavada en el pulmón hizo de puñal provocándole la muerte casi instantánea.
EL DUELO.
Pedro se vistió de luto por Silvana el mismo jueves santo 30-3-61. Hubo risas, claro: porque lo que el pueblo entiende por amor, o por amante, o por dolor, es un tanto difuso e infuso, sobre todo infuso y solo proveniente de Dios. Dicen que vendió media fanega de tierra para contratar un abogado que denunciara la crueldad de aquel crimen que acabó con la vida de su querida galga Silvana; consiguió una sentencia condenatoria para aquél energúmeno que hubo de indemnizarle con 3000 pesetas de las de 1961 en concepto de responsabilidad civil y, sin que pueda yo asegurarlo, parece que el fallo recogía también alguna reconvención de tipo ético para con el acusado de la que devino alguna otra culpa de tintes penales, (daría yo unos cuantos chavos por leer ahora los antecedentes, fundamentos de derecho, considerandos y fallo de aquella sentencia que quizá fuera pionera en el maltrato animal: voy a intentar esclarecerlo para contarlo, lo prometo).
Transcurrido un tiempo, y luego de ejecutarse el mandato de la sentencia, con sus tres billetes de mil pesetas en el bolsillo y Silvana habitando sus entrañas, se presentó en cierto Banco de Villanueva y le dijo al cajero: “Quiero que me cambie estos tres papeles por tres mil pesetas rubias”; y el altivo oficinista, con un rictus contenido de cachondeo, le preguntó para qué lo quería, a lo que mi amigo le contestó: “Para lo que me salga a mí de los cojones”: tres días transcurrieron para que la banca consiguiera las tres mil unidades de pesetas rubias.
Silvana latía en el corazón de mi amigo, tal fue su amor por ella. Y ya con los bolsillos llenos de monedas, Pedro comenzó su letanía musical en el casino de Santiago “Tortera”. Una gramola con cincuenta discos de vinilo, del A-1 al A-50, no sé si era una “Sinfonola”, o quizá una “Jukebok”, lo que sí recuerdo es que el disco “A-14, MI PERRO AMIGO”, de Rafael Farina, comenzó a sonar una y otra vez: y otra, y otra, y otra más, y muchas otras veces más; y cada dos por tres, un chato para Pedro, lloroso él, y más pesetas rubias, y otra vez el disco, y más chatos, y más música, y más lágrimas, y más risas del respetable, y más Silvana, y más nostalgia, y más y más: y así meses, porque quedaban muchas pesetas rubias que dilapidar en nostalgia.
Un día, el disco se rayó: y la voz del gitano salmantino aquél de “Vino Amargo” y “Mi Salamanca”, parecía la voz de un papagayo aguardentoso repitiendo: “Maldita sea la mano que mata a un perro, maldita sea la mano que mata a un perro, maldita sea……”. Pedro se quejó a Julián “Carajito”, q. e. p. d., copropietario del casino, y le persuadió para que adquiriese un disco de recambio con el objetivo de que no se dudase, ni un solo día, a través de esa canción de “Mi perro amigo”, que Silvana, aquella galga barcina-puro amor, seguía permaneciendo viva en su corazón. Y seguía la inversión de pesetas en amor, seguía la música, y los chatos, y las lágrimas de Pedro loco, y las risas de los jabeños que se tenían por cuerdos, y así meses: restando aún muchas pesetas por invertir en esta peculiar industria de la melancolía.
Fue así que, la pasada Semana Santa de este 2013, recordé todo esto al reencontrarme con mi amigo Pedro “Sardina”, cincuenta y dos años después, empequeñecido por la edad pero todavía con una figura muy digna, bajo una gorra tan enfundada que parecía haberle desaparecido la mitad de su antigua y hermosa cara de pandereta. Y, a su lado -ese fue mi espejismo- una bella perra tatatatatatataranieta de Silvana que, en un trastoque de sensaciones, logró incrementar el ritmo del sístole/diástole de mi corazón hasta el mismo borde de un feliz abismo donde creí ver la bella estampa de aquella hermosa galga barcina. “ ¡MALDITA SEA LA MANO QUE MATA UN PERRO!”, recordé. “O un amor”, añadí yo para mis adentros.
LEYENDAS ENTRAÑABLES JABEÑAS: el amor de Pedro “Sardina” por Silvana.
(Ficción basada en una historia absolutamente real, escrita en 2013).
LA MUERTE.
Cincuenta y dos años después, también un día de jueves santo como aquel, he vuelto a encontrarme a mi amigo Pedro “Sardina”. Y me ha dado un vuelco el corazón porque, por un momento, me había parecido verle acompañado de Silvana, extremo imposible porque ella murió el miércoles santo del 29-3-61: pero me he tenido que sacudir las telarañas de la cabeza hasta situarme en la realidad.
Silvana fue lo que más quiso Pedro en su vida: muy delgada, grácil en su andar, dulce, de sumisa mirada, dura y resistente cuando las circunstancias lo demandaban, era todo amor, y, por tenerlo todo, para ser completa, poseía la gran virtud de la codicia: ese deseo desordenado de placeres que puede perder a una mujer, pero que en Silvana -que era una preciosa perra galga barcina, manchada de rojizo atigrado- era el mejor atributo para destacar en su especie.
Silvana (cuyo nombre quiere decir “que vive en los bosques” o “que guarda los bosques”), acompañaba a Pedro a todas partes, desde la mañana a la noche. Nunca estuvo atada a nada ni por nada, anduvo suelta siguiendo la senda que marcaba su amo, siempre pegada a él o a la rueda de su bicicleta “Supercil”, paso a paso, vuelta a vuelta: en casa, en el campo, en la carretera, en el jato, en la plaza, en la taberna, en los entierros: eran inseparables. Fruto de una monta con un galgo también barcino, primo suyo, quedó felizmente preñada, y, luego de lavarla Pedro diariamente con todo mimo sus ubres y de dotarla de un lecho de papel triturado, Silvana parió cuatro perrillas que –afortunadamente- han prolongado su estirpe, entre otras cosas, para concederme experimentar el engañoso y hermoso espejismo vivido la pasada Semana Santa de este año de 2013, cuando creí verla.
Mi amigo Pedro “Sardina” era y es, antes que nada, un hombre de campo; guarda feliz que fuera de la finca “Las Licencias” (entre La Haba y Quintana) propiedad del médico don Fernando Morillo, se veía necesitado de otros ingresos para ir tirando y así fue como recaló en la construcción, en la calle Arroyazo de Don Benito, donde –contratado como machaquín- desarrolló la durísima tarea de partir el macadán pedregoso (áridos de distintos tamaños) que permitiera compactar un firme que acabara con el barrizal sempiterno de esa calle calabazona. Y allí estaba Silvana disfrutando de su duermevela, echada en la dulce solisombra que proyectaban las fachadas de la calle: quizá soñando con las cuatro galguillas juguetonas que había dejado en su corral jabeño.
Y vino el guardia. Mira que había calles por las que pasear en Don Benito, pues nada, tuvo que elegir trágicamente la del Arroyazo; estaba jubilado y eso de la inspección de obras siempre le había atraído produciéndole un morbo especial; ataviado de traje y corbata, torpe en su andar, tropezó con la adormilada Silvana y, después de un traspié, cayó al barrizal de la calle convirtiéndose en el embadurnado hazmerreír de los obreros y vecinos presentes. Enfurecido, con esa ira inexplicable que a veces embarga a los humanos cuando nos sentimos ridículos, quiso desquitarse de su torpeza asestando una brutal patada en las prominentes costillas de Silvana: el pobre animal, contraído de dolor, encorvó su espinazo hasta transformarse en un verdadero ovillo de carne rodante sobre la ciénaga que anegaba la calle. Y cuando alcanzó a erguirse: sin una queja, sin un ladrido, logró acercarse a Pedro y luego de mover cariñosamente el rabo –en un intento vano de tranquilizarle- ya agónica, jadeante, como emulando una de sus antiguas azañas de cazadora, vomitó algo de sangre y cayó fulminantemente muerta.
La violencia del puntapié de aquel cabronazo fue tal, que una de sus propias costillas clavada en el pulmón hizo de puñal provocándole la muerte casi instantánea.
EL DUELO.
Pedro se vistió de luto por Silvana el mismo jueves santo 30-3-61. Hubo risas, claro: porque lo que el pueblo entiende por amor, o por amante, o por dolor, es un tanto difuso e infuso, sobre todo infuso y solo proveniente de Dios. Dicen que vendió media fanega de tierra para contratar un abogado que denunciara la crueldad de aquel crimen que acabó con la vida de su querida galga Silvana; consiguió una sentencia condenatoria para aquél energúmeno que hubo de indemnizarle con 3000 pesetas de las de 1961 en concepto de responsabilidad civil y, sin que pueda yo asegurarlo, parece que el fallo recogía también alguna reconvención de tipo ético para con el acusado de la que devino alguna otra culpa de tintes penales, (daría yo unos cuantos chavos por leer ahora los antecedentes, fundamentos de derecho, considerandos y fallo de aquella sentencia que quizá fuera pionera en el maltrato animal: voy a intentar esclarecerlo para contarlo, lo prometo).
Transcurrido un tiempo, y luego de ejecutarse el mandato de la sentencia, con sus tres billetes de mil pesetas en el bolsillo y Silvana habitando sus entrañas, se presentó en cierto Banco de Villanueva y le dijo al cajero: “Quiero que me cambie estos tres papeles por tres mil pesetas rubias”; y el altivo oficinista, con un rictus contenido de cachondeo, le preguntó para qué lo quería, a lo que mi amigo le contestó: “Para lo que me salga a mí de los cojones”: tres días transcurrieron para que la banca consiguiera las tres mil unidades de pesetas rubias.
Silvana latía en el corazón de mi amigo, tal fue su amor por ella. Y ya con los bolsillos llenos de monedas, Pedro comenzó su letanía musical en el casino de Santiago “Tortera”. Una gramola con cincuenta discos de vinilo, del A-1 al A-50, no sé si era una “Sinfonola”, o quizá una “Jukebok”, lo que sí recuerdo es que el disco “A-14, MI PERRO AMIGO”, de Rafael Farina, comenzó a sonar una y otra vez: y otra, y otra, y otra más, y muchas otras veces más; y cada dos por tres, un chato para Pedro, lloroso él, y más pesetas rubias, y otra vez el disco, y más chatos, y más música, y más lágrimas, y más risas del respetable, y más Silvana, y más nostalgia, y más y más: y así meses, porque quedaban muchas pesetas rubias que dilapidar en nostalgia.
Un día, el disco se rayó: y la voz del gitano salmantino aquél de “Vino Amargo” y “Mi Salamanca”, parecía la voz de un papagayo aguardentoso repitiendo: “Maldita sea la mano que mata a un perro, maldita sea la mano que mata a un perro, maldita sea……”. Pedro se quejó a Julián “Carajito”, q. e. p. d., copropietario del casino, y le persuadió para que adquiriese un disco de recambio con el objetivo de que no se dudase, ni un solo día, a través de esa canción de “Mi perro amigo”, que Silvana, aquella galga barcina-puro amor, seguía permaneciendo viva en su corazón. Y seguía la inversión de pesetas en amor, seguía la música, y los chatos, y las lágrimas de Pedro loco, y las risas de los jabeños que se tenían por cuerdos, y así meses: restando aún muchas pesetas por invertir en esta peculiar industria de la melancolía.
Fue así que, la pasada Semana Santa de este 2013, recordé todo esto al reencontrarme con mi amigo Pedro “Sardina”, cincuenta y dos años después, empequeñecido por la edad pero todavía con una figura muy digna, bajo una gorra tan enfundada que parecía haberle desaparecido la mitad de su antigua y hermosa cara de pandereta. Y, a su lado -ese fue mi espejismo- una bella perra tatatatatatataranieta de Silvana que, en un trastoque de sensaciones, logró incrementar el ritmo del sístole/diástole de mi corazón hasta el mismo borde de un feliz abismo donde creí ver la bella estampa de aquella hermosa galga barcina. “ ¡MALDITA SEA LA MANO QUE MATA UN PERRO!”, recordé. “O un amor”, añadí yo para mis adentros.