Dedicado a los viejos Rocker´s moteros por los buenos momentos compartidos en los bares “Humedad Relativa”, “Ok Corral”, “Bikini”, “Daniel´s”, “Boogie Woogie”, “Hora Local” y el cine “Novedades”, sagrados lugares de reunión en aquella ya lejana Barcelona de los años 80, tan putera y voraz que consumía todos los sentimientos, toda la pasión, toda la soledad, entre el mar y la tierra.
MOTOS, CHICAS Y GARITOS
Más que una costumbre se convirtió en una necesidad. Descubrí hace tiempo que cuando me siento atormentado y los negros nubarrones se ciernen sobre mi pajarera no existe mejor bálsamo que coger la moto, quemar cromo y devorar kilómetros. Se lo recomendé a Tony “el Águila”, apodado así no tanto por su astucia sino por su prominente arco nasal, y nadie le vio regresar. Aquella agónica tarde, el crepúsculo apagaba el día con una suciedad inhabitual, como si la sangre de una herida abisal cegara poco a poco la visión de una naturaleza mortecina, poblada por seres extraños que se debaten entre un pasado falsamente idealizado y una huida hacia delante sin saber qué camino tomar. Mientras me acoplaba el casco y enfundaba los guantes, recordé las palabras de John Lennon: “vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor y la violencia se practica a plena luz del día”. Reflexión que podríamos prolongar hasta el infinito: “Donde se quiere tanto a los pobres que los creamos por millones. Donde pintar un graffiti es un delito y matar un toro es un arte. Donde la forma de vestir se valora más que la forma de pensar. Donde la pizza llega antes que la policía. Donde el país que vela por la paz es el que más armas vende. Donde los animales son mejores amigos que las personas, y donde no se intenta solucionar los problemas sino convivir con ellos”.
El olor a gasolina y la imagen sensual de la curvilínea carretera que se abría ante mis ojos, me hizo salivar. Metí la primera y salí zumbando acompañado por la portentosa voz de Joel Ekelöf, vocalista de los melancólicos y magistrales Soen, cuyos dos álbumes había seleccionado para poner la banda sonora a una ruta sin un destino marcado. Como siempre, se apoderó de mí una soledad placentera, una libertad excitante, tan efímera como las volutas de felicidad, como el paso trashumante de unas nubes en frenética estampida. Como me dijo una vez Loquillo en el disco bar Humedad Relativa en la Barcelona de mediados de los 80: “la moto es un concepto individualista, aventurero, ideado para los espíritus indómitos y los amantes de la libertad”. Unos chicles de nicotina me evitan el mono durante horas hasta que encuentro un motivo para detenerme, que casi siempre suele ser la escasez de combustible. Sin embargo, aquel día iba a ser distinto, una experiencia insólita. No sé en qué momento salí del extasiante trance y me di cuenta que el paisaje me era totalmente desconocido. Un bar captó mi atención cuando la moto se había convertido ya en una solitaria y veloz luciérnaga cruzando la noche, un tubo de neón que ponía en alerta a miles de alimañas.
En el parking del bar, iluminado por un gigantesco letrero en el que se leía Light & Shadow, había aparcadas una docena de motos y un Chevrolet Mercury del 56 rojo y blanco, me invadió la sensación de que había traspasado una línea temporal. Supe que no era así cuando al poner los pies en la tierra observé a mi lado a una linda chica de suaves y tentadoras curvas que, recostada en una Royal Enfield, trasteaba un extraño aparato electrónico mientras daba pequeños sorbos a una botella de cerveza. De la fachada forrada de madera, como incrustadas en ella, sobresalían una Indian Chief Vintage y una Harley Davidson Heritage Softail. Encendí un cigarrillo y me dispuse a subir los peldaños hasta la puerta de entrada del exclusivo garito, dentro sonaban con fuerza los Grand Funk Railroad.
-Hey, forastero, ¿me invitas?
Le ofrecí la cajetilla y acercó sus manos a la llama del Zippo. Rubia, con fuego en la mirada, vestida con un escasísimo top blanco que no dejaba nada a la imaginación y a punto de ser traspasado por unos pezones empitonados, unos shorts vaqueros igualmente exiguos y botas militares. Me fijé en sus manos de largos dedos, en sus uñas ovaladas pintadas con laca negra y coronadas por una simpática calavera blanca. En las falanges de su mano derecha tenía tatuada la palabra “Good” y en las de su mano izquierda, “Evil”. Me dio las gracias y se presentó con una sonrisa chispeante.
-Hola, soy Indi.
- ¿De India? ¿De Indiana? ¿De Indianápolis?
-De Indiferente. Es broma –explotó en carcajadas dejando ver una dentadura luminosa y perfectamente simétrica-, Indi de Indira. Si tienes algo que ofrecerme puedes gozar de mi compañía, si no mis brillantes ojos se apagarán y la noche será aún más negra.
- ¿Algo como qué? ¿Un billete de un color poco usual? ¿Unos gramos de jaco? Lo siento, darling, soy inmortal porque no tengo dónde caerme muerto.
Sintiéndose molesta hizo un mohín con los labios y un chasquido con la lengua. Del bolsillo de una pequeña mochila de cuero sacó un fajo de billetes de cien euros sujetos con una pinza dorada con el símbolo de la hoz y el martillo. Interesante paradoja, pensé. Calculé unos tres mil euros y esperé la pregunta retórica.
- ¿Crees que me importa el dinero? Esa mierda hace tiempo que dejó de preocuparme, estoy cubierta de por vida. Tal vez a ti sí te interese. Mi desgracia es que tengo debilidad por los muertos de hambre, por la periferia humana, por el garrafón. Lo que busco en ti son sensaciones que ya no pertenecen a este mundo.
-Vaya, gracias. Si no me marcho, tu sutil sagacidad acabará convirtiéndome en víctima de alguna situación explosiva, de una dolorosa ilusión. Por qué no entramos y vemos como está el ambiente.
-Dentro no hay nadie, la casa es un falso bar de mi propiedad, como las motos y el Chevy. Me gusta la magia, la ficción, la fantasía.
-Ya, y tu pasatiempo favorito es esperar aquí fuera al primero que se detenga. Deja que adivine: ¿eres tal vez el goloso reclamo que me abre la puerta del matadero? ¿Llevas en las botas alguna navaja trapera? ¿Una jeringuilla con cloruro potásico? Dime ¿dónde está el truco?
-Nada es casual. He sido yo quien te ha guiado hasta aquí. Sólo soy la musa elegida para tu sueño, creada a imagen y semejanza de tu capricho. Si entras conmigo por esa puerta, el sueño nunca se evaporará. Es tu premio por no haber vendido tu alma a los mercaderes de sombras, por no haber traicionado a nadie a cambio de haciendas y fortuna, ni siquiera por un ideal. Despídete de todo, te mereces la luz eterna.
El paisaje parecía ahora suspendido en un limbo radiante. Vi claro mi destino. Entrecruzamos las manos, observé sus labios de color frambuesa, sus glúteos desbordando los minúsculos shorts, el pálpito en sus pechos con forma de lágrima, la tensión de la carne en sus piernas… y al atravesar la puerta, se me hizo imposible contener la emoción.
Como Tony “el Águila”, no regresé jamás.
MOTOS, CHICAS Y GARITOS
Más que una costumbre se convirtió en una necesidad. Descubrí hace tiempo que cuando me siento atormentado y los negros nubarrones se ciernen sobre mi pajarera no existe mejor bálsamo que coger la moto, quemar cromo y devorar kilómetros. Se lo recomendé a Tony “el Águila”, apodado así no tanto por su astucia sino por su prominente arco nasal, y nadie le vio regresar. Aquella agónica tarde, el crepúsculo apagaba el día con una suciedad inhabitual, como si la sangre de una herida abisal cegara poco a poco la visión de una naturaleza mortecina, poblada por seres extraños que se debaten entre un pasado falsamente idealizado y una huida hacia delante sin saber qué camino tomar. Mientras me acoplaba el casco y enfundaba los guantes, recordé las palabras de John Lennon: “vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor y la violencia se practica a plena luz del día”. Reflexión que podríamos prolongar hasta el infinito: “Donde se quiere tanto a los pobres que los creamos por millones. Donde pintar un graffiti es un delito y matar un toro es un arte. Donde la forma de vestir se valora más que la forma de pensar. Donde la pizza llega antes que la policía. Donde el país que vela por la paz es el que más armas vende. Donde los animales son mejores amigos que las personas, y donde no se intenta solucionar los problemas sino convivir con ellos”.
El olor a gasolina y la imagen sensual de la curvilínea carretera que se abría ante mis ojos, me hizo salivar. Metí la primera y salí zumbando acompañado por la portentosa voz de Joel Ekelöf, vocalista de los melancólicos y magistrales Soen, cuyos dos álbumes había seleccionado para poner la banda sonora a una ruta sin un destino marcado. Como siempre, se apoderó de mí una soledad placentera, una libertad excitante, tan efímera como las volutas de felicidad, como el paso trashumante de unas nubes en frenética estampida. Como me dijo una vez Loquillo en el disco bar Humedad Relativa en la Barcelona de mediados de los 80: “la moto es un concepto individualista, aventurero, ideado para los espíritus indómitos y los amantes de la libertad”. Unos chicles de nicotina me evitan el mono durante horas hasta que encuentro un motivo para detenerme, que casi siempre suele ser la escasez de combustible. Sin embargo, aquel día iba a ser distinto, una experiencia insólita. No sé en qué momento salí del extasiante trance y me di cuenta que el paisaje me era totalmente desconocido. Un bar captó mi atención cuando la moto se había convertido ya en una solitaria y veloz luciérnaga cruzando la noche, un tubo de neón que ponía en alerta a miles de alimañas.
En el parking del bar, iluminado por un gigantesco letrero en el que se leía Light & Shadow, había aparcadas una docena de motos y un Chevrolet Mercury del 56 rojo y blanco, me invadió la sensación de que había traspasado una línea temporal. Supe que no era así cuando al poner los pies en la tierra observé a mi lado a una linda chica de suaves y tentadoras curvas que, recostada en una Royal Enfield, trasteaba un extraño aparato electrónico mientras daba pequeños sorbos a una botella de cerveza. De la fachada forrada de madera, como incrustadas en ella, sobresalían una Indian Chief Vintage y una Harley Davidson Heritage Softail. Encendí un cigarrillo y me dispuse a subir los peldaños hasta la puerta de entrada del exclusivo garito, dentro sonaban con fuerza los Grand Funk Railroad.
-Hey, forastero, ¿me invitas?
Le ofrecí la cajetilla y acercó sus manos a la llama del Zippo. Rubia, con fuego en la mirada, vestida con un escasísimo top blanco que no dejaba nada a la imaginación y a punto de ser traspasado por unos pezones empitonados, unos shorts vaqueros igualmente exiguos y botas militares. Me fijé en sus manos de largos dedos, en sus uñas ovaladas pintadas con laca negra y coronadas por una simpática calavera blanca. En las falanges de su mano derecha tenía tatuada la palabra “Good” y en las de su mano izquierda, “Evil”. Me dio las gracias y se presentó con una sonrisa chispeante.
-Hola, soy Indi.
- ¿De India? ¿De Indiana? ¿De Indianápolis?
-De Indiferente. Es broma –explotó en carcajadas dejando ver una dentadura luminosa y perfectamente simétrica-, Indi de Indira. Si tienes algo que ofrecerme puedes gozar de mi compañía, si no mis brillantes ojos se apagarán y la noche será aún más negra.
- ¿Algo como qué? ¿Un billete de un color poco usual? ¿Unos gramos de jaco? Lo siento, darling, soy inmortal porque no tengo dónde caerme muerto.
Sintiéndose molesta hizo un mohín con los labios y un chasquido con la lengua. Del bolsillo de una pequeña mochila de cuero sacó un fajo de billetes de cien euros sujetos con una pinza dorada con el símbolo de la hoz y el martillo. Interesante paradoja, pensé. Calculé unos tres mil euros y esperé la pregunta retórica.
- ¿Crees que me importa el dinero? Esa mierda hace tiempo que dejó de preocuparme, estoy cubierta de por vida. Tal vez a ti sí te interese. Mi desgracia es que tengo debilidad por los muertos de hambre, por la periferia humana, por el garrafón. Lo que busco en ti son sensaciones que ya no pertenecen a este mundo.
-Vaya, gracias. Si no me marcho, tu sutil sagacidad acabará convirtiéndome en víctima de alguna situación explosiva, de una dolorosa ilusión. Por qué no entramos y vemos como está el ambiente.
-Dentro no hay nadie, la casa es un falso bar de mi propiedad, como las motos y el Chevy. Me gusta la magia, la ficción, la fantasía.
-Ya, y tu pasatiempo favorito es esperar aquí fuera al primero que se detenga. Deja que adivine: ¿eres tal vez el goloso reclamo que me abre la puerta del matadero? ¿Llevas en las botas alguna navaja trapera? ¿Una jeringuilla con cloruro potásico? Dime ¿dónde está el truco?
-Nada es casual. He sido yo quien te ha guiado hasta aquí. Sólo soy la musa elegida para tu sueño, creada a imagen y semejanza de tu capricho. Si entras conmigo por esa puerta, el sueño nunca se evaporará. Es tu premio por no haber vendido tu alma a los mercaderes de sombras, por no haber traicionado a nadie a cambio de haciendas y fortuna, ni siquiera por un ideal. Despídete de todo, te mereces la luz eterna.
El paisaje parecía ahora suspendido en un limbo radiante. Vi claro mi destino. Entrecruzamos las manos, observé sus labios de color frambuesa, sus glúteos desbordando los minúsculos shorts, el pálpito en sus pechos con forma de lágrima, la tensión de la carne en sus piernas… y al atravesar la puerta, se me hizo imposible contener la emoción.
Como Tony “el Águila”, no regresé jamás.