“LA DESPEDIDA”
Las calles y casas de La Haba han sido y son testigos de mil historias de amores y desengaños, de triunfos y derrotas, de sueños rotos y soledades. Como cualquier comunidad de vecinos, mi pueblo es un crisol que acoge en su vientre una realidad caleidoscópica que no es sino un reflejo a escala de lo que ocurre en todas partes, de una coyuntura global que, con sus peculiaridades, acaba teniendo trascendencia en cada rincón de la geografía nacional. He de confesar que la infancia siempre ha sido para mí un lugar desapacible, un paisaje melancólico de ausencias y renuncias pintado con mustios colores. Para convencerme, no necesitaba visitar aquella casa en ruinas con olor a moho y destierro, ni pisar la mala hierba que crece en el corral de la nostalgia, en donde hace tiempo murió de tristeza el manzano y el pozo secó su última lágrima. No hacía falta porque, acostumbrado a viajar en el silencio, sigo viviendo a la intemperie de estas cuatro paredes sin ganas de hablar ni de ser escuchado, sin el propósito de embarcar en ninguna aventura a mis huesos.
En La Haba, más de cuatro décadas después, he vuelto a pisar las estancias herrumbrosas y vacías, la quietud mortal del hogar desahuciado. Y he vuelto a evocar con claridad diáfana el momento del adiós, cuando me dejaste como prenda tu pañuelo perfumado, que aún conservo. Sí, como el cuervo en los campos de la muerte, regresa a mí aquella despedida que el paso del tiempo no ha podido ensombrecer. Al entrar en la que en un tiempo lejano fuera tu habitación y observar las paredes sucias, desconchadas y el techo desmantelado, me acompaña un revoloteo de mariposas; veo tu pelo con amapolas, tu eterna y dulce sonrisa, veo las puertas de esta casa abiertas de par en par.
Años 70. La emigración sigue su despiadada dinámica en las zonas rurales. Un dramático éxodo, una forma de destierro y exilio tan triste y cruel como cualquier otra. El padre de mi amiga, que huía con su familia de una miseria asfixiante por la escasez de trabajo y los bajos salarios, había encontrado tajo en la industria metalúrgica en el norte del país, donde ya trabajaba su hermano.
-Hola, pasa–me dijiste al verme parado en el umbral de tu casa-, como ves ya está todo recogido.
Éramos unos niños, pero fueron aquellos días los que me enseñaron que el amor duele a cualquier edad, que reducido a su núcleo, puede ser la más amarga condena, que la ausencia en la distancia no es sino otra muerte lenta. Lo he pensado muchas veces, si supiera de ti, dónde encontrarte, te contaría que nunca he vuelto a visitar aquel olivar junto a la alberca al que íbamos en bici y que poco antes de tu marcha vendieron tus padres, que, hasta hoy, jamás recorrí el camino que lleva hasta tu casa, que las palomas han acabado devorando el templo desnudo que te acogía como virgen, que tu corazón sigue latiendo a mi lado en las gradas traseras de la iglesia, que tu nombre está presente en cada poema, y que los viejos cancioneros ardieron una noche de San Juan como ardieron los tequieros en las alegres noches de feria.
- ¿Quieres una Mirinda? Las ha comprado mi tío, están fresquitas –me preguntaste con un hilo de voz entrecortada-.
-No, gracias, sólo agua. ¿A qué hora tenéis pensado partir?
-Mi padre viaja en el camión con mi tío y, según he oído, saldrán a las 6´00, mi madre y yo cogeremos el tren en la estación de Villanueva un par de horas más tarde, a las 8´00 –llenaste un vaso de agua de una tinaja y me lo ofreciste-. Toma y espera, que me arreglo un poco el pelo y damos un paseo.
Me levanté y me quedé mirando mientras en el humilde y pulcro aseo, delante del espejo, recogías en una cola tu largo cabello color castaño que en aquel momento llevabas sujeto con un par de pinzas. Todavía me invade una sensación agridulce, mezcla de dicha y pesar, al evocar tu hermoso cuello que tantas veces besé.
-Mama, mamaaaa, salgo a dar una vuelta –vociferaste-.
-Está bien, pero no vuelvas tarde, hoy cenaremos pronto –contestó tu madre enredada en recoger las ropas ya secas del tendedero-.
- ¿Me das la mano? –preguntaste incómoda, como si las lágrimas que comenzaban a rodar por mi rostro fueran la lava de un volcán en erupción, cuando sólo eran gotas de rocío deslizándose suavemente por el pétalo de una rosa. Entrecruzamos las manos para dar nuestro último paseo en la tarde más luminosa y triste de un día de finales de primavera. Dirigimos nuestros pasos hacía nuestra senda favorita que muere en la falda de la sierra de Magacela.
-No nos volveremos a ver –sentencia que solté con el mismo garbo que el bufido final de un toro ante la última estocada-. No nos volveremos a ver porque nadie vuelve aquí si no tiene familia.
-Te tengo a ti, estás tú.
-Yo soy sólo un niño, nadie vuelve a ningún sitio para saber de un niño porque los niños no les importamos nada a nadie. Un niño no tiene criterio ni capacidad de decisión, sólo sueños. De hecho, cuando estoy en tu casa o en cualquier parte, sólo soy visible para ti.
-Pero… qué cosas dices –Ahora sí comenzabas a enojarte-. Mira, nadie sabe qué le depara el futuro y menos nosotros que, como bien dices, sólo somos niños, una etapa complicada que pronto dará paso a otra más difícil, lo que sí te puedo asegurar es que siempre ocuparás un lugar grande en mi corazón. De modo que deja ya de martirizarte porque la situación no es para mí menos angustiosa.
Se apoderó de ti una congoja que hizo aflorar esos pucheros que tanto me gustaban y te abracé. La tarde llegaba a su fin y, al acompañarte a casa, mi estampa era la de un pequeño Quijote desastrado que comenzaba a vagar por todas las vidas que nos arrebataron. Nos paramos un momento en la caseta de las golosinas y de los bolsillos de mis pantaloncitos cortos saqué unas monedas con las que te compré para el viaje tu revista favorita, “Lily”, y una fotonovela.
-Mira –te dije, en la puerta de tu casa-, todo seguirá existiendo y viviremos el uno en el otro. Las murallas las construyen los hombres y lo único imperdonable es el olvido. Irás a un colegio nuevo, tendrás otros amigos, edificarás tu vida según tu voluntad o las circunstancias… pero tal vez los días más felices los hemos vivido ya, deja al menos un espacio donde sea posible rememorar nuestra íntima amistad, nuestras confidencias-. Llorando nos abrazamos e inundé tu mejillas de besos-. Despídeme de tus padres y recuerda que siempre pierde más quien más quiere- grité mientras me alejaba-.
La mañana siguiente, me las arreglé para llegar hasta la estación. Te vi partir a distancia procurando que no detectaras mi presencia aunque es posible que sintieras mi afligida mirada. Fue ese mismo día, de vuelta a casa, cuando mi madre me habló de que también nosotros abandonaríamos el pueblo en verano, que estaban ya con los preparativos y no quedaba otra alternativa que volar lejos en busca de oportunidades, atraídos por las centelleantes luces de una ciudad populosa e industrial; la brecha existente entre el sur agrícola y rural y el norte del progreso y el bienestar, era cada vez más honda. Pronto nos daríamos cuenta de que no es oro todo lo que reluce. Pero al llegar, no había nadie allí para escribir la nueva crónica de un fracaso.
Nunca tuve noticias de ti. Era como si, al no poder evitar lo irremediable, hubiésemos querido guardar en un bote de mermelada el recuerdo de un amor puro, con su naturaleza sin contaminar y sus esencias. Ahora, que paseo por las baldosas ahuecadas de la vieja casa, te veo sentada a mi lado bajo la imponente morera de la plaza, pisando todos los charcos, besándome con los ojos cerrados. Todo sigue existiendo en la triste extensión de los recuerdos, en los ecos de un abismo insondable.
Las calles y casas de La Haba han sido y son testigos de mil historias de amores y desengaños, de triunfos y derrotas, de sueños rotos y soledades. Como cualquier comunidad de vecinos, mi pueblo es un crisol que acoge en su vientre una realidad caleidoscópica que no es sino un reflejo a escala de lo que ocurre en todas partes, de una coyuntura global que, con sus peculiaridades, acaba teniendo trascendencia en cada rincón de la geografía nacional. He de confesar que la infancia siempre ha sido para mí un lugar desapacible, un paisaje melancólico de ausencias y renuncias pintado con mustios colores. Para convencerme, no necesitaba visitar aquella casa en ruinas con olor a moho y destierro, ni pisar la mala hierba que crece en el corral de la nostalgia, en donde hace tiempo murió de tristeza el manzano y el pozo secó su última lágrima. No hacía falta porque, acostumbrado a viajar en el silencio, sigo viviendo a la intemperie de estas cuatro paredes sin ganas de hablar ni de ser escuchado, sin el propósito de embarcar en ninguna aventura a mis huesos.
En La Haba, más de cuatro décadas después, he vuelto a pisar las estancias herrumbrosas y vacías, la quietud mortal del hogar desahuciado. Y he vuelto a evocar con claridad diáfana el momento del adiós, cuando me dejaste como prenda tu pañuelo perfumado, que aún conservo. Sí, como el cuervo en los campos de la muerte, regresa a mí aquella despedida que el paso del tiempo no ha podido ensombrecer. Al entrar en la que en un tiempo lejano fuera tu habitación y observar las paredes sucias, desconchadas y el techo desmantelado, me acompaña un revoloteo de mariposas; veo tu pelo con amapolas, tu eterna y dulce sonrisa, veo las puertas de esta casa abiertas de par en par.
Años 70. La emigración sigue su despiadada dinámica en las zonas rurales. Un dramático éxodo, una forma de destierro y exilio tan triste y cruel como cualquier otra. El padre de mi amiga, que huía con su familia de una miseria asfixiante por la escasez de trabajo y los bajos salarios, había encontrado tajo en la industria metalúrgica en el norte del país, donde ya trabajaba su hermano.
-Hola, pasa–me dijiste al verme parado en el umbral de tu casa-, como ves ya está todo recogido.
Éramos unos niños, pero fueron aquellos días los que me enseñaron que el amor duele a cualquier edad, que reducido a su núcleo, puede ser la más amarga condena, que la ausencia en la distancia no es sino otra muerte lenta. Lo he pensado muchas veces, si supiera de ti, dónde encontrarte, te contaría que nunca he vuelto a visitar aquel olivar junto a la alberca al que íbamos en bici y que poco antes de tu marcha vendieron tus padres, que, hasta hoy, jamás recorrí el camino que lleva hasta tu casa, que las palomas han acabado devorando el templo desnudo que te acogía como virgen, que tu corazón sigue latiendo a mi lado en las gradas traseras de la iglesia, que tu nombre está presente en cada poema, y que los viejos cancioneros ardieron una noche de San Juan como ardieron los tequieros en las alegres noches de feria.
- ¿Quieres una Mirinda? Las ha comprado mi tío, están fresquitas –me preguntaste con un hilo de voz entrecortada-.
-No, gracias, sólo agua. ¿A qué hora tenéis pensado partir?
-Mi padre viaja en el camión con mi tío y, según he oído, saldrán a las 6´00, mi madre y yo cogeremos el tren en la estación de Villanueva un par de horas más tarde, a las 8´00 –llenaste un vaso de agua de una tinaja y me lo ofreciste-. Toma y espera, que me arreglo un poco el pelo y damos un paseo.
Me levanté y me quedé mirando mientras en el humilde y pulcro aseo, delante del espejo, recogías en una cola tu largo cabello color castaño que en aquel momento llevabas sujeto con un par de pinzas. Todavía me invade una sensación agridulce, mezcla de dicha y pesar, al evocar tu hermoso cuello que tantas veces besé.
-Mama, mamaaaa, salgo a dar una vuelta –vociferaste-.
-Está bien, pero no vuelvas tarde, hoy cenaremos pronto –contestó tu madre enredada en recoger las ropas ya secas del tendedero-.
- ¿Me das la mano? –preguntaste incómoda, como si las lágrimas que comenzaban a rodar por mi rostro fueran la lava de un volcán en erupción, cuando sólo eran gotas de rocío deslizándose suavemente por el pétalo de una rosa. Entrecruzamos las manos para dar nuestro último paseo en la tarde más luminosa y triste de un día de finales de primavera. Dirigimos nuestros pasos hacía nuestra senda favorita que muere en la falda de la sierra de Magacela.
-No nos volveremos a ver –sentencia que solté con el mismo garbo que el bufido final de un toro ante la última estocada-. No nos volveremos a ver porque nadie vuelve aquí si no tiene familia.
-Te tengo a ti, estás tú.
-Yo soy sólo un niño, nadie vuelve a ningún sitio para saber de un niño porque los niños no les importamos nada a nadie. Un niño no tiene criterio ni capacidad de decisión, sólo sueños. De hecho, cuando estoy en tu casa o en cualquier parte, sólo soy visible para ti.
-Pero… qué cosas dices –Ahora sí comenzabas a enojarte-. Mira, nadie sabe qué le depara el futuro y menos nosotros que, como bien dices, sólo somos niños, una etapa complicada que pronto dará paso a otra más difícil, lo que sí te puedo asegurar es que siempre ocuparás un lugar grande en mi corazón. De modo que deja ya de martirizarte porque la situación no es para mí menos angustiosa.
Se apoderó de ti una congoja que hizo aflorar esos pucheros que tanto me gustaban y te abracé. La tarde llegaba a su fin y, al acompañarte a casa, mi estampa era la de un pequeño Quijote desastrado que comenzaba a vagar por todas las vidas que nos arrebataron. Nos paramos un momento en la caseta de las golosinas y de los bolsillos de mis pantaloncitos cortos saqué unas monedas con las que te compré para el viaje tu revista favorita, “Lily”, y una fotonovela.
-Mira –te dije, en la puerta de tu casa-, todo seguirá existiendo y viviremos el uno en el otro. Las murallas las construyen los hombres y lo único imperdonable es el olvido. Irás a un colegio nuevo, tendrás otros amigos, edificarás tu vida según tu voluntad o las circunstancias… pero tal vez los días más felices los hemos vivido ya, deja al menos un espacio donde sea posible rememorar nuestra íntima amistad, nuestras confidencias-. Llorando nos abrazamos e inundé tu mejillas de besos-. Despídeme de tus padres y recuerda que siempre pierde más quien más quiere- grité mientras me alejaba-.
La mañana siguiente, me las arreglé para llegar hasta la estación. Te vi partir a distancia procurando que no detectaras mi presencia aunque es posible que sintieras mi afligida mirada. Fue ese mismo día, de vuelta a casa, cuando mi madre me habló de que también nosotros abandonaríamos el pueblo en verano, que estaban ya con los preparativos y no quedaba otra alternativa que volar lejos en busca de oportunidades, atraídos por las centelleantes luces de una ciudad populosa e industrial; la brecha existente entre el sur agrícola y rural y el norte del progreso y el bienestar, era cada vez más honda. Pronto nos daríamos cuenta de que no es oro todo lo que reluce. Pero al llegar, no había nadie allí para escribir la nueva crónica de un fracaso.
Nunca tuve noticias de ti. Era como si, al no poder evitar lo irremediable, hubiésemos querido guardar en un bote de mermelada el recuerdo de un amor puro, con su naturaleza sin contaminar y sus esencias. Ahora, que paseo por las baldosas ahuecadas de la vieja casa, te veo sentada a mi lado bajo la imponente morera de la plaza, pisando todos los charcos, besándome con los ojos cerrados. Todo sigue existiendo en la triste extensión de los recuerdos, en los ecos de un abismo insondable.