Soy Diego Sierra, nieto del tio Diego el porquero. Aquí transcribo una conversación con mi tío Flores, que estuvo hasta el final con la piara de los guarros en Orellana.
Sucesivamente iré añadiendo algunas otras colaboraciones en este tema de conversacion, que he llamado "raíces".
Las raíces que nos nutren y de las que extraemos la savia para vivir en esta sociedad actual tan diferente, para lo bueno y para lo malo, de aquella en la que nos formamos.
De aquella cuyos valores nuestros hijos no conocerán, si nosotros nos dejamos hipnotizar por esta otra con más brillo y más comodidades, pero con algunas pérdidas importantes en cuanto a solidaridad, autenticidad, humanidad, y todo el amplio repertorio de las relaciones personales.
Con afecto para todos mis paisanos:
El último porquero de la piara habla con su sobrino
(Fuente: Florencio Sierra Gil. año 2009).
Desde que yo me acuerdo ha habío piara en el pueblo.
El último porquero fue abuelo Diego. Antes estuvo su hermano, mi tío Isidro y antes mi abuelo Pablo.
De antes yo no he oído hablar.
Sacábamos los cochinos del pueblo todos los días al campo.
Por la mañana temprano íbamos por las esquinas, tocando un caracol de mar, y las mujeres los sacaban, para que se lo lleváramos al campo.
El caracol se lo dió el tio lana, a abuelo Diego.
En verano, alguna gente los llevaba al corralón por la noche y yo, que era chico, me tenía que quedar hasta ya de noche, para recoger los que iban trayendo, después de haberlos dao de comer en casa.
¡No he pasao yo mieo allí sólo, to oscuro ¡. Claro que entonces tenía 8 ó 9 años.
Por la tarde volvíamos con ellos y los repartíamos cada uno a su calle. Las mujeres los esperaban en las esquinas o en su puerta.
Cada una pagaba dos reales por cochino y día. Abuela María iba cobrando por las casas. Las menos veces cobraba en dinero. Las más en especie (morcillas, melones, garbanzos).
Otras veces en buenas palabras.
Lo más difícil era cuando empezaba la temporá, por el mes de febrero y marzo. La gente sacaba por primera vez sus cochinos chicos al campo. Los tenían en la piara hasta el mes de junio que los encerraban para engordarlos.
Las guarras de cría las teníamos todo el año.
Casi todas las viudas, que entonces había muchas por la guerra, tenían una guarra de cría. Esperaban a vender los lechones para casar una hija o hacer una obra o algo. Era la única manera que tenían de arrebañá un poco de dinero pa casa, porque entonces no trabajaban las mujeres (ni muchos hombres).
Los teníamos tó el día por el campo y cuando volvían había que repartirlos, ca uno pa su calle.
Luego cuando sabían, se iban ellos solos, aunque las mujeres los esperaban en la esquina, y los tenían preparado el berbajo en casa, pa que tuvieran la querencia de irse solos.
Abuelo esperaba por la mañana los guarros en la cerca donde los encerrábamos, allí por la carretera de Campanario y hasta allí los llevaban las vecinas de la Laera, del Depósito y de la Plaza.
Nosotros veníamos, por otro lado, recogiéndolos desde la Plaza del Santo. Veníamos tocando el caracol y acudían las del Cerro y toa esa parte.
Íbamos por la calle Río y bajábamos por la calle Palacio y se iban arrimando las que le cogía más cerca.
Allí en el coso de la calle palacio los juntábamos y ya íbamos por las callejas hasta la cerca el pozo, pasando por el cementerio viejo, hasta el corralón.
Lo peor, como te dije, era cuando empezaba la temporada de los cochinos chicos, los que se criaban pa la matanza.
Una vecina te traía dos, otra te traía cinco, otra uno.
Había que conocerlos a todos para devolvérselos luego por la tarde, al volver del campo.
Además venían varias mujeres juntas. Se iban juntando las joías para traerlos a la piara, así que llegaban a nosotros alomejó cinco vecinas juntas con 10 ó 12 guarrillos por delante, que corrían como demonios a juntase con los nuestros.
Era visto y no visto, tenías que quedarte en un momento con la cara de cada guarro, al que no habías visto nunca y acodarte de quién te lo había traído. Algunos días nos volvían locos.
El caracol lo dejábamos ancá peronia, que era un hombre que vendía cosas por la calle y vivía allí al lao del palacio. Lo dejábamos por la mañana para no tener que llevarlo todo el día con nosotros y lo recogíamos por la tarde al volver con los guarros.
Luego ya en el corralón los juntábamos, los que había recogido abuelo y los que llevábamos nosotros.
Pero antes de juntarlos nos iba diciendo de quién eran los nuevos que había recogido él ese día: "Este de la Paulina la perica, estos tres de la de Eliseo, aquellos dos de la de caramba…".
Había algunas vecinas más desconfiás que le ponían señales al suyo para conocerlos cuando vinieran. Algunas les ponían una mancha de aceite en el lomo, pero cuando volvían de revolcarse en el barro la mancha de aceite ya no estaba.
Otras mujeres los ataban un trapo de color a la pata. Una se lo ataba colorao, otra verde, pero mi Pablo, que ha sio siempre el más ocurrente, cuando estábamos por el campo con ellos, los cambiaba las señales.
Si el del trapo colorao era un macho negro, él le cambiaba el trapo a una hembra colorá y más chica.
Cuando la mujer lo recogía no se explicaba lo que había pasado y el Pablo decía "Se equivocaría usted y se lo ataría a otro que no era el suyo, tia Felisa. Yo ví que el suyo era aquel otro" y así hasta que dejaban de ponerlos señales.
¡Que palo la pegó a una mujé un día ¡. Estábamos acobardaos repartiendo los nuevos, ca uno pa su calle y las mujeres, que no nos dejaban ni revolvernos " ¡dame el mío, dame el mío ¡".
Una hasta le agarraba de la chaqueta.
En esto que mi Pablo, mirando pa otro lao, como distraío, la pegó con el garrote en toa la cabeza a la mujer, que se queó medio mareá.
Y luego decía mu formá, " ¿Qué la ha pasado tia Juana, la ha dao a usté un mareo?". La mujer armó una zacapea mú regulá, pero no volvió a arrimase al garrote.
Después de juntarlos todos, salíamos al campo. La ruta normal era por la orilla del río, hasta la mina y por ahí.
Salíamos del corralón por el arroyo matreboloso, por el castillo montalbá. Después a la fuente de Maiserrana; la huerta de la molineta de las Amadas que quedó bajo el agua con el pantano, que estaba justo debajo de la isla la momia, que todavía se vé desde el cerro de las Herrerías.
Luego seguíamos por la barca, que estaba debajo del cerro de las Herrerías, donde ahora está el Hotel ese que han hecho.
Seguíamos por el huerto de la sastra que estaba más abajo de la mina; el huerto el agua allí por la correra y luego la butrera. Ya desde allí nos íbamos recogiendo pa el corralón, por la calleja del tio barquillero.
Esa era la ruta que hacíamos casi siempre. Pero en primavera subíamos a la barrera el viso y al legío.
Y en verano cogíamos las espigas y el rastrojo, igual que las ovejas.
Los pastores se cabreaban porque los guarros hozaban y estropeaban mucho rastrojo. Y también se cabreaban cuando llegábamos antes que ellos a la laguna. Entonces ellos no podían beber, porque los guarros habían embarrao el agua.
Trabajábamos mucho, pero como éramos todos de la familia, y entonces los padres mandaban y los hijos nos hacíamos caso sin piá, pos lo llevábamos bien.
La piara se terminó por la peste africana, que estábamos sesteando en la laguna del santo y vino Nillo, el municipá, pa decirnos que había que recogerlos, que no podían salir más al campo.
Después de eso, ca uno nos colocamos por ahí y abuelo ya era viejo. Así que la piara se terminó en el año 62 creo, ya con las obras del pantano empezás.
A mi me gustaba aquello, será porque nos criamos así. Pero hoy no se podría hacé.
¡Hoy ibas a tené toas las tardes una piara de guarros corriendo por las calles, cá uno pá su sagurda ¡.
¡Como no fueran envuertos en presiglá, que no golieran, ni cagaran ni mearan ¡.
Sucesivamente iré añadiendo algunas otras colaboraciones en este tema de conversacion, que he llamado "raíces".
Las raíces que nos nutren y de las que extraemos la savia para vivir en esta sociedad actual tan diferente, para lo bueno y para lo malo, de aquella en la que nos formamos.
De aquella cuyos valores nuestros hijos no conocerán, si nosotros nos dejamos hipnotizar por esta otra con más brillo y más comodidades, pero con algunas pérdidas importantes en cuanto a solidaridad, autenticidad, humanidad, y todo el amplio repertorio de las relaciones personales.
Con afecto para todos mis paisanos:
El último porquero de la piara habla con su sobrino
(Fuente: Florencio Sierra Gil. año 2009).
Desde que yo me acuerdo ha habío piara en el pueblo.
El último porquero fue abuelo Diego. Antes estuvo su hermano, mi tío Isidro y antes mi abuelo Pablo.
De antes yo no he oído hablar.
Sacábamos los cochinos del pueblo todos los días al campo.
Por la mañana temprano íbamos por las esquinas, tocando un caracol de mar, y las mujeres los sacaban, para que se lo lleváramos al campo.
El caracol se lo dió el tio lana, a abuelo Diego.
En verano, alguna gente los llevaba al corralón por la noche y yo, que era chico, me tenía que quedar hasta ya de noche, para recoger los que iban trayendo, después de haberlos dao de comer en casa.
¡No he pasao yo mieo allí sólo, to oscuro ¡. Claro que entonces tenía 8 ó 9 años.
Por la tarde volvíamos con ellos y los repartíamos cada uno a su calle. Las mujeres los esperaban en las esquinas o en su puerta.
Cada una pagaba dos reales por cochino y día. Abuela María iba cobrando por las casas. Las menos veces cobraba en dinero. Las más en especie (morcillas, melones, garbanzos).
Otras veces en buenas palabras.
Lo más difícil era cuando empezaba la temporá, por el mes de febrero y marzo. La gente sacaba por primera vez sus cochinos chicos al campo. Los tenían en la piara hasta el mes de junio que los encerraban para engordarlos.
Las guarras de cría las teníamos todo el año.
Casi todas las viudas, que entonces había muchas por la guerra, tenían una guarra de cría. Esperaban a vender los lechones para casar una hija o hacer una obra o algo. Era la única manera que tenían de arrebañá un poco de dinero pa casa, porque entonces no trabajaban las mujeres (ni muchos hombres).
Los teníamos tó el día por el campo y cuando volvían había que repartirlos, ca uno pa su calle.
Luego cuando sabían, se iban ellos solos, aunque las mujeres los esperaban en la esquina, y los tenían preparado el berbajo en casa, pa que tuvieran la querencia de irse solos.
Abuelo esperaba por la mañana los guarros en la cerca donde los encerrábamos, allí por la carretera de Campanario y hasta allí los llevaban las vecinas de la Laera, del Depósito y de la Plaza.
Nosotros veníamos, por otro lado, recogiéndolos desde la Plaza del Santo. Veníamos tocando el caracol y acudían las del Cerro y toa esa parte.
Íbamos por la calle Río y bajábamos por la calle Palacio y se iban arrimando las que le cogía más cerca.
Allí en el coso de la calle palacio los juntábamos y ya íbamos por las callejas hasta la cerca el pozo, pasando por el cementerio viejo, hasta el corralón.
Lo peor, como te dije, era cuando empezaba la temporada de los cochinos chicos, los que se criaban pa la matanza.
Una vecina te traía dos, otra te traía cinco, otra uno.
Había que conocerlos a todos para devolvérselos luego por la tarde, al volver del campo.
Además venían varias mujeres juntas. Se iban juntando las joías para traerlos a la piara, así que llegaban a nosotros alomejó cinco vecinas juntas con 10 ó 12 guarrillos por delante, que corrían como demonios a juntase con los nuestros.
Era visto y no visto, tenías que quedarte en un momento con la cara de cada guarro, al que no habías visto nunca y acodarte de quién te lo había traído. Algunos días nos volvían locos.
El caracol lo dejábamos ancá peronia, que era un hombre que vendía cosas por la calle y vivía allí al lao del palacio. Lo dejábamos por la mañana para no tener que llevarlo todo el día con nosotros y lo recogíamos por la tarde al volver con los guarros.
Luego ya en el corralón los juntábamos, los que había recogido abuelo y los que llevábamos nosotros.
Pero antes de juntarlos nos iba diciendo de quién eran los nuevos que había recogido él ese día: "Este de la Paulina la perica, estos tres de la de Eliseo, aquellos dos de la de caramba…".
Había algunas vecinas más desconfiás que le ponían señales al suyo para conocerlos cuando vinieran. Algunas les ponían una mancha de aceite en el lomo, pero cuando volvían de revolcarse en el barro la mancha de aceite ya no estaba.
Otras mujeres los ataban un trapo de color a la pata. Una se lo ataba colorao, otra verde, pero mi Pablo, que ha sio siempre el más ocurrente, cuando estábamos por el campo con ellos, los cambiaba las señales.
Si el del trapo colorao era un macho negro, él le cambiaba el trapo a una hembra colorá y más chica.
Cuando la mujer lo recogía no se explicaba lo que había pasado y el Pablo decía "Se equivocaría usted y se lo ataría a otro que no era el suyo, tia Felisa. Yo ví que el suyo era aquel otro" y así hasta que dejaban de ponerlos señales.
¡Que palo la pegó a una mujé un día ¡. Estábamos acobardaos repartiendo los nuevos, ca uno pa su calle y las mujeres, que no nos dejaban ni revolvernos " ¡dame el mío, dame el mío ¡".
Una hasta le agarraba de la chaqueta.
En esto que mi Pablo, mirando pa otro lao, como distraío, la pegó con el garrote en toa la cabeza a la mujer, que se queó medio mareá.
Y luego decía mu formá, " ¿Qué la ha pasado tia Juana, la ha dao a usté un mareo?". La mujer armó una zacapea mú regulá, pero no volvió a arrimase al garrote.
Después de juntarlos todos, salíamos al campo. La ruta normal era por la orilla del río, hasta la mina y por ahí.
Salíamos del corralón por el arroyo matreboloso, por el castillo montalbá. Después a la fuente de Maiserrana; la huerta de la molineta de las Amadas que quedó bajo el agua con el pantano, que estaba justo debajo de la isla la momia, que todavía se vé desde el cerro de las Herrerías.
Luego seguíamos por la barca, que estaba debajo del cerro de las Herrerías, donde ahora está el Hotel ese que han hecho.
Seguíamos por el huerto de la sastra que estaba más abajo de la mina; el huerto el agua allí por la correra y luego la butrera. Ya desde allí nos íbamos recogiendo pa el corralón, por la calleja del tio barquillero.
Esa era la ruta que hacíamos casi siempre. Pero en primavera subíamos a la barrera el viso y al legío.
Y en verano cogíamos las espigas y el rastrojo, igual que las ovejas.
Los pastores se cabreaban porque los guarros hozaban y estropeaban mucho rastrojo. Y también se cabreaban cuando llegábamos antes que ellos a la laguna. Entonces ellos no podían beber, porque los guarros habían embarrao el agua.
Trabajábamos mucho, pero como éramos todos de la familia, y entonces los padres mandaban y los hijos nos hacíamos caso sin piá, pos lo llevábamos bien.
La piara se terminó por la peste africana, que estábamos sesteando en la laguna del santo y vino Nillo, el municipá, pa decirnos que había que recogerlos, que no podían salir más al campo.
Después de eso, ca uno nos colocamos por ahí y abuelo ya era viejo. Así que la piara se terminó en el año 62 creo, ya con las obras del pantano empezás.
A mi me gustaba aquello, será porque nos criamos así. Pero hoy no se podría hacé.
¡Hoy ibas a tené toas las tardes una piara de guarros corriendo por las calles, cá uno pá su sagurda ¡.
¡Como no fueran envuertos en presiglá, que no golieran, ni cagaran ni mearan ¡.
Que bonito lo que cuentas de la piara. Sabes, a muchos estoy seguro que nos encantaria ver una foto de tu abuelo Diego, personaje popularisimo en Orellana. Animate y súbela. Saludos