LOS MÍCALES.
La mayor ilusión que tuvieron los niños de Orellana de varias generaciones, durante los meses del verano, era tener un” MICA”. Este nombre corresponde en realidad al Cernícalo Primilla, ave rapaz de tamaño pequeño, uñas blancas, plumaje marrón claro, cabeza y alas azul oscuro y pecho claro con manchitas oscuras. Estaba con nosotros todos los años en primavera y verano y después emigraba al África subsahariana como las cigüeñas y las golondrinas. Anidaba en los agujeros que habían dejado los andamios cuando hicieron el Palacio de los Orellana, la Iglesia Parroquial y el Convento de S. Benito. A esos agujeros nosotros los llamábamos “micaleras”. Había tantos que no importaba que se cogieran muchos al año siguiente se volvía a repoblar la gran colonia. Hoy están en eminente peligro de extinción y tengo noticias que este año, en el Palacio, ha anidado una sola pareja.
Como he dicho todos los chicos deseaban tener uno y para conseguirlos se empleaban los métodos más diversos. Había algunos mozuelos que, escalando las paredes, los cogían y luego los vendían. En otras ocasiones nos tirábamos las horas muertas, en los alrededores de los edificios anteriormente citados, espejos en ristre, haciendo reflejar la luz del sol y enfocando hacia las “micaleras” donde las crías, aún con su plumón blanco, sus grandes ojos y el pico abierto emitiendo aquel sonido característico con impaciencia, como presintiendo la proximidad de sus padres que les traían algún cigarrón o “langosto”, alguna lagartija o un pequeño roedor, se asomaban al exterior. Varias veces se conseguía el objetivo: que “los micalillos”, desalumbrados, cayeran al suelo.
La mayor ilusión que tuvieron los niños de Orellana de varias generaciones, durante los meses del verano, era tener un” MICA”. Este nombre corresponde en realidad al Cernícalo Primilla, ave rapaz de tamaño pequeño, uñas blancas, plumaje marrón claro, cabeza y alas azul oscuro y pecho claro con manchitas oscuras. Estaba con nosotros todos los años en primavera y verano y después emigraba al África subsahariana como las cigüeñas y las golondrinas. Anidaba en los agujeros que habían dejado los andamios cuando hicieron el Palacio de los Orellana, la Iglesia Parroquial y el Convento de S. Benito. A esos agujeros nosotros los llamábamos “micaleras”. Había tantos que no importaba que se cogieran muchos al año siguiente se volvía a repoblar la gran colonia. Hoy están en eminente peligro de extinción y tengo noticias que este año, en el Palacio, ha anidado una sola pareja.
Como he dicho todos los chicos deseaban tener uno y para conseguirlos se empleaban los métodos más diversos. Había algunos mozuelos que, escalando las paredes, los cogían y luego los vendían. En otras ocasiones nos tirábamos las horas muertas, en los alrededores de los edificios anteriormente citados, espejos en ristre, haciendo reflejar la luz del sol y enfocando hacia las “micaleras” donde las crías, aún con su plumón blanco, sus grandes ojos y el pico abierto emitiendo aquel sonido característico con impaciencia, como presintiendo la proximidad de sus padres que les traían algún cigarrón o “langosto”, alguna lagartija o un pequeño roedor, se asomaban al exterior. Varias veces se conseguía el objetivo: que “los micalillos”, desalumbrados, cayeran al suelo.