LAS POSADAS.
Antiguamente, para albergar a la gente que nos visitaba, solo había alguna pensión como la de “La María la de la Permanente” y las dos posadas: la de “La Sagrario”, en la calle Real, y la de “La Casilla” que estaba donde hoy tiene el dentista Bartolomé su casa y consulta.
En las posadas paraban gente que normalmente venía a vender algo por el pueblo. Los de Campanario eran clientes fijos de estos establecimientos pues cuando no venían vendiendo tripa, pimienta y demás “avíos” de la matanza, traían serones, esportillas y aguaderas de esparto. Había un hombre, de nombre Gaspar, recuerdo tenía un montón de quistes sebáceos en la cabeza, que vendía sardinas y las voceaba por las calles haciendo la competencia al tío “Duro” y a Nicasio que también vendían pescado. Otros clientes habituales eran los “cacharreros” de Villanueva que vendían pucheros, tinajas, macetas y toda clase de recipientes de cerámica. Otro que paraba en las posadas era el tío Cirilo, de Casas de D. Pedro, que tenía los dos dientes “paletos” o incisivos más separados que he visto jamás; tal era así que se metía los cigarrillos entre ellos, por lo que además los tenía más negros que un “jumero”. Este hombre venía con tres o cuatro mesas de futbolines, las ponía en la plaza debajo de una lona y pasaba largas temporadas entre nosotros. Y los traperos que venían con sus carros repletos de utensilios de cocina y los cambiaban por trapos viejos. Cuando venía el trapero era una fiesta para los niños pues desde la otra vez, habíamos encontrado en el campo y guardado trozos de herraduras y vainas de balas de la Guerra Civil y se lo cambiábamos por “bolonas”, “repeones” o por la riquísimas algarrobas. Otros clientes eran los afiladores gallegos que recorría las calles con sus viejas bicicletas y anunciaban su presencia tocando con sus garabitas o armónicas del afilador aquella música inconfundible; y los “alañaores” que arreglaban pucheros, baños y cántaros cargados siempre con sus anafres encendidos prestos para ser usados para hacer soldaduras o poner lañas.
En las posadas encontraban cobijo ellos y las bestias que normalmente traían. Tenían grandes cuadras, un pajar repleto de paja y heno y pienso. Y ellos una buena cocina de leña para aviar de comer y después cada uno dormía como podía. En cualquier rincón de la casa tendían sus haldas de paja o sus esteras y allí hacían la noche.
Antiguamente, para albergar a la gente que nos visitaba, solo había alguna pensión como la de “La María la de la Permanente” y las dos posadas: la de “La Sagrario”, en la calle Real, y la de “La Casilla” que estaba donde hoy tiene el dentista Bartolomé su casa y consulta.
En las posadas paraban gente que normalmente venía a vender algo por el pueblo. Los de Campanario eran clientes fijos de estos establecimientos pues cuando no venían vendiendo tripa, pimienta y demás “avíos” de la matanza, traían serones, esportillas y aguaderas de esparto. Había un hombre, de nombre Gaspar, recuerdo tenía un montón de quistes sebáceos en la cabeza, que vendía sardinas y las voceaba por las calles haciendo la competencia al tío “Duro” y a Nicasio que también vendían pescado. Otros clientes habituales eran los “cacharreros” de Villanueva que vendían pucheros, tinajas, macetas y toda clase de recipientes de cerámica. Otro que paraba en las posadas era el tío Cirilo, de Casas de D. Pedro, que tenía los dos dientes “paletos” o incisivos más separados que he visto jamás; tal era así que se metía los cigarrillos entre ellos, por lo que además los tenía más negros que un “jumero”. Este hombre venía con tres o cuatro mesas de futbolines, las ponía en la plaza debajo de una lona y pasaba largas temporadas entre nosotros. Y los traperos que venían con sus carros repletos de utensilios de cocina y los cambiaban por trapos viejos. Cuando venía el trapero era una fiesta para los niños pues desde la otra vez, habíamos encontrado en el campo y guardado trozos de herraduras y vainas de balas de la Guerra Civil y se lo cambiábamos por “bolonas”, “repeones” o por la riquísimas algarrobas. Otros clientes eran los afiladores gallegos que recorría las calles con sus viejas bicicletas y anunciaban su presencia tocando con sus garabitas o armónicas del afilador aquella música inconfundible; y los “alañaores” que arreglaban pucheros, baños y cántaros cargados siempre con sus anafres encendidos prestos para ser usados para hacer soldaduras o poner lañas.
En las posadas encontraban cobijo ellos y las bestias que normalmente traían. Tenían grandes cuadras, un pajar repleto de paja y heno y pienso. Y ellos una buena cocina de leña para aviar de comer y después cada uno dormía como podía. En cualquier rincón de la casa tendían sus haldas de paja o sus esteras y allí hacían la noche.