LA PRIMERA COMUNIÓN. I
La Primera Comunión es uno de los acontecimientos más importantes en la vida de una persona; es un día que queda grabado en la memoria y no se olvida nunca. Pero como otras tantas cosas, esta costumbre también ha cambiado muchísimo, a lo largo de los años, en nuestro pueblo.
A principio de los cincuenta todos los niños del pueblo íbamos a “la dotrina” (la catequesis) para recibir una sólida formación en las verdades cristianas. En la escuela apenas dábamos Religión pero llegado el sábado, acompañados por los Maestros, nos dirigíamos a la iglesia para aprender dichas verdades. El templo se llenaba de niños y al poco rato de voces y cantos. Las catequistas, que solían ser jóvenes de la “Hijas de María”, nos dividían en grupos, según la edad, y se ponían al frente de ellos para enseñarnos cantando, el Credo, los Artículos de la Fe, las Bienaventuranzas etc etc. Y todo supervisado por el Párroco D. Ramón. Nos tenían cantado las oraciones, mandamientos y obligaciones de un buen cristiano un montón de tiempo. Luego venía el cura y preguntaba por lo que habíamos aprendido. La verdad es que no era plato de gusto, desde el punto de vista de un niño, después de la sesión escolar matinal, meternos en la iglesia sin más motivación que cantar “la dotrina”. Y ese fue la causa por la que un día después que D. Eladio, el Maestro, nos hubiera llevado en fila desde la escuela que estaba en la calle de la Iglesia en el doblado de la tía Julia de “Foro”, dejándonos en la puerta norte del templo para la sesión doctrinal, alguno de mis amigos propuso que nos escapáramos (me parece que fue Reyes Quintana hijo del barbero el que tuvo tan genial idea). Un grupo aceptamos gustosos tal proposición. Así que entramos por la citada puerta norte y, sin detenernos, salimos por la puerta que da al sur. Pero, ¡Oh desgracia ¡, al ojo avizor de D. Ramón no se le escapó tal incidencia y salió corriendo detrás de nosotros conminándonos a que volviésemos. Como se arremangó la sotana y, además de las voces, blandía en la mano derecha una vara de “azuche” con la que hacía movimientos amenazadores, no nos detuvimos y enfilamos hacia la plaza, pasamos por el túnel que había entre lo que hoy es la Caja de Badajoz y la casa de Dª María Cabanillas, (¡De cuántos chaparrones nos libró ese túnel ¡) en cuyos altos estaba la oficina del Sindicato de Labradores, y seguimos por la calle de Santo Domingo. Desembocamos en la carretera de Campanario y nos dirigimos hacia el “Zagurdón” camino del cerro “Gordo”. Y D. Ramón detrás de nosotros. La persecución llegó hasta el citado cerro donde nos “desperdigamos” entre las peñas y él, sin duda más fatigado que nosotros por la gran carrera, desistió de su empeño de regresarnos al redil.
Habíamos ganado una batalla pero D. Ramón ganó la guerra. Después, nos fue pillando uno a uno y nos propinó buenos tirones de orejas por haber trasgredido las normas imperantes y no volvimos a pensar en escaparnos otra vez. Tal era el celo que tenía D. Ramón para que aprendiésemos la doctrina cristiana y fuéramos buenos católicos.
La Primera Comunión es uno de los acontecimientos más importantes en la vida de una persona; es un día que queda grabado en la memoria y no se olvida nunca. Pero como otras tantas cosas, esta costumbre también ha cambiado muchísimo, a lo largo de los años, en nuestro pueblo.
A principio de los cincuenta todos los niños del pueblo íbamos a “la dotrina” (la catequesis) para recibir una sólida formación en las verdades cristianas. En la escuela apenas dábamos Religión pero llegado el sábado, acompañados por los Maestros, nos dirigíamos a la iglesia para aprender dichas verdades. El templo se llenaba de niños y al poco rato de voces y cantos. Las catequistas, que solían ser jóvenes de la “Hijas de María”, nos dividían en grupos, según la edad, y se ponían al frente de ellos para enseñarnos cantando, el Credo, los Artículos de la Fe, las Bienaventuranzas etc etc. Y todo supervisado por el Párroco D. Ramón. Nos tenían cantado las oraciones, mandamientos y obligaciones de un buen cristiano un montón de tiempo. Luego venía el cura y preguntaba por lo que habíamos aprendido. La verdad es que no era plato de gusto, desde el punto de vista de un niño, después de la sesión escolar matinal, meternos en la iglesia sin más motivación que cantar “la dotrina”. Y ese fue la causa por la que un día después que D. Eladio, el Maestro, nos hubiera llevado en fila desde la escuela que estaba en la calle de la Iglesia en el doblado de la tía Julia de “Foro”, dejándonos en la puerta norte del templo para la sesión doctrinal, alguno de mis amigos propuso que nos escapáramos (me parece que fue Reyes Quintana hijo del barbero el que tuvo tan genial idea). Un grupo aceptamos gustosos tal proposición. Así que entramos por la citada puerta norte y, sin detenernos, salimos por la puerta que da al sur. Pero, ¡Oh desgracia ¡, al ojo avizor de D. Ramón no se le escapó tal incidencia y salió corriendo detrás de nosotros conminándonos a que volviésemos. Como se arremangó la sotana y, además de las voces, blandía en la mano derecha una vara de “azuche” con la que hacía movimientos amenazadores, no nos detuvimos y enfilamos hacia la plaza, pasamos por el túnel que había entre lo que hoy es la Caja de Badajoz y la casa de Dª María Cabanillas, (¡De cuántos chaparrones nos libró ese túnel ¡) en cuyos altos estaba la oficina del Sindicato de Labradores, y seguimos por la calle de Santo Domingo. Desembocamos en la carretera de Campanario y nos dirigimos hacia el “Zagurdón” camino del cerro “Gordo”. Y D. Ramón detrás de nosotros. La persecución llegó hasta el citado cerro donde nos “desperdigamos” entre las peñas y él, sin duda más fatigado que nosotros por la gran carrera, desistió de su empeño de regresarnos al redil.
Habíamos ganado una batalla pero D. Ramón ganó la guerra. Después, nos fue pillando uno a uno y nos propinó buenos tirones de orejas por haber trasgredido las normas imperantes y no volvimos a pensar en escaparnos otra vez. Tal era el celo que tenía D. Ramón para que aprendiésemos la doctrina cristiana y fuéramos buenos católicos.