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ORELLANA LA VIEJA: LA LEÑA...

LA LEÑA
Hasta bien entrado los sesenta en que aparecieron los “infiernillos” de gas-oil y después el butano, la leña tenía una importancia capital en nuestro pueblo. Era la única fuente de energía para guisar los alimentos y calentarse. Además, casi todas las pequeñas industrias existentes en Orellana dependían de la leña para su funcionamiento. Tal era el caso de las panaderías y los tejares. Así que era un bien muy estimado al que los hombres dedicaban bastante tiempo.
En invierno, cuando eran escasas las tareas que se podían hacer en los campos, los agricultores se dedicaban a almacenar leña o a hacer picón para los braseros. Las casas tenían casi todas una leñera en el corral o se amontaba en los tinados. En este caso era muy normal ver por las mañanas a hombres y mujeres con unas cuantas taramas bajo el brazo camino de sus casas y que iban destinadas a ser quemadas en la lumbre de sus cocinas y con cuyo fuego se harían las migas o sopas y se cocería después el puchero. También era muy corriente oír vocear por la calles a los piconeros y carboneros que, con sus burros cargados con grandes sacos, ofrecían los productos de sus oficios a las amas de casa.
Como se gastaba tanta, la leña escaseaba y muchas veces, siempre por necesidad, fue objeto de la rapiña en algunas fincas colindantes a nuestro Término Municipal como “El Valle”, “El Hoyo de Pela”, “Las Cabezas” y algunas de la comarca de “La Serena”. Y es que muchas familias del pueblo dependían de la leña, de las bellotas, de la caza furtiva, de los espárragos o de otras cosas que podían “agenciar” en el campo para llevarse un cacho de pan a la boca. En el periodo de tiempo denominado “el año del hambre”, por ejemplo, por una carga de jara daban un pan en las tahonas. Después se fue incrementando su valor hasta llegar a cobrar por la misma cantidad de leña, cuatro o cinco panes. Y había gente que todos los días iban por leña y muchas veces eran pillados por los guardas que los dueños tenían ex profeso y eran obligados a llevar la leña, ya cortada, a las casas de las fincas volviendo de vacío a casa. Es decir corrían verdaderos riesgos por acarrear la leña que tanta falta hacía.
Algunas veces se organizaban grupos y mientras unos arrancaban la jara otros, con los burros, la traían al pueblo volviendo otra vez al corte para traer más. Así podían sacar para el pan diario. Otras veces se produjeron verdaderos enfrentamientos con los guardas anteriormente citados como fue el caso de un leñador de Orellana que, en la finca “El Hoyo de Pela”, cuando ya tenía cargado el burro con sus cuatro haces de jara, se presentó el guarda y le quiso obligar a llevarla al cortijo. Ni corto ni perezoso y lleno de rabia se fue hacia a él y le propinó buenos mamporros con el “azaón matero” que portaba. Le dejó allí la leña pero no la llevó a la casa del señorito. –“Después- me comenta- cuando regresaba a casa, por el camino, hice otra carga y me la traje”.
Recuerdo con muchísimo cariño las largas noches de invierno en que toda la familia nos sentábamos a la lumbre donde ardían los "trasogueros" de encina chisporroteando cuando mi padre los juntaba con las tenazas para que calentaran más. Mientras, mi abuelo Candelo, que era un lector extraordinario, mantenía en sus manos aquellos viejos tomos gruesos y deslucidos y nos embobaba con las aventuras de los bandidos famosos: Juan León, José Mª “El Tempranillo” Los siete Niños de Écija o Luis Candelas. O nos hacía volar con la imaginación y vivir aquellas leyendas de Genoveva de Brabante, Las Mil y una Noches y las correrías de Marcos en busca de su madre que Edmundo D´Amicis nos narra en el relato “De los Apeninos a los Andes” y que forma parte de su libro Corazón.