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ORELLANA LA VIEJA: Queridos paisanos orellanenses. Queridos amigos y amigas:...

Queridos paisanos orellanenses. Queridos amigos y amigas:

Yo no sé si a ustedes les pasará como mí, pero es llegar los primeros días de agosto, y empezar a darme vueltas en la cabeza la Feria de Orellana. Y es curioso, ya que no se trata del deseo de disfrutar de la feria como el acontecimiento festivo que se repite un año tras otro, no, es peor, porque siempre es la misma: la que viví cuando era un crío de, no sé, pongamos ocho o nueve años y tengo ya sesenta y tantos, así que figúrense.
Ha cambiado tanto la vida desde entonces, -y no digamos la Feria- que si me lo permiten, parafraseando el dicho ese de que 'cada uno cuenta la feria según le va', voy a ver si soy capaz de contarles como la vivía yo en los años 60, por si hubiera algún nostálgico por ahí interesado en este tipo de cosas.

Para mí, la feria no empezaba el día 15 de agosto, día de la Virgen, que es la fecha oficial, sino la víspera, el 14 por la noche. Y no vayan a pensar que era de los más mas fatigas; había algunos que, incapaces de resistir la tentación, iban por la mañana de avanzadilla a la plaza a husmear en la caótica preparación de la tramoya de los feriantes, para ir luego con el cuento a todo el mundo alardeando de conocer las novedades y las primicias de esparcimiento festivo antes que nadie. «Ya están puestas las barcas voladoras...» «Este año la tómbola está en el paseo, pero no se ve nada. Tienen las lonas echadas...» «Los boquetes para los fuegos están hechos... Este año hay cinco ruedas...»
Mi padre no era muy 'feriante', la verdad. Para él, las fiestas duraban, como mucho, dos días: el 14 por la noche y el 15, que era el más importante. A base de dar la lata e insistir, alguna vez los astros se alinearon a mi favor y conseguí que fuera algún día más, pero si les digo que fueron más de tres, mentiría. De todas formas, la celebración de la víspera, ya digo, jamás se la perdía por lo que el día 14, en cuanto el sol se ponía tras las crestas más altas de la sierra y la penumbra vespertina desparramaba su ingrávido velo por el pueblo difuminando los contornos de los tejados con su claridad de leche aguada, una especie de frenesí dislocado se apoderaba de mí. « ¿Qué hora es....? ¡Vámonos ya, venga, que nos perdemos los fuegos...!
Cuando llegábamos a la plaza y escuchaba el estridente fragor de los altavoces de las atracciones, la gente yendo y viniendo, la música de los caballitos ululando entre luces de colores y la arenga machacona del charlatán de la tómbola, yo me volvía loco: ¡lo que había allí, madre mía!
Como una marabunta, un tumulto de gente lo llenaba todo. Ristras de guirnaldas con banderitas de colores y bombillas colgaban del aire iluminando la calle como si fuera de día. Junto a los hastiales de la iglesia, las barcas voladoras cortaban el aire polvoriento de la noche haciendo las delicias de los afortunados que iban en ellas riendo felices y divertidos. En la plazoleta de la farmacia, los corceles de cartón piedra del tiovivo daban vueltas llevando en volandas a los jinetes, que aparecían y desaparecían tras la rueda vertiginosa de su viaje giratorio. Con el ritmo alegre de caja de música, giraban, subían y bajaban envueltos en un torbellino de colores creando un espejismo fascinante de movimiento y de luz.
Al lado, el charlatán de la tómbola, rodeado que una rutilante quincalla de baratijas, atraía la atención del gentío con su salmodia mareante. «Vamos, señores...» « ¡Siempre toca, siempre toca, cuando no un pito, una pelota.» «Hoy nos hemos vuelto locos dando premios.» «A ver, secretario, ¡una muñeca para el caballero!» « ¡Siempre toca, siempre toca...!» El suelo, cubierto de papeletas fallidas, daba fe de que la gente tentaba la suerte sin desfallecer.
Muchas cosas había que ver antes de que empezaran los fuegos artificiales. De la tómbola, -nunca nos tocaba nada- íbamos a echar un vistazo a las casetas de golosinas, que esparcían por el aire suculentas fragancias, ofreciendo a la concurrencia su irresistible y apetitosa oferta de turrón, garrapiñas, piñones y almendras dulces, caramelos de todas clases, calabazate de muchos sabores y colores, algodón dulce... pero había que darse prisa y espabilar, ver todas las novedades en una vuelta rápida de reconocimiento para ir ubicando cada cosa sin perder ripio, porque el tiempo apremiaba.

A las 12 en punto, con el manto de la noche envolviendo de impenetrable oscuridad la espadaña de la iglesia, el estridente repicar de las campanas anunciaba el comienzo del momento más esperado de la feria. Las guirnaldas de luces que iluminaban la plaza se apagaban y durante unos instantes, todo quedaba a oscuras. Conteniendo la respiración, yo veía avanzar a trompicones a un hombre entre los largos palos de las ruedas de fuegos artificiales. Rápidamente prendía fuego a la mecha y la noche se convertía en un espectáculo mágico. Una lluvia fugaz de luces de colores subía al cielo chisporroteando. Dando vueltas incendiaban el aire y dibujaban ráfagas multicolores entre la humareda irrespirable de la pólvora quemada, estallando en un fragor de potentes bramidos. Una tras otra, las ruedas pirotécnicas iban quemándose con estampidos atronadores creando filigranas y vistosas combinaciones de distintos tamaños y formas. Cuando el fuego de la pólvora se consumía, los artificios giratorios lanzaban una andanada de pavesas como enjambres de luciérnagas moribundas sobre las cabezas de los espectadores hasta que, como colofón a la impresionante representación pirotécnica, en lo más alto de los palos, formada por antorchitas de colores, aparecía la palabra FERIA DE ORELLANA, rematando la exhibición con una potente traca final, que retumbaba en el aire estremeciendo los cimientos de la plaza y arrancando atronadores aplausos entre el embelesado público que asistía al espectáculo.