(continuación mensaje anterior)
En cuanto la nube de humo y pólvora quemada se dispersaba, la gente corría a toda prisa en busca de un velador bien ubicado, donde dar rienda suelta a según qué tipo de sed le hubiera ocasionado el espectáculo de luz y color de los fuegos.
Había a quien le gustaba sentarse en cualquiera de los bares de la calle Real, ya fuera en El Capitan, en el Ambos-Mundos de Ponciano o en el de Santiago, daba igual. Después de todo, el problema principal era encontrar un velador libre. Yo prefería que mis padres se quedaran en el bar Zaragoza, que estratégicamente ubicado como estaba en el Paseo, atraía una nutrida concurrencia con su industria polivalente de bar, baile y despacho de polos.
Una vez acomodados, mi padre sacaba un par de duros del bolsillo, y mirándome fijamente a los ojos decía: «Toma. A ver si te duran toda la noche...» que venía a ser lo mismo que si me hubiera echado una maldición, porque a partir de ese momento mi cabeza se volvía tarumba sopesando precios y posibilidades: tres tiros al blanco, una peseta, un helado de la Barquillera, una peseta, un polo de limón, una cincuenta, un palo de algodón dulce, tres, una vuelta en los caballitos, cuatro pesetas... así que con tan pobre solvencia económica, aspiraciones más selectas y sibaritas como un pedazo de turrón a cuatro pesetas, un trozo de calabazate por tres cincuenta, un paquete de almendras garrapiñadas a duro, o seis pesetas por un cucurucho de camarones... ¡ni pensarlo! Era para volverse loco: todos los placeres del mundo a mi alcance y solo podía mirar.
Ansioso por salir zumbando a disfrutar de la feria a mi libre albedrío, bebía mi refresco de un tirón, iba buscar a mi amigo Josemari que andaba por allí, y juntos íbamos a dar vueltas por las tiendas de juguetes, a mirar las barcas voladoras, a montar en los caballitos, a pegar tiros con las carabinas Cometa y Norica a las bolas dulces y los cigarros rubios de la caseta de tiro al blanco del tío Corta, a remover los jugos gástricos oliendo los suculentos pinchos morunos o a probar fortuna en la rueda la suerte de los helados de la Barquillera, con la vana esperanza de que nos obsequiara con una tirada de diez, pero qué va, eso nunca ocurría.
Tras muchas vueltas y revueltas, engollipaciones de polos -que era lo más barato- y fruslerías por el estilo, cuando nos quedábamos sin un céntimo, íbamos a soñar y a ponernos los dientes largos mirando las rutilantes pistolas de vaquero con su funda y su canana repleta de mixtos restallones, las deslumbrantes espadas de mosquetero, de romano o los morunos alfanjes curvos, camiones y barcos de plástico, flechas y arcos de indio, muñecas lloronas de caras gordotas y sonrosadas, armónicas y pitos que colgaban bajo el techo de las tiendas de juguetes.
Yo soñaba con tener una de aquellas maquinitas de fotos, que al pulsar el disparador, caía la tapa y aparecía la cara de un payaso chillón. Embobado miraba aquel aparatito y lo escogía entre la fastuosa nebulosa de sueños por si al finalizar la feria, a mi padre le daba un arrebato de locura y me la compraba, pero no, nunca convenía por su precio, o porque no y ya está, así que, vuelta a empezar, a soñar con la ilusión de conseguirla la feria siguiente. Había que conformarse con un trozo de turrón de Castuera o un pedazo de calabazate dulzón y empalagoso. Y gracias, que algunos, ni a eso llegaban.
Hartos de soñar fantasías inalcanzables, nos acercábamos a ver la cartelera de los cines, que todos los años eran las mismas. Igual daba que fuera en el Imperio de Valentín, o en el Cervantes de Frasco: nunca faltaba la de pistoleros del lejano oeste, la de piratas codiciosos y sanguinarios navegando en procelosos mares, la de romanos de piernas peludas, espadas cortas y corazas de cuero brillante, ni el ineludible ramalazo de romanticismo edulcorado a cuenta de Manolo Escobar, el galán de moda que con su sonrisa de estrella cinematográfica, se llevaba se calle los sueños de todas las mozas del pueblo, o de Marisol, que volvía loca a la chiquillería cantando Tómbola a todas horas en la radio.
Agotado hasta el último céntimo y con las novedades de la oferta gastronómica y ludo-festiva que ofrecía la feria bien aprendidas, somnolientos y taciturnos pasábamos las últimas horas de la noche sentados en las escaleras del atrio de la iglesia. Desde allí observábamos a las mocitas bailar unas con otras deseosas de que algún zagal arriscado se fijase en ellas, y a las parejas de enamorados, moviéndose al son de la música de Los Patruchos, que amenizaban la velada ofreciendo a la concurrencia un amplio repertorio de melodías con el sonido dulce y armonioso de un grupo de músicos bien conjuntados. El saxofonista, que era un profesional como la copa de un pino, bordaba los pasodobles. Tenía un atril oxidado y una carpeta de gomillas verdes de donde guardaba las partituras de Suspiros de España, Marcial, El Gato Montés, España Cañí, Francisco Alegre.
De madrugada, con el cansancio mordiendo con sus dientes de bestia hambrienta nuestros cuerpos, roto como muñeco de trapo, yo regresaba con mis padres, pero no me pregunten cómo volvía a casa. Lo único que puedo decirles al respecto es que al día siguiente, en cuanto despertaba, ya estaba deseando salir zumbando y empezar cuanto antes a disfrutar de un nuevo día de feria...
Bueno, ya está. Esto era lo que quería contarles.
He obviado muchos detalles interesantes y acontecimientos que se vivían con gran intensidad durante los cuatro días de feria, como la diana floreada al amanecer, por poner un ejemplo. Daba gusto oír la alegre musiquilla desde la cama con las tinieblas de la oscuridad envolviendo las cuatro casas del pueblo. O la cabalgata de gigantes y cabezudos, la carrera de sacos, la cucaña, la suelta de globos de aire caliente y otras actividades que hacían las delicias de chicos y no tan chicos, pero de eso, como dijo no sé quién, si les parece, hablaremos otro día.
Pido disculpas si este humilde relato no les ha gustado o les ha parecido tedioso, falto de interés o demasiado largo, que de todo habrá, supongo.
En cualquier caso, tomen lo dicho como lo que es: una excusa, una argucia literaria con la que me he permitido la libertad de dirigirme a ustedes para desearles una feria feliz, entretenida y divertida en compañía de sus amigos y familiares queridos.
Feliz Feria a todos.
QUERCUS.
En cuanto la nube de humo y pólvora quemada se dispersaba, la gente corría a toda prisa en busca de un velador bien ubicado, donde dar rienda suelta a según qué tipo de sed le hubiera ocasionado el espectáculo de luz y color de los fuegos.
Había a quien le gustaba sentarse en cualquiera de los bares de la calle Real, ya fuera en El Capitan, en el Ambos-Mundos de Ponciano o en el de Santiago, daba igual. Después de todo, el problema principal era encontrar un velador libre. Yo prefería que mis padres se quedaran en el bar Zaragoza, que estratégicamente ubicado como estaba en el Paseo, atraía una nutrida concurrencia con su industria polivalente de bar, baile y despacho de polos.
Una vez acomodados, mi padre sacaba un par de duros del bolsillo, y mirándome fijamente a los ojos decía: «Toma. A ver si te duran toda la noche...» que venía a ser lo mismo que si me hubiera echado una maldición, porque a partir de ese momento mi cabeza se volvía tarumba sopesando precios y posibilidades: tres tiros al blanco, una peseta, un helado de la Barquillera, una peseta, un polo de limón, una cincuenta, un palo de algodón dulce, tres, una vuelta en los caballitos, cuatro pesetas... así que con tan pobre solvencia económica, aspiraciones más selectas y sibaritas como un pedazo de turrón a cuatro pesetas, un trozo de calabazate por tres cincuenta, un paquete de almendras garrapiñadas a duro, o seis pesetas por un cucurucho de camarones... ¡ni pensarlo! Era para volverse loco: todos los placeres del mundo a mi alcance y solo podía mirar.
Ansioso por salir zumbando a disfrutar de la feria a mi libre albedrío, bebía mi refresco de un tirón, iba buscar a mi amigo Josemari que andaba por allí, y juntos íbamos a dar vueltas por las tiendas de juguetes, a mirar las barcas voladoras, a montar en los caballitos, a pegar tiros con las carabinas Cometa y Norica a las bolas dulces y los cigarros rubios de la caseta de tiro al blanco del tío Corta, a remover los jugos gástricos oliendo los suculentos pinchos morunos o a probar fortuna en la rueda la suerte de los helados de la Barquillera, con la vana esperanza de que nos obsequiara con una tirada de diez, pero qué va, eso nunca ocurría.
Tras muchas vueltas y revueltas, engollipaciones de polos -que era lo más barato- y fruslerías por el estilo, cuando nos quedábamos sin un céntimo, íbamos a soñar y a ponernos los dientes largos mirando las rutilantes pistolas de vaquero con su funda y su canana repleta de mixtos restallones, las deslumbrantes espadas de mosquetero, de romano o los morunos alfanjes curvos, camiones y barcos de plástico, flechas y arcos de indio, muñecas lloronas de caras gordotas y sonrosadas, armónicas y pitos que colgaban bajo el techo de las tiendas de juguetes.
Yo soñaba con tener una de aquellas maquinitas de fotos, que al pulsar el disparador, caía la tapa y aparecía la cara de un payaso chillón. Embobado miraba aquel aparatito y lo escogía entre la fastuosa nebulosa de sueños por si al finalizar la feria, a mi padre le daba un arrebato de locura y me la compraba, pero no, nunca convenía por su precio, o porque no y ya está, así que, vuelta a empezar, a soñar con la ilusión de conseguirla la feria siguiente. Había que conformarse con un trozo de turrón de Castuera o un pedazo de calabazate dulzón y empalagoso. Y gracias, que algunos, ni a eso llegaban.
Hartos de soñar fantasías inalcanzables, nos acercábamos a ver la cartelera de los cines, que todos los años eran las mismas. Igual daba que fuera en el Imperio de Valentín, o en el Cervantes de Frasco: nunca faltaba la de pistoleros del lejano oeste, la de piratas codiciosos y sanguinarios navegando en procelosos mares, la de romanos de piernas peludas, espadas cortas y corazas de cuero brillante, ni el ineludible ramalazo de romanticismo edulcorado a cuenta de Manolo Escobar, el galán de moda que con su sonrisa de estrella cinematográfica, se llevaba se calle los sueños de todas las mozas del pueblo, o de Marisol, que volvía loca a la chiquillería cantando Tómbola a todas horas en la radio.
Agotado hasta el último céntimo y con las novedades de la oferta gastronómica y ludo-festiva que ofrecía la feria bien aprendidas, somnolientos y taciturnos pasábamos las últimas horas de la noche sentados en las escaleras del atrio de la iglesia. Desde allí observábamos a las mocitas bailar unas con otras deseosas de que algún zagal arriscado se fijase en ellas, y a las parejas de enamorados, moviéndose al son de la música de Los Patruchos, que amenizaban la velada ofreciendo a la concurrencia un amplio repertorio de melodías con el sonido dulce y armonioso de un grupo de músicos bien conjuntados. El saxofonista, que era un profesional como la copa de un pino, bordaba los pasodobles. Tenía un atril oxidado y una carpeta de gomillas verdes de donde guardaba las partituras de Suspiros de España, Marcial, El Gato Montés, España Cañí, Francisco Alegre.
De madrugada, con el cansancio mordiendo con sus dientes de bestia hambrienta nuestros cuerpos, roto como muñeco de trapo, yo regresaba con mis padres, pero no me pregunten cómo volvía a casa. Lo único que puedo decirles al respecto es que al día siguiente, en cuanto despertaba, ya estaba deseando salir zumbando y empezar cuanto antes a disfrutar de un nuevo día de feria...
Bueno, ya está. Esto era lo que quería contarles.
He obviado muchos detalles interesantes y acontecimientos que se vivían con gran intensidad durante los cuatro días de feria, como la diana floreada al amanecer, por poner un ejemplo. Daba gusto oír la alegre musiquilla desde la cama con las tinieblas de la oscuridad envolviendo las cuatro casas del pueblo. O la cabalgata de gigantes y cabezudos, la carrera de sacos, la cucaña, la suelta de globos de aire caliente y otras actividades que hacían las delicias de chicos y no tan chicos, pero de eso, como dijo no sé quién, si les parece, hablaremos otro día.
Pido disculpas si este humilde relato no les ha gustado o les ha parecido tedioso, falto de interés o demasiado largo, que de todo habrá, supongo.
En cualquier caso, tomen lo dicho como lo que es: una excusa, una argucia literaria con la que me he permitido la libertad de dirigirme a ustedes para desearles una feria feliz, entretenida y divertida en compañía de sus amigos y familiares queridos.
Feliz Feria a todos.
QUERCUS.
Buenas tardes, Quercus, sencillamente extraordinario, lo mejor que he leído en mucho tiempo, ¡Felicidades!.
Las escenas son tan reales que has llevado a mi imaginación a esa época de tantos y tantos recuerdos que, con el paso del tiempo, creía dormidos y que ahora han fluido como un torrente de sentimientos que cuesta trabajo ordenarlos.
He disfrutado cada una de las líneas de tu relato. No estoy en la feria, este año no tocaba, pero te aseguro que has conseguido que esté presente desde el primer día.
Saludos,
M. Marcos.
Las escenas son tan reales que has llevado a mi imaginación a esa época de tantos y tantos recuerdos que, con el paso del tiempo, creía dormidos y que ahora han fluido como un torrente de sentimientos que cuesta trabajo ordenarlos.
He disfrutado cada una de las líneas de tu relato. No estoy en la feria, este año no tocaba, pero te aseguro que has conseguido que esté presente desde el primer día.
Saludos,
M. Marcos.
Gracias, Miguel, muy amable.
Los que estamos lejos de nuestro pueblo, tenemos que suplir la ausencia con imaginación, no queda otra.
Un saludo afectuoso.
Quercus.
Los que estamos lejos de nuestro pueblo, tenemos que suplir la ausencia con imaginación, no queda otra.
Un saludo afectuoso.
Quercus.