La revelación de Dios como ser único se representa en las prácticas de un determinado pueblo que está dotado de una peculiar idiosincrasia y de una religión que era llamada ha ser conocida por todos los pueblos de la Tierra. Dios puede constituirse en el corazón y en el centro de las religiones, porque no está presentado como un culto, ni como una re-velación, sino como el acontecimiento del encuen-tro directo con un pueblo que inaugura la historia de un Dios que se halla unido con los judíos para siempre. A partir de ese instante comienza la histo-ria nueva entre Dios y un pueblo cuya originalidad estriba en el hecho de que Dios habla por distintas vías con todos ellos, exigiéndoles una contribución costosa y plena de fatales riesgos.
Las coyunturas históricas que recuerdan el hecho primordial de la salida y liberación de Egipto por medio del azar y la fantasía de mentes primitivas. Pero sobre todo por medio de la palabra inspirada y poética de antiguos profetas que le han sostenido al aterrorizar con terribles castigos al pueblo si no cumplen sus divinos deseos. El pueblo judío está destinado a tener que escuchar durante su historia la revelación dada por Dios a Moisés y recordará como un hecho actual la donación de la enseñanza recibida y transmitida.
Para el judaísmo Dios no es ni visto ni conocido y ni tan siquiera puede ser nombrado.
Cuando Dios nos revela su nombre, nos dice:
¡Yo soy el que soy!
¡Yo seré el que seré!
Ese pavoroso nombre tiene un sentido inmediato para Israel al experimentar en sus propias carnes la proximidad y la presencia activa de Dios, ya que el nombre misterioso, no es una definición, sino sólo la afirmación y constatación de una potencia activa para Israel. De esa forma el Dios del Sinaí es más reconocido por Israel caminando conforme a unas determinadas vías, que su creencia en Él.
La alianza es sellada con la observancia de la Torá dada por Dios a los hombres.
Esta noción bíblica de Dios inaugura una tradición Universal porque el activo ser bíblico es desde ese mismo momento el Padre de todos los hombres.
Así pues las revelaciones hechas al pueblo judío no le han sido dadas como un privilegio, sino que la práctica de la Divinidad del propio Dios a de ser compartida con toda la humanidad.
Ahora bien, para el judaísmo actual esta extensión a los demás pueblos siempre ha de producirse a través del pueblo Judío como intermediario.
Jesús, ajeno a la Ley y al Templo, interioriza la presencia de Dios inscrita en la honda intimidad humana que ya no se da a través de la obediencia a un mandato extrínseco, sino mediante la fidelidad al espíritu que en el interior del corazón humano clama anhelante por la presencia total de este Ser que les promete la vida eterna.
La realidad viviente de Jesús, su Hijo, es la nueva ley y el nuevo templo.
Creer en su filiación Divina, es como admitir que no hay un conocimiento perfecto de Dios, tal como él quiere ser conocido fuera de Jesús y fuera de la íntima figura en la cual el creyente adivina como en una filigrana la acción Divina.
Para el cristianismo, la herencia del judaísmo cul-mina en la persona de Jesús, lo que es impensable siguiendo la tradición Judía, para la cual Jesús no es más que un hombre como todos los demás.
C. C. Cortés.
El Hombre de la Rosa.
Las coyunturas históricas que recuerdan el hecho primordial de la salida y liberación de Egipto por medio del azar y la fantasía de mentes primitivas. Pero sobre todo por medio de la palabra inspirada y poética de antiguos profetas que le han sostenido al aterrorizar con terribles castigos al pueblo si no cumplen sus divinos deseos. El pueblo judío está destinado a tener que escuchar durante su historia la revelación dada por Dios a Moisés y recordará como un hecho actual la donación de la enseñanza recibida y transmitida.
Para el judaísmo Dios no es ni visto ni conocido y ni tan siquiera puede ser nombrado.
Cuando Dios nos revela su nombre, nos dice:
¡Yo soy el que soy!
¡Yo seré el que seré!
Ese pavoroso nombre tiene un sentido inmediato para Israel al experimentar en sus propias carnes la proximidad y la presencia activa de Dios, ya que el nombre misterioso, no es una definición, sino sólo la afirmación y constatación de una potencia activa para Israel. De esa forma el Dios del Sinaí es más reconocido por Israel caminando conforme a unas determinadas vías, que su creencia en Él.
La alianza es sellada con la observancia de la Torá dada por Dios a los hombres.
Esta noción bíblica de Dios inaugura una tradición Universal porque el activo ser bíblico es desde ese mismo momento el Padre de todos los hombres.
Así pues las revelaciones hechas al pueblo judío no le han sido dadas como un privilegio, sino que la práctica de la Divinidad del propio Dios a de ser compartida con toda la humanidad.
Ahora bien, para el judaísmo actual esta extensión a los demás pueblos siempre ha de producirse a través del pueblo Judío como intermediario.
Jesús, ajeno a la Ley y al Templo, interioriza la presencia de Dios inscrita en la honda intimidad humana que ya no se da a través de la obediencia a un mandato extrínseco, sino mediante la fidelidad al espíritu que en el interior del corazón humano clama anhelante por la presencia total de este Ser que les promete la vida eterna.
La realidad viviente de Jesús, su Hijo, es la nueva ley y el nuevo templo.
Creer en su filiación Divina, es como admitir que no hay un conocimiento perfecto de Dios, tal como él quiere ser conocido fuera de Jesús y fuera de la íntima figura en la cual el creyente adivina como en una filigrana la acción Divina.
Para el cristianismo, la herencia del judaísmo cul-mina en la persona de Jesús, lo que es impensable siguiendo la tradición Judía, para la cual Jesús no es más que un hombre como todos los demás.
C. C. Cortés.
El Hombre de la Rosa.