Con emoción y afecto descubro la fachada del Colegio en que pasé diez fecundos y decisivos años de mi niñez y adolescencia.
El Colegio, mi Colegio, fue mi segundo hogar. Allí pasé voluntaria y felizmente multitud de horas, allí trabé profundas amistades que aún perduran, allí recibí los fundamentos intelectuales de mi formación posterior y allí afiancé la religiosidad recibida de mis padres.
Las puertas del Colegio siempre permanecían abiertas y entre sus muros encontrábamos, mis amigas y yo, la cálida acogida de las Madres; de día y de noche, en verano y en invierno, en período lectivo y en vacaciones, en el alborozo de nuestros escasos años y en las cuitas y zozobras de la adolescencia.
Qué inmensa labor educativa, cultural, social y religiosa desempeñaron aquellas extraordinarias mujeres que, desinteresadamente y con escasísimos recursos, entregaron su vida a la infancia y juventud en los difíciles años 50 y 60 (son los que yo vivi en el Colegio).
¡Gracias, muchas gracias por vuestra generosidad, por vuestra sensibilidad, por habernos educado, en el sentido íntegro de la palabra: en las clases, charlas, lecturas, comedias, coro, jiras...; en cada simple acto educativo, de forma sencilla y auténtica, supisteis inculcarnos la devoción a María, la solidaridad entre compañeras, el amor al trabajo bien hecho, el valor del esfuerzo personal, el estímulo y constancia imprescindibles para superar las dificultades; valores, todos, tan antiguos y que algunos presentan como recien descubiertos.
Parafraseando el Salmo 136 y el soneto A Córdoba, de Góngora, yo también recito "Que se me pegue la lengua al paladar si tu memoria, Colegio de Cristo rey, no es alimento mío".
El Colegio, mi Colegio, fue mi segundo hogar. Allí pasé voluntaria y felizmente multitud de horas, allí trabé profundas amistades que aún perduran, allí recibí los fundamentos intelectuales de mi formación posterior y allí afiancé la religiosidad recibida de mis padres.
Las puertas del Colegio siempre permanecían abiertas y entre sus muros encontrábamos, mis amigas y yo, la cálida acogida de las Madres; de día y de noche, en verano y en invierno, en período lectivo y en vacaciones, en el alborozo de nuestros escasos años y en las cuitas y zozobras de la adolescencia.
Qué inmensa labor educativa, cultural, social y religiosa desempeñaron aquellas extraordinarias mujeres que, desinteresadamente y con escasísimos recursos, entregaron su vida a la infancia y juventud en los difíciles años 50 y 60 (son los que yo vivi en el Colegio).
¡Gracias, muchas gracias por vuestra generosidad, por vuestra sensibilidad, por habernos educado, en el sentido íntegro de la palabra: en las clases, charlas, lecturas, comedias, coro, jiras...; en cada simple acto educativo, de forma sencilla y auténtica, supisteis inculcarnos la devoción a María, la solidaridad entre compañeras, el amor al trabajo bien hecho, el valor del esfuerzo personal, el estímulo y constancia imprescindibles para superar las dificultades; valores, todos, tan antiguos y que algunos presentan como recien descubiertos.
Parafraseando el Salmo 136 y el soneto A Córdoba, de Góngora, yo también recito "Que se me pegue la lengua al paladar si tu memoria, Colegio de Cristo rey, no es alimento mío".