(4) La soledad.
Cuando me dijo que necesitaba compaña, me rendí. Y ella, tiritando de frío, se acercó trémula a la cama como lo hubiera hecho una niña que deseara sentir el calor materno.
- “Anda, hazte p’allá”-, me dijo.
Y arropándose hasta las cejas se pegó como una lapa al amasijo de huesos que sostenían mis azarosos dieciocho años. Y es que en aquel
Madrid de los sesenta, en las pensiones del centro de la capital, bullía la vida de estudiantes, opositores, carteristas, putas, maletillas,
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