En 1944, en Acebo vivían 15.000 cabras y 3.000 personas. En 2008, el pueblo tiene 650 habitantes y una cabaña caprina de 300 cabezas. A lo largo del último medio siglo, este pueblo cacereño de la Sierra de Gata ha protagonizado una historia fascinante en la que se mezclan el wolframio, los nazis, la endogamia, el encaje de bolillos, los abrigos de pieles, la Gran Vía de Madrid, las mantelerías chinas y una Virgen clandestina. Pero vamos por partes.
Año de 1943. La II Guerra Mundial está en su momento álgido. Los alemanes necesitan wolframio para su maquinaria de guerra, pero no tienen. Lo recibían de Oriente, pero el suministro ha sido bloqueado por la presión aliada. El wolfram sudamericano es monopolizado por Estados Unidos. Vuelven sus ojos hacia el wolframio ibérico. A lo largo de la Raya hispano-portuguesa, desde Galicia hasta la Beira Baixa y Extremadura, importantes yacimientos pueden surtir de este mineral imprescindible al ejército nazi.
Comienza la extracción y la comercialización a través del Atlántico. En Extremadura, los yacimientos más importantes están en el pueblo cacereño de Acebo. Inmediatamente, los ingleses, los franceses y los alemanes abren consulado en Ciudad Rodrigo. Desde allí, sus agentes intentan controlar la actividad minera de la Raya. Los aliados compran todo el mineral posible a buen precio, pero los acebanos y los portugueses venden a los alemanes a mejor precio todavía. El mismísimo Winston Churchill interviene y presiona al dictador luso Salazar, que deja de vender mineral a Hitler.
Pero eso es oficialmente. En realidad, el wolframio portugués pasa de contrabando por Acebo, donde se une al que se extrae en las faldas del monte Jálama. De aquí parte hasta la frontera pirenaica, controlada por los alemanes. El kilo de mineral en 1943 llega a costar 106 pesetas, a pesar de que el 39% del que venden los mineros acebanos es falso: se trata de moscovita, pirita o granito untado con brea y calentado en una lata.
En estos años, la inmigración colapsa Acebo. Llegan mineros desde todos los pueblos de la sierra. Faltan servicios sociales, la inflación galopa desbocada, se mueve el dinero fácil con alegría, se producen altercados de orden público típicos de los poblados mineros (alcoholismo, peleas, juego ilegal) y el cuartel de la Guardia Civil ha de trasladarse desde San Martín de Trevejo a Acebo.
En 1944, el maná del wolframio se acaba. Los alemanes se retiran de la frontera francesa y dejan de comprar mineral. Habrá un repunte durante la guerra de Corea, debido a que este país era el primer productor mundial. Pero después, se acaba la Fiebre del Wolfram y los acebanos vuelven a depender de la agricultura, de la ganadería y de otra riqueza particular: el encaje de bolillos.
Canteros de Camariñas
En el año 1535 llegó a Acebo un grupo de canteros gallegos de Camariñas. Venían a construir la iglesia. La historia no aclara si fueron las mujeres de Camariñas quienes enseñaron el arte del encaje de bolillos a las acebanas o si fue al revés. Lo cierto es que desde entonces, Camariñas, pueblo coruñés de la Costa da Morte, y Acebo son dos villas famosas por sus encajes de bolillos.
En Acebo, casi todas las mujeres sabían la técnica de esta artesanía y la habían convertido en un complemento del salario familiar. Con el dinero del wolfram y de los encajes, muchas familias se financian en los años 50 el salto a la capital, a Madrid. Allí llegarán a establecerse 200 acebanos, que descubren en el incipiente turismo una fuente de ingresos.
Se establecen en pisos de las calles y zonas más céntricas (Gran Vía, Arenal, Palacio Real, Preciados, San Bernardo, Plaza de España) y comienzan a vender usando el método de las captadoras: mujeres acebanas que abordan a los turistas y los convencen para subir a los pisos, donde los maridos sacan los encajes y los venden. Así van amasándose pequeñas fortunas y unos acebanos traen a otros del pueblo.
No todo es de color de rosa. Trabajan sin contrato ni seguridad social. Como no tienen sueldo fijo, han de prestarse dinero entre ellos. El fracaso escolar de los hijos es intenso. Además, los comerciantes madrileños de toda la vida reaccionan al comprobar que sus negocios no resisten la competencia acebana, denuncian y aparece la presión policial e incluso las agresiones físicas.
Pero los acebanos no solo no decaen, sino que diversifican sus negocios y entran en el de la peletería. Venden abrigos, chaquetones y cazadoras en los pisos. Las captadoras observan a los turistas, sobre todo a las millonarias sudamericanas, las siguen hasta las peleterías clásicas, espían lo que se prueban y las abordan para ofrecerles prendas semejantes a mejor precio en un piso cercano. El éxito es tan fulgurante que hay una cadena madrileña de peleterías, «Herrero y Rodero», que ante el empuje peletero acebano ha de cerrar varias de sus tiendas y dejar solo abierta la de Preciados.
Quien mejor ha estudiado la relación del wolframio con Acebo y la posterior emigración acebana es Jesús Carlos Rodríguez Arroyo. Esta historia de Acebo y sus circunstancias está basada en sus trabajos y publicaciones. Jesús Carlos tiene 38 años y su padre es uno de los protagonistas de esta peripecia: primero fue minero, después, captador de turistas en la Gran Vía, finalmente, acabó montando una peletería en el primer piso del número 33 de esta popular avenida madrileña.
«No es exagerado comparar a los acebanos con los chinos. La emigración acebana en Madrid era muy parecida a la asiática: un grupo cerrado y endogámico en el que los hombres siempre se casaban con mujeres de Acebo. Hasta la tercera generación no han empezado a casarse con no nacidos en Acebo. Los emigrantes de Acebo incluso disfrutaban su tiempo libre en común, juntos en la Casa de Campo, los Montes del Prado o los complejos deportivos de Somontes y el Parque Sindical», explica Jesús.
«En los años 70, prosigue, uno de los principales empresarios de Acebo en Madrid, Augusto González Lázaro, consigue una licencia para importar productos textiles chinos, viaja a este país, se trae un barco cargado de mantones de Manila, mantelerías y otras manufacturas textiles y se convierte, junto con otro acebano que realiza la misma operación, en proveedor exclusivo de estos productos chinos en España».
Detalla Jesús que los acebanos se prestaban dinero al cero por ciento y que, a pesar de ser muchos de ellos analfabetos funcionales, eran capaces de memorizar frases en inglés, francés o japonés para seducir a los turistas. «No obstante, este colectivo ha sido tan cerrado, y en parte sigue siéndolo, que jamás ha mantenido relación ni asociación con personas de otra parte de Extremadura, permaneciendo incluso distantes de organismos de la Junta de Extremadura».
Sin embargo, lo acebanos en Madrid empiezan a perder su unidad cuando los grupos familiares comienzan a tener independencia económica. «El bienestar, opina Jesús Rodríguez, deriva en ostentación y envidias que enrarecen el clima del grupo y quiebran su unidad». Una vez eliminados los comerciantes no acebanos, se producen incluso algunos boicots entre los propios grupos de comerciantes madrileños de Acebo. También se ha roto con la endogamia y se ha acabado con el fracaso escolar: entre los descendientes de los primeros emigrantes ya abundan los universitarios.
Aunque sigue habiendo negocios acebanos en San Bernardo, Pontejos, Mayor, Gran Vía, Preciados, Arenal y Marqués de Leganés, lo cierto es que la disminución del turismo de calidad no ha propiciado un relevo generacional al frente de los comercios. La emigración actual ya no va a vender manteles, pieles ni encajes, sino a la construcción.
Los antiguos peleteros y comerciantes diversifican sus inversiones, optando cada vez más por el sector inmobiliario, hasta el punto de que en Acebo se dice que nadie en el pueblo tiene menos de dos inmuebles. «Mi madre asegura que el dinero en el banco no renta. Antes había cinco entidades bancarias en Acebo, hoy solo queda Caja Extremadura y dos corresponsales», comenta Jesús.
Al abuelo de Jesús le llamaban El Calahorra porque iba hasta esta ciudad riojana a vender aceite. Su padre fue minero, captador y peletero. Él es subdirector de banca en Alcorcón, se ha licenciado en Empresariales y su mujer no es de Acebo. Acebo
Algo bonito que me acaban de mandar por correo electrónico.
Año de 1943. La II Guerra Mundial está en su momento álgido. Los alemanes necesitan wolframio para su maquinaria de guerra, pero no tienen. Lo recibían de Oriente, pero el suministro ha sido bloqueado por la presión aliada. El wolfram sudamericano es monopolizado por Estados Unidos. Vuelven sus ojos hacia el wolframio ibérico. A lo largo de la Raya hispano-portuguesa, desde Galicia hasta la Beira Baixa y Extremadura, importantes yacimientos pueden surtir de este mineral imprescindible al ejército nazi.
Comienza la extracción y la comercialización a través del Atlántico. En Extremadura, los yacimientos más importantes están en el pueblo cacereño de Acebo. Inmediatamente, los ingleses, los franceses y los alemanes abren consulado en Ciudad Rodrigo. Desde allí, sus agentes intentan controlar la actividad minera de la Raya. Los aliados compran todo el mineral posible a buen precio, pero los acebanos y los portugueses venden a los alemanes a mejor precio todavía. El mismísimo Winston Churchill interviene y presiona al dictador luso Salazar, que deja de vender mineral a Hitler.
Pero eso es oficialmente. En realidad, el wolframio portugués pasa de contrabando por Acebo, donde se une al que se extrae en las faldas del monte Jálama. De aquí parte hasta la frontera pirenaica, controlada por los alemanes. El kilo de mineral en 1943 llega a costar 106 pesetas, a pesar de que el 39% del que venden los mineros acebanos es falso: se trata de moscovita, pirita o granito untado con brea y calentado en una lata.
En estos años, la inmigración colapsa Acebo. Llegan mineros desde todos los pueblos de la sierra. Faltan servicios sociales, la inflación galopa desbocada, se mueve el dinero fácil con alegría, se producen altercados de orden público típicos de los poblados mineros (alcoholismo, peleas, juego ilegal) y el cuartel de la Guardia Civil ha de trasladarse desde San Martín de Trevejo a Acebo.
En 1944, el maná del wolframio se acaba. Los alemanes se retiran de la frontera francesa y dejan de comprar mineral. Habrá un repunte durante la guerra de Corea, debido a que este país era el primer productor mundial. Pero después, se acaba la Fiebre del Wolfram y los acebanos vuelven a depender de la agricultura, de la ganadería y de otra riqueza particular: el encaje de bolillos.
Canteros de Camariñas
En el año 1535 llegó a Acebo un grupo de canteros gallegos de Camariñas. Venían a construir la iglesia. La historia no aclara si fueron las mujeres de Camariñas quienes enseñaron el arte del encaje de bolillos a las acebanas o si fue al revés. Lo cierto es que desde entonces, Camariñas, pueblo coruñés de la Costa da Morte, y Acebo son dos villas famosas por sus encajes de bolillos.
En Acebo, casi todas las mujeres sabían la técnica de esta artesanía y la habían convertido en un complemento del salario familiar. Con el dinero del wolfram y de los encajes, muchas familias se financian en los años 50 el salto a la capital, a Madrid. Allí llegarán a establecerse 200 acebanos, que descubren en el incipiente turismo una fuente de ingresos.
Se establecen en pisos de las calles y zonas más céntricas (Gran Vía, Arenal, Palacio Real, Preciados, San Bernardo, Plaza de España) y comienzan a vender usando el método de las captadoras: mujeres acebanas que abordan a los turistas y los convencen para subir a los pisos, donde los maridos sacan los encajes y los venden. Así van amasándose pequeñas fortunas y unos acebanos traen a otros del pueblo.
No todo es de color de rosa. Trabajan sin contrato ni seguridad social. Como no tienen sueldo fijo, han de prestarse dinero entre ellos. El fracaso escolar de los hijos es intenso. Además, los comerciantes madrileños de toda la vida reaccionan al comprobar que sus negocios no resisten la competencia acebana, denuncian y aparece la presión policial e incluso las agresiones físicas.
Pero los acebanos no solo no decaen, sino que diversifican sus negocios y entran en el de la peletería. Venden abrigos, chaquetones y cazadoras en los pisos. Las captadoras observan a los turistas, sobre todo a las millonarias sudamericanas, las siguen hasta las peleterías clásicas, espían lo que se prueban y las abordan para ofrecerles prendas semejantes a mejor precio en un piso cercano. El éxito es tan fulgurante que hay una cadena madrileña de peleterías, «Herrero y Rodero», que ante el empuje peletero acebano ha de cerrar varias de sus tiendas y dejar solo abierta la de Preciados.
Quien mejor ha estudiado la relación del wolframio con Acebo y la posterior emigración acebana es Jesús Carlos Rodríguez Arroyo. Esta historia de Acebo y sus circunstancias está basada en sus trabajos y publicaciones. Jesús Carlos tiene 38 años y su padre es uno de los protagonistas de esta peripecia: primero fue minero, después, captador de turistas en la Gran Vía, finalmente, acabó montando una peletería en el primer piso del número 33 de esta popular avenida madrileña.
«No es exagerado comparar a los acebanos con los chinos. La emigración acebana en Madrid era muy parecida a la asiática: un grupo cerrado y endogámico en el que los hombres siempre se casaban con mujeres de Acebo. Hasta la tercera generación no han empezado a casarse con no nacidos en Acebo. Los emigrantes de Acebo incluso disfrutaban su tiempo libre en común, juntos en la Casa de Campo, los Montes del Prado o los complejos deportivos de Somontes y el Parque Sindical», explica Jesús.
«En los años 70, prosigue, uno de los principales empresarios de Acebo en Madrid, Augusto González Lázaro, consigue una licencia para importar productos textiles chinos, viaja a este país, se trae un barco cargado de mantones de Manila, mantelerías y otras manufacturas textiles y se convierte, junto con otro acebano que realiza la misma operación, en proveedor exclusivo de estos productos chinos en España».
Detalla Jesús que los acebanos se prestaban dinero al cero por ciento y que, a pesar de ser muchos de ellos analfabetos funcionales, eran capaces de memorizar frases en inglés, francés o japonés para seducir a los turistas. «No obstante, este colectivo ha sido tan cerrado, y en parte sigue siéndolo, que jamás ha mantenido relación ni asociación con personas de otra parte de Extremadura, permaneciendo incluso distantes de organismos de la Junta de Extremadura».
Sin embargo, lo acebanos en Madrid empiezan a perder su unidad cuando los grupos familiares comienzan a tener independencia económica. «El bienestar, opina Jesús Rodríguez, deriva en ostentación y envidias que enrarecen el clima del grupo y quiebran su unidad». Una vez eliminados los comerciantes no acebanos, se producen incluso algunos boicots entre los propios grupos de comerciantes madrileños de Acebo. También se ha roto con la endogamia y se ha acabado con el fracaso escolar: entre los descendientes de los primeros emigrantes ya abundan los universitarios.
Aunque sigue habiendo negocios acebanos en San Bernardo, Pontejos, Mayor, Gran Vía, Preciados, Arenal y Marqués de Leganés, lo cierto es que la disminución del turismo de calidad no ha propiciado un relevo generacional al frente de los comercios. La emigración actual ya no va a vender manteles, pieles ni encajes, sino a la construcción.
Los antiguos peleteros y comerciantes diversifican sus inversiones, optando cada vez más por el sector inmobiliario, hasta el punto de que en Acebo se dice que nadie en el pueblo tiene menos de dos inmuebles. «Mi madre asegura que el dinero en el banco no renta. Antes había cinco entidades bancarias en Acebo, hoy solo queda Caja Extremadura y dos corresponsales», comenta Jesús.
Al abuelo de Jesús le llamaban El Calahorra porque iba hasta esta ciudad riojana a vender aceite. Su padre fue minero, captador y peletero. Él es subdirector de banca en Alcorcón, se ha licenciado en Empresariales y su mujer no es de Acebo. Acebo
Algo bonito que me acaban de mandar por correo electrónico.