CABAÑAS DEL CASTILLO: PRIMERA PARTE DEL COMENTARIO “Trabajo versus supervivencia”...

PRIMERA PARTE DEL COMENTARIO “Trabajo versus supervivencia”
Los dos puntales fundamentales en los que se apoyó desde siempre la subsistencia de los habitantes de Cabañas del Castillo fueron la agricultura y la ganadería y ambos pilares, debido a lo difícil de terreno, eran tan frágiles como el cristal.
Ni la ganadería ni la agricultura se practicaban en plan extensivo. La mayor parte de las veces eran explotaciones, digamos, familiares. Éstas, las familias, solían tener alguna cabra u oveja que podía ir desde una o dos hasta unas pocas decenas. Poseían unas cuantas gallinas que andaban sueltas por las calles y cercados. Así mismo en cuadras y zahúrdas sitas unas veces en el interior del poblado y otras en los bordes exteriores, solían tener uno o dos cerdos que serían sacrificados en la matanza proporcionando chacina y embutidos para buena parte del año; estos cerdos solían llevarse todos los días al corral del Concejo, desde donde eran conducidos todos juntos, normalmente por una o dos chicas jóvenes del pueblo, a pacer por los bordes de los distintos caminos y algunos terrenos comunales, con el fin de que aprovecharan las bellotas que sobre los mismos caían así como las hiervas y raíces propias del lugar. Una vez de regreso, a la caída de la tarde, cada propietario recogía su/s cerdos en citado corral para llevarlo de vuelta a su cuadra, donde terminaban de cumplimentar su alimentación con un poco de berbajo siempre que fuera posible. Sin ser considerados como ganado, pero sí como animales que por su colaboración podría decirse que formaban parte del clan familiar, en casi todas las casas había como mínimo un burro que facilitaba el transporte y la labranza de la escasa tierra que se sembraba, además del imprescindible perro, que bien solo, bien como apoyo de la escopeta, contribuía al sostenimiento de la familia con la captura de las piezas de caza, y, en su caso, al cuidado del ganado. Ni que decir tiene que en ningún hogar faltaban los gatos, aunque no en manadas como tenía la madre del cura, pero siempre había dos o tres, pues los ratones, ratas, culebras y otras sabandijas a las que estos animales suelen atacar, campaban a sus anchas por doquier, fuera y dentro de las viviendas.
Con las escasas ovejas pero principalmente con las cabras, además de proporcionarse la leche imprescindible, solían hacer algunos quesos, más bien pocos, pues al ser reducido el número de cabezas, entre el consumo humano, y/o el consumo de los cabritos o corderillos, la sobrante era tan escasa que solían recurrir a juntar la de dos o tres días para poder hacer un pequeño queso, pero en todo caso, poco a poco juntaban varios de ellos que les serviría, bien para la alimentación o bien para venderlos a diversos buhoneros que solían pasar por la población recogiéndolos, unas veces a cambio de dinero y otras a cambio de otros productos, o sea, simple trueque. (La llegada de algunos de estos buhoneros constituía una alegría para los chicos, pues solían llevar tiras de goma hechas con cámaras viejas de vehículos que los chavales conseguían a cambio de suelas de alpargatas viejas –normalmente una suela por una goma-; después con dichas tiras elásticas confeccionaban los tirachinas con los que trataban de cazar cuantos pájaros se les ponían a tiro. Otra cosa es que lo consiguieran). Bien, sin desviarnos de la ruta diremos que si alguna familia, que también las había, no poseía oveja ni cabra alguna o poseyéndola no estaban en época de dar leche, cuando les era necesario y solía serles con ocasión de alguna enfermedad, compraban leche a quien la tuvieran para dársela al enfermo. Por lo general compraban una ración, que no era otra cosa que el equivalente aproximado a un vaso normal de los utilizados para el agua, o sea unos doscientos centímetros cúbicos, y el precio según la época podía ir desde una perra gorda -10 céntimos de peseta-, a un real, o sea veinticinco céntimos de peseta. Para hacerse una idea, baste decir que a este último precio, en la actualidad con un céntimo de euro, equivalente a unas 1’6 pesetas, podríamos comprar aproximadamente unas cinco raciones, o sea, un litro. ¡No estaría mal!.
Las familias más pudientes, o para hablar con más exactitud habría que decir que los pobres más pudientes, pues ricos tampoco llegaban a ser, que poseían mayor número de hectáreas de terreno solían tener más ganado menor, incluso alguna vaca de leche y otras más de tiro (yuntas para el arado), pero siempre en número muy reducido, que eran cuidadas por “los criados”, que no eran otra cosa que las personas más humildes del poblado que trabajaban para ellas, o sea, sus empleados. Estos “criados” en ocasiones comenzaban a prestar sus servicios desde muy niños (cinco o seis años), en principio sólo por la comida y después… después, pues lo que era normal en aquellas épocas: algunas pesetas al mes y la comida, la cual no iba mucho más allá en categoría que la que el Dómine Capra proporcionaba a sus pupilos Pablos y Diego en su casa de Segovia, según el Buscón, de Quevedo. Pero es lo que había y, desde luego, no seré yo quien juzgue ninguna de estas situaciones, que si bien hoy pueden parecer abusivas, en aquellos momentos eran consideradas justas e incluso caritativas desde otras perspectivas, dada la situación social de la época, que como es de suponer nos estamos centrando sobre los años de la primera mitad del pasado siglo. (Debe tenerse en cuenta que no es posible ni válido juzgar el pasado con la mentalidad del presente. Para estudiar, comprender o juzgar una época determinada debemos adaptar nuestra mentalidad a ese momento histórico y tratar de pensar como lo hacía aquella sociedad, de lo contrario nos arriesgamos a sacar conclusiones erróneas que indudablemente conducirán siempre a condenar, y no es cierto que nosotros seamos mejores que cualquier otra sociedad anterior. Somos distintos, pero no mejores, ni por supuesto peores. Al fin, nosotros también seremos sociedades pasadas al cabo de, digamos, quinientos años y no es seguro que quien trate de estudiarnos saque demasiadas buenas conclusiones de nuestro proceder, a menos que tenga una mente muy abierta y sea muy benevolente). Antes de estas décadas, es mejor no referirlo, pues sería más de los mismo, pero a peor, y después… bueno después, sobre todo después de los años sesenta tampoco es necesario hablar de ello, pues es conocido por muchísimas personas que lo vivieron por sí mismas y las más jóvenes, las que nacieron años después, sólo tiene que hablar con sus padre y abuelos y, a buen seguro, les explicarán perfectamente la situación. Claro que para eso debe conocerla y no siempre quien vive una situación es consciente de la misma, pues para ello hay que ser capaz de pensar, diríamos que hay que tener el valor de pensar, por eso suele decirse que quien menos sabe de una guerra es el soldado que combatió en ella ya que sólo se le permitía actuar, pero no pensar. Pero en fin de todo habrá.
Respecto a la agricultura, además de los pequeños huertos de secanos en los que cada familia solía sembrar poco más de un par de surcos de patatas, cebollas, coles, alguna judía y unos cuantos de garbanzos, que casi siempre eran atendidos por las mujeres, pues los hombres se dedicaban a la labranza, por llamarla de alguna manera, ya que no era mucho más liviano este trabajo que el estar condenado a galeras. Téngase en cuenta que estamos situados sobre riberos con pendientes imposibles de salvar por ningún carro de combate, llenos de rocas, piedras, jaras, retamas, matas y otros abrojos por todas partes, donde la maquinaria aunque se hubiera dispuesto de ella era imposible meterla, por lo que sólo se podía utilizar como fuerza de tiro el burro, el mulo y en algunos lugares los bueyes. A veces había islotes del terreno de labor sólo era posible utilizar la azada.
Por lo general se comenzaba preparando el trozo de ribero a labrar con el estoñado o destoñado (no invito a nadie a buscar estas ni otras palabras que aquí se utilizaran en el diccionario porque no las encontrará. Son propias del lugar, por lo que se dará el significado que en el mismo se las aplicaba). Así el estoñado o destoñado consistía en arrancar toda las matas, jaras, retamas y demás arbustos que pudiera haber, arrancado que siempre se hacía a mano sirviéndose del azadón que al ser un instrumento de pala más larga y ancha que la azada y una especie de hacha o segureja en el lado opuesto, era enormemente pesado. También se usaba la azada o el pico, según fuera preciso. Toda esa maleza que se iba arrancando se la acumulaba en enormes montones llamados pates donde permanecía el tiempo suficiente para que se secase y ser quemada posteriormente. Si en el terreno había demasiadas piedras, y casi siempre las había, pues parece que cualquiera que fuera el que creó el mundo, todos los escombros que le sobraron los tiró sobre aquellos riberos, también se las juntaba en montones llamados majanos procurando hacerlos sobre otras rocas o en lugares que no fueran apto para el cultivo con el fin de aprovechar lo mejor posible el terreno. Si el arrancar matas es duro, la recogida y transporte de piedras no le va a la zaga, sin olvidarse que bajo cada una de ellas era fácil encontrar uno o más alacranes y de vez en cuando alguna víbora.