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CABAÑAS DEL CASTILLO: (SEGUNDA PARTE DEL COMENTARIO “Trabajo versus supervivencia”...

(SEGUNDA PARTE DEL COMENTARIO “Trabajo versus supervivencia”
Una vez que la tierra había quedado lo más limpia posible se procedía al arado de la misma, bien con una bestia o con dos, formando yunta. La herramienta utilizada en este menester era el arado romano, o sea un arado de madera, que para no alargar excesivamente el asunto, quien no lo conozca puede recurrir a cualquier diccionario o Wikipedia, donde encontrará fotografías del mismo así como el nombre de las distintas piezas. Ya en los últimos años, en que se practicaban estas faenas, allá por los años sesenta, llegaría la vertedera, o sea el arado de vertedera, que era similar al romano sólo que de hierro y debido a su forma profundizaba más en la tierra, a la vez que la teja que llevaba en lugar del dental podía ser invertida por giro a uno y otro lado consiguiendo con ello un mayor volteo y consiguiente aireación de la tierra.
Arar no es extremadamente difícil pero requiere su conocimiento e incluso su técnica, pues si no se posee la primera contrariedad con la que el arador se puede encontrar en con la rotura del arado y, claro, había que hacer las piezas a mano que además del trabajo que implicaba por no disponer de un instrumental mínimo adecuado, podía suponer un día perdido de trabajo. La rotura era fácil si no se tenía la precaución de no dejar enganchar la reja en piedras y raíces bajo tierra, para lo cual había que ir muy pendiente para parar la yunta en el momento preciso o levantar a pulso el arado. Así mismo se requería darle la profundidad necesaria al surco para lo cual el timón debía ponerse a la longitud debida teniendo en cuenta la altura de los animales de tiro, pero requería su equilibrio. Si se daba excesiva longitud al timón, el dental y la reja iban muy inclinados respecto al terreno y entraban a mucha profundidad con los que los enganches eran más frecuentes y el labrador tenía que estar tirando hacia arriba del mismo a cada paso por lo que acababa literalmente machacado, a la vez que hacía que los animales de tiro tuvieran que emplearse a fondo y a los dos días de labranza se venían abajo, pues los piensos no andaban muy sobrados y se les contaban los huesos mejor que las orejas. Por otro lado si el timón se le acortaba demasiado, operación muy sencilla pues sólo había que pasar la lavija (era un simple pasador de hierro), de un agujero a otro, el arado se levantaba en exceso con lo que la reja iba más paralela a la tierra, entraba menos y la yunta y el labrador iban más desahogados, pero tenía el inconveniente de que, además de mover poco la tierra, al acortar la distancia del timón se acortaba la distancia de la reja a las patas traseras de los animales, quedando la misma tan próxima que al menor descuido se clavaba la punta de la reja en las pezuñas, con lo que el animal podía quedar inutilizado para varios días dependiendo la profundidad y lugar del pinchazo. En una palabra: había que hacer malabarismos artísticos en unos riberos tan inclinados que era fácil salir rodando por donde quiera.
Posteriormente se volvería a arar el terreno, o sea se le binaría (segunda arada), y por último se procedería a la siembra. En los mejores terrenos se sembraría el trigo y la cebada, dejando las tierras más flojas o delgadas para la avena. El centeno se solía sembrar en los terrenos donde ni los pájaros se atrevían a posarse para descansar, ya que era poco exigente. Una vez terminada esta operación sólo quedaba esperar. Esperar y mirar al cielo para ver si llovía a su debido tiempo y en la forma debida, pues de ello dependería en gran medida el éxito de la cosecha, pues tanto si el año venía seco y el grano no crecía o, se producían grandes lluvias que arroyaban todo lo sembrado, adiós cosecha, y a esperar al próximo año a ver si había más suerte. No cabía hacer reclamación alguna: no había seguros, no había ayudas estatales, no había declaración de zona catastrófica… no existían las ayudas de la Unión Europea. ¡Nada!. Y contentos si se había salido “comidos por servidos”, como solía decirse, queriendo reflejar que se habían cogido, al menos, las mismas fanegas que se habían sembrado.
Si todo salía bien o medio bien, llegaba la cosecha. La siega, que comenzaba en mayo con la cebada, como no podía ser de otra manera se hacía hoz en mano desde el amanecer hasta el anochecer y con cuarenta grados de temperatura en las espaldas; si había luna llena también se aprovechaba. Una cabezada sobre las gavillas y vuelta a empezar… “sacar” (o sea llevar los haces hasta las eras a lomos de caballerías). La trilla, la limpia y… a llenar los costales, y aquí, ya en septiembre, días arriba o abajo, llegaba el momento de la verdad que podía ser de alegría o como dice la Biblia, el llanto y el crujir de dientes. Como las tierras -el pegujal que se llamaba- eran de los terratenientes, o sea los menos pobres, había que partir con ellos según lo tratado, que normalmente venía a ser a medias o al quinto y tercio. Cuando era a medias no es necesario aclarar nada, mitad y mitad y se acabó; cuando era la segunda modalidad, cinco fanegas eran para el labrador y tres para el dueño de la tierra. Como en muchas ocasiones las fanegas de siembra las había prestado el propietario de la tierra al labrador, lo primero que éste tenía que hacer era devolverle sus fanegas y con el resto, si el año había sido bueno y quedaba resto, hacer las particiones conforme a lo tratado. Había años tan, digamos para entendernos, hijos de puta, que no se recolectaba ni para pagar lo prestado. Quizá ahora pueda comprenderse cuando en algún momento se ha comentado que la labranza, el pegujal, solía ser una forma a largo plazo de suicido para el labrador y un asesinato por inanición para su familia.
Era una vida difícil, perversa y esclava de hacía que los hombres parecieran ancianos a los cincuenta años, pero que templaba a aquellos héroes que vivían encima de aquella montaña coronada por dos enormes rocas endureciéndoles como el acero, convirtiéndoles en hombres sobrios, nobles y buenas personas, como no podía ser de otra manera, pues el hombre que tiene ocupada constantemente su mente en cómo dar de comer a los suyos al día siguiente y sus manos ocupadas en conseguirlo, no le queda tiempo para albergar quimeras en su corazón. Vayan estas líneas en su honor.
Otro día hablaremos de la caza, la pesca y otras artes…. en definitiva de cómo se las arreglaban para cumplimentar la alimentación de la familia.