(PRIMERA PARTE DEL COMENTARIO “La escuela en Cabañas”.- Una vez más aclaramos que al decir en estas líneas Cabañas del Castillo nos estamos refiriendo al poblado cabecera del municipio, no a las cuatro poblaciones que le componen.
En Cabañas durante muchos años estuvo la escuela en una casa propiedad del Ayuntamiento (actualmente lo sigue siendo), sita en la plaza de España, ahora de Juan de Ureta, (ya se dirán los motivos por los cuales una plaza de una población en estas latitudes, lleva un nombre con apellido vasco-navarro), y se habilitó como tal poco después de terminada la Guerra Civil, pues durante la misma fue utilizada por los falangistas como base o cuartelillo para sus correrías por aquellos territorios. La escuela propiamente dicha, o aula escolar, era la estancia mayor de la planta baja, dedicándose el resto y la parte alta a la vivienda de la maestra.
Esta estancia docente era pequeña, con unos cinco o seis pupitres largos que alcanzaban de un lado a otro dejando un pequeño pasillo desde la puerta de entrada hasta la mesa de la maestra. Eran de madera vieja, sucia, ennegrecida y con miles de manchas de tinta, o quizá fueran de color tinta con manchas de madera, no era fácil saberlo; con los tableros inclinados para facilitar la lectura y escritura de los alumnos, que en aquellos momentos eran unos veinte o veintidós, quizá veinticinco, entre niños y niñas, pues la escuela era unitaria, según la denominación de la época. En el borde superior había varios agujeros para colocar los tinteros y al lado de cada uno, muescas para colocar la pluma o el pizarrín. En el fondo, la mesa de la maestra con la inevitable tarimilla para el brasero en invierno, única calefacción de toda la clase. El brasero que, teóricamente debería ser de picón, no lo era, sino que cada día dos educandos cogían al aparato propiamente dicho, uno de cada asa e iban a una casa del pueblo, donde era llenado de brasas ya que en todas las viviendas había fuego constantemente, acto seguido se cubrían las brasas con un poco de ceniza para que aguantarán más tiempo sin extinguirse y los dos alumnos regresaban con él hasta la escuela, sólo que ahora en lugar de coger directamente las asas con las manos, a fin de no quemarse con el calor que desprendían las ascuas, cogían dos pequeños ganchos de palo y así lo transportaban. No faltó ocasión en que el brasero fuera al tierra y hubiera que repetir la operación, pues a la escuela debía llegar lleno de brasas y calentando al máximo. ¡Cuantas más cabrillas produjera, mejor!. Colocado bajo la mesa, encastrado en la tarimilla, la maestra se sentaba y en los primeros momentos, muy recatada ella, juntaba las piernas, pero a medida que iba pasando el tiempo con la concentración propia de la docencia y el calor también se relajaban éstas, momento en que a los chicos sin saber por qué se les comenzaban a caer los cachivaches de clase: libros, pizarrín, una estampa…. útiles que para recogerlos del suelo tardaban el máximo tiempo posible, pues en realidad lo que trataban era de detectar el color de las bragas de la maestra, pues en el recreo, además de jugar al “Corro de la Patata”, “Dónde están las llaves”, “Mambrú se fue a la guerra”, y otras chocheces por el estilo, sería el tema central que pasaría de unos a otros susurrado a los oídos, como si se tratara de haber descubierto el secreto de la piedra filosofal. Cosas de chicos.
A espaldas de la maestra cuando estaba sentada y frente a los escolares se habría paso en un muro de un metro de grueso, una pequeña ventana orientada hacia el Este. Era la única que daba algo de luz a la clase. Sus dimensiones eran muy reducidas, de no más, aproximadamente, de 0’80 por 0’60 metros, y en ella había unas fuertes rejas cruzadas de hierro. Sin saber el motivo una de las rejas verticales faltaba, por lo que quedaba el hueco justo para que los chicos, un poco entallados, salieran para comer y regresaran al interior nuevamente antes de las quince, hora en que comenzaban las clases de tarde, cada día que alguno o algunos de ellos se quedaba cerrado en la escuela, sin comer naturalmente, en castigo a cualquier horrenda travesura, (tratar de ver el color de las bragas de la maestra era motivo más que suficiente para ello, por ejemplo), y ¡qué contentos!, si el castigo fuera solamente quedarse cerrados, pues había ocasiones en que antes de tal condena se había producido un diluvio de guantazos con categoría de auténticas hostias, las que desde luego eran totalmente inevitables si en lugar de tratar de detectar colores de prendas íntimas, se trataba de haber faltado a misa en domingo o fiesta de guardar, o simplemente haberse fugado algún rosario. No asistir a este último acto religioso era considerado un delito de lesa humanidad, y claro, el castigo iba acorde con el desliz. Si el crimen consistía en decir alguna palabra malsonante, digamos por ejemplo: ¡leches!, o ¡coño!, la cosa podía ir desde unas guantadas a unos reglazos, o puesta de rodillas en el suelo con las manos en cruz y algún libro sobre la palma durante todo lo que restaba de clase. No faltó quien se llegó a mear por no poder aguantar; por la segunda expresión era muy frecuente que estas mismas posturas se produjeran de cara a la pared para más escarnio del penado, lo que era comprensible, pues una cosa era tratar de ver los colores de unas bragas y otra muy distinta hablar entre interjecciones de lo que podía haber detrás de esa colorida barrera. A pesar de todo, se aguantaba como se podía, pero se aguantaba, y si no, el/la que tuviera agallas que protestara, o fuera a su casa diciendo que la maestra le había zurrado, que se enteraría bien enterado y ya no se le volvería ocurrir cacarear nunca más. Normalmente las respuestas paterno/materna o de ambos, era siempre las mismas: “Algo habrás hecho”, “seguro que te ha dado poco”, “te lo habrás merecido”, y casi siempre la frase, o toda la retahíla junta, iba acompañada de algún o algunos sopapos para que la educación espartana fuera debidamente completada.
Una maestra que estuvo destinada en el pueblo por estos años y que marchó del mismo a comienzos de la década de los 60 fue una tal Asunción, perdón, Doña Asunción. Ceballo Méndez, eran sus apellidos. Próxima a los cuarenta años de edad, bajita, regordeta, soltera y “experta en kárate”. Traía a los alumnos más derechos que una vela, y de paso los jóvenes, ya mozos, también tenían continuamente la vela derecha, pues aunque ya no era una niña… la maestra era la maestra y encima solía oler bien. ¡Pues eso, que la Naturaleza impone sus leyes de forma ineludible!. Aplicaba los reglamentos coercitivos sin contemplaciones y, además, los aplicaba en función de la simpatía que cada alumno la despertara, simpatía que estaba en función de los comportamientos dadivosos de los respectivos padres. Quizá fuera la última maestra de la vieja escuela. –no nos referimos al viejo edificio, sino a las antiguas prácticas escolares en todos los órdenes-, pues a partir de esta fecha las que llegaron estuvieron poco tiempo, quizá la que más aguantara fuera Margarita, una maestra natural de Oliva de Plasencia, pero tampoco estuvo mucho; y cada vez con menos niños, hasta que pocos años después se cerró la escuela por falta de alumnos (había comenzado la emigración).
Dado el mal estado de este edificio alguien decidió que debía hacerse una nueva escuela, la cual fue levantada al otro lado del pueblo por la salida de la Fuente Castillo. Para obtener las piedras para su construcción se hicieron voladuras de algunas rocas de encima del castillo, …./……
En Cabañas durante muchos años estuvo la escuela en una casa propiedad del Ayuntamiento (actualmente lo sigue siendo), sita en la plaza de España, ahora de Juan de Ureta, (ya se dirán los motivos por los cuales una plaza de una población en estas latitudes, lleva un nombre con apellido vasco-navarro), y se habilitó como tal poco después de terminada la Guerra Civil, pues durante la misma fue utilizada por los falangistas como base o cuartelillo para sus correrías por aquellos territorios. La escuela propiamente dicha, o aula escolar, era la estancia mayor de la planta baja, dedicándose el resto y la parte alta a la vivienda de la maestra.
Esta estancia docente era pequeña, con unos cinco o seis pupitres largos que alcanzaban de un lado a otro dejando un pequeño pasillo desde la puerta de entrada hasta la mesa de la maestra. Eran de madera vieja, sucia, ennegrecida y con miles de manchas de tinta, o quizá fueran de color tinta con manchas de madera, no era fácil saberlo; con los tableros inclinados para facilitar la lectura y escritura de los alumnos, que en aquellos momentos eran unos veinte o veintidós, quizá veinticinco, entre niños y niñas, pues la escuela era unitaria, según la denominación de la época. En el borde superior había varios agujeros para colocar los tinteros y al lado de cada uno, muescas para colocar la pluma o el pizarrín. En el fondo, la mesa de la maestra con la inevitable tarimilla para el brasero en invierno, única calefacción de toda la clase. El brasero que, teóricamente debería ser de picón, no lo era, sino que cada día dos educandos cogían al aparato propiamente dicho, uno de cada asa e iban a una casa del pueblo, donde era llenado de brasas ya que en todas las viviendas había fuego constantemente, acto seguido se cubrían las brasas con un poco de ceniza para que aguantarán más tiempo sin extinguirse y los dos alumnos regresaban con él hasta la escuela, sólo que ahora en lugar de coger directamente las asas con las manos, a fin de no quemarse con el calor que desprendían las ascuas, cogían dos pequeños ganchos de palo y así lo transportaban. No faltó ocasión en que el brasero fuera al tierra y hubiera que repetir la operación, pues a la escuela debía llegar lleno de brasas y calentando al máximo. ¡Cuantas más cabrillas produjera, mejor!. Colocado bajo la mesa, encastrado en la tarimilla, la maestra se sentaba y en los primeros momentos, muy recatada ella, juntaba las piernas, pero a medida que iba pasando el tiempo con la concentración propia de la docencia y el calor también se relajaban éstas, momento en que a los chicos sin saber por qué se les comenzaban a caer los cachivaches de clase: libros, pizarrín, una estampa…. útiles que para recogerlos del suelo tardaban el máximo tiempo posible, pues en realidad lo que trataban era de detectar el color de las bragas de la maestra, pues en el recreo, además de jugar al “Corro de la Patata”, “Dónde están las llaves”, “Mambrú se fue a la guerra”, y otras chocheces por el estilo, sería el tema central que pasaría de unos a otros susurrado a los oídos, como si se tratara de haber descubierto el secreto de la piedra filosofal. Cosas de chicos.
A espaldas de la maestra cuando estaba sentada y frente a los escolares se habría paso en un muro de un metro de grueso, una pequeña ventana orientada hacia el Este. Era la única que daba algo de luz a la clase. Sus dimensiones eran muy reducidas, de no más, aproximadamente, de 0’80 por 0’60 metros, y en ella había unas fuertes rejas cruzadas de hierro. Sin saber el motivo una de las rejas verticales faltaba, por lo que quedaba el hueco justo para que los chicos, un poco entallados, salieran para comer y regresaran al interior nuevamente antes de las quince, hora en que comenzaban las clases de tarde, cada día que alguno o algunos de ellos se quedaba cerrado en la escuela, sin comer naturalmente, en castigo a cualquier horrenda travesura, (tratar de ver el color de las bragas de la maestra era motivo más que suficiente para ello, por ejemplo), y ¡qué contentos!, si el castigo fuera solamente quedarse cerrados, pues había ocasiones en que antes de tal condena se había producido un diluvio de guantazos con categoría de auténticas hostias, las que desde luego eran totalmente inevitables si en lugar de tratar de detectar colores de prendas íntimas, se trataba de haber faltado a misa en domingo o fiesta de guardar, o simplemente haberse fugado algún rosario. No asistir a este último acto religioso era considerado un delito de lesa humanidad, y claro, el castigo iba acorde con el desliz. Si el crimen consistía en decir alguna palabra malsonante, digamos por ejemplo: ¡leches!, o ¡coño!, la cosa podía ir desde unas guantadas a unos reglazos, o puesta de rodillas en el suelo con las manos en cruz y algún libro sobre la palma durante todo lo que restaba de clase. No faltó quien se llegó a mear por no poder aguantar; por la segunda expresión era muy frecuente que estas mismas posturas se produjeran de cara a la pared para más escarnio del penado, lo que era comprensible, pues una cosa era tratar de ver los colores de unas bragas y otra muy distinta hablar entre interjecciones de lo que podía haber detrás de esa colorida barrera. A pesar de todo, se aguantaba como se podía, pero se aguantaba, y si no, el/la que tuviera agallas que protestara, o fuera a su casa diciendo que la maestra le había zurrado, que se enteraría bien enterado y ya no se le volvería ocurrir cacarear nunca más. Normalmente las respuestas paterno/materna o de ambos, era siempre las mismas: “Algo habrás hecho”, “seguro que te ha dado poco”, “te lo habrás merecido”, y casi siempre la frase, o toda la retahíla junta, iba acompañada de algún o algunos sopapos para que la educación espartana fuera debidamente completada.
Una maestra que estuvo destinada en el pueblo por estos años y que marchó del mismo a comienzos de la década de los 60 fue una tal Asunción, perdón, Doña Asunción. Ceballo Méndez, eran sus apellidos. Próxima a los cuarenta años de edad, bajita, regordeta, soltera y “experta en kárate”. Traía a los alumnos más derechos que una vela, y de paso los jóvenes, ya mozos, también tenían continuamente la vela derecha, pues aunque ya no era una niña… la maestra era la maestra y encima solía oler bien. ¡Pues eso, que la Naturaleza impone sus leyes de forma ineludible!. Aplicaba los reglamentos coercitivos sin contemplaciones y, además, los aplicaba en función de la simpatía que cada alumno la despertara, simpatía que estaba en función de los comportamientos dadivosos de los respectivos padres. Quizá fuera la última maestra de la vieja escuela. –no nos referimos al viejo edificio, sino a las antiguas prácticas escolares en todos los órdenes-, pues a partir de esta fecha las que llegaron estuvieron poco tiempo, quizá la que más aguantara fuera Margarita, una maestra natural de Oliva de Plasencia, pero tampoco estuvo mucho; y cada vez con menos niños, hasta que pocos años después se cerró la escuela por falta de alumnos (había comenzado la emigración).
Dado el mal estado de este edificio alguien decidió que debía hacerse una nueva escuela, la cual fue levantada al otro lado del pueblo por la salida de la Fuente Castillo. Para obtener las piedras para su construcción se hicieron voladuras de algunas rocas de encima del castillo, …./……