(SEGUNDA PARTE DEL COMENTARIO “La escuela en Cabañas”).- cayendo las piedras por la ladera abajo casi hasta las mismas obras. Los vecinos del pueblo contribuyeron al acarreo de los materiales con sus burros y en poco tiempo quedó levantada la nueva escuela anexada a la, también nueva vivienda, de la maestra, la cual fue inaugurada por la citada Asunción. Esta escuela, también tenía la calefacción por brasero, sólo que aquí la mesa tenía faldas y no se divisaban las piernas de la maestra, por lo que los chicos, muy serviciales, a cada momento se estaban ofreciendo para mover el brasero con la badila a fin de que estuviera lo más calentita posible, cosa que si era aceptada, aprovechaba el momento, como no podía ser de otra manera, para los mismos fines que en la escuela vieja. Además tenía tres ventanales que dejaban pasar buena luz al interior; los pupitres, también de madera, eran nuevos y de sólo dos asientos; además tenía un mapa de España físico, otro político, una esfera, un crucifijo y una foto de Franco que estaba firmada por un tal Jalón Ángel. La de José Antonio Primo de Rivera no estaba colgada en la pared, sino guardada en el armario, pues al cuadro le faltaba la hembrilla para colgarle, -se entiende al cuadro-... además aquí los niños y niñas empezaron a utilizar el clásico baby, (un simple guardapolvo), pero que daba homogeneidad a la vestimenta escolar, y, por qué no decirlo, aspecto de limpieza, o de más limpieza, si se quiere. Ellos caqui –por si acaso-, ellas blanco –por si acaso también-. O sea, escuela al completo, o casi. Y para que el casi también estuviera completo, o casi, valga la redundancia, en esta escuela comenzó a llegar la ayuda del pueblo americano al pueblo español, que venía a ser el equivalente del plan Marshall para Europa. En la escuela consistía en hacer todas las tardes un gran barreño de leche en polvo, dar a cada alumno un vaso de la misma, vaso que cada uno llevaba de su casa y solía ser un vaso de hojalata de los que venían con la leche condensada “La Lechera”, al que algún hojalatero de los que iban de paso había estañado un asa, o bien, el padre de algún alumno se le habían puesto con un simple alambre. Después del vaso de leche, se repartía una ración de queso amarillo que se comía con pan que también llevaba cada niño de su casa. Este queso era tan graso que constaba Dios y ayuda tragarlo, pero con ayuda o sin ayuda había que comerlo, so pena de tragárselo junto con un tortazo, educativo por supuesto, pero tortazo. Vamos que se alimentaba a los chicos por fuerza, se los hacía ir a misa y al rosario bajo el mismo método, así que, salvados en cuerpo y alma. ¡Casi nada!.
El material escolar, tanto en una escuela como en otra, pues eso era lo de menos ya que estaba en consonancia con los planes de estudio de la época, se componía de una pizarra enmarcada en madera con el consiguiente pizarrín, que en ocasiones para que no se perdiera se ataba con una cuerda a un agujero que había en el marco de la misma, cuerda que también sujetaba un pequeño trapo para borrar lo escrito sobre la piedra. Para facilitar el borrado al máximo se solía escupir sobre la pizarra y luego se limpiaba con el trapo y si se había perdido éste, se limpiaba con la manga que naturalmente quedaba lista para el lavado. A veces los chicos encargaban los pizarrines al correo y cartero, el tío Atilano, un hombre de una bondad extraordinaria, que hacía todos los días el servicio de Correos, Cabañas-Retamosa-Roturas-Cabañ as, en burro y se los traía de Retamosa, pues se desvivía por hacer favores a cualquiera, tanto a los niños como a los mayores. Otras veces los alumnos iban a “La Cuesta” a por ellos, aunque en alguna ocasión también se los encargaban al tío Atilano, que indudablemente se los traía. La cuesta, como su nombre indica eran los riberos del Almonte, por el lado de la Fuente Castillo. Allí hay un trozo de terreno de pizarra caliza muy blanda, y los chicos valiéndose de la navaja, que todos tenían, hacían los pizarrines. Estos tenían la ventaja de que al ser extremadamente blandos no rayaban la pizarra por mucho que se apretase al escribir. La cartilla, donde se aprendía a conocer las letras desde los cinco a los seis años. Luego estaban las enciclopedias Álvarez. La de primer grado, o libro amarillo que decían los alumnos por ser este el color predominante en sus cubiertas, servía hasta los ocho años. De los ocho a los diez se estudiaba en la enciclopedia Álvarez de segundo grado, o libro verde. De los diez a los doce se utilizaba la enciclopedia Álvarez de tercer grado, o libro azul, con el que se cerraba el ciclo escolar y se pasaba a trabajar, normalmente al campo, bien con los padres bien al servicio de otros. Todo este material se solía llevar en una talega por lo que la pizarra rozaba fácilmente con la misma y cualquier deber –por lo general una cuenta de dividir con varias cifras en el divisor-, allí escrito se borraba. Es fácil imaginar las consecuencias al día siguiente.
Fuera de la pizarra no se utilizaba otro sistema de escritura, ni más papel que un cuaderno de rayas paralelas cogido con grapas, no con muelle como suelen estarlo ahora. Este cuaderno se llamaba “Cuaderno de Rotación”, y en él, cada día iba escribiendo un chico o una chica, casi siempre al dictado. Pero no lo hacían todos, no. Sólo los mayores y los que mejor letra tenían. Lo hacían con una pluma que iban mojando en el tintero que estaba metido en los agujeros de los pupitres (los bolígrafos aparecieron ya en los últimos años). A veces también solían hacer algún sencillo dibujo, sobre todo si el escrito versaba sobre un pasaje bíblico. El cuaderno así utilizado era guardado por la maestra con todo mimo, pues lo presentaba a la inspectora en su visita anual a la escuela, con lo que al estar muy limpio y demás, pues daba los mayores beneplácitos a la labor de la maestra en aquel pueblo olvidado, que no perdido.
Cuando llegó el fenómeno de la emigración en los años 60, Cabañas se quedó de inmediato sin niños, bueno, y sin niñas, para que nadie se sienta discriminado, al menos sin el número suficiente para mantener una plaza de maestra, pues durante muchos años sólo ha habido unos, dos, en algunas ocasiones tres, que eran desplazados en vehículos a otras poblaciones. La escuela fue cerrada como tal permaneciendo muchos años en esta situación, hasta que en los años ochenta llegó una médica. La médica del municipio, o sea de los cuatro pueblos, pero en lugar de irse a vivir a Retamosa como era tradicional en los médicos, se fue a vivir a Cabañas y lo hizo en la casa de la maestra durante el tiempo que estuvo allí destinada. Se llamaba Dolores y era andaluza. Una extraordinaria profesional de un carácter agradabilísimo. A la marcha de ésta la casa de la maestra volvió a cerrarse, hasta años más tarde que fue habilitada para pasar la consulta médica cuando el médico de cabecera visita la localidad.
En estos años el sistema escolar comenzaba a cambiar. No obstante del descrito proceden un buen número, se podría decir que muy elevado en proporción al número de habitantes del pueblo, de alumnos que ya no trabajaron los campos como lo habían hecho sus padres. Unos se hicieron maestros, otros policías, guardias civiles, guardas forestales, albañiles, empleados públicos civiles, etc. Eran los tiempos del cambio en todos los sentdios y la ruptura con los viejos sistemas basados en la entrega del arado de padres a hijos, y Cabañas se vio convertido casi en una población desértica. De unas treinta o cuarenta familias que podía haber en estos años, se ha pasado a tres o cuatro, sin niños y por tanto sin escuela, la institución que más viveza daba al pueblo y más conocimientos impartía a las futuras generaciones, a pesar de los sistemas, de los arrestos y de los guantazos de la maestra, que curiosamente ninguno de aquellos alumnos recuerda con rencor, más bien al contrario. ¡Ah!, y se puede afirmar sin lugar a dudas que ninguno de ellos resultó traumatizado.
A todos aquellos que estén interesados en hacerse una idea cuasi exacta de lo que era la escuela en esos años, se les invita a ver, si aún no lo ha hecho, la película “El Florido Pensil”. Seguro que a unos les descubrirá una manera distinta de enseñanza y a otros les traerá emocionantes recuerdo, incluso habrá quien se vea retratado en cualquiera de los chicos protagonistas, o ¿por qué no?, en el mismo maestro, cuyo papel encarna el actor Fernando Guillén.
El material escolar, tanto en una escuela como en otra, pues eso era lo de menos ya que estaba en consonancia con los planes de estudio de la época, se componía de una pizarra enmarcada en madera con el consiguiente pizarrín, que en ocasiones para que no se perdiera se ataba con una cuerda a un agujero que había en el marco de la misma, cuerda que también sujetaba un pequeño trapo para borrar lo escrito sobre la piedra. Para facilitar el borrado al máximo se solía escupir sobre la pizarra y luego se limpiaba con el trapo y si se había perdido éste, se limpiaba con la manga que naturalmente quedaba lista para el lavado. A veces los chicos encargaban los pizarrines al correo y cartero, el tío Atilano, un hombre de una bondad extraordinaria, que hacía todos los días el servicio de Correos, Cabañas-Retamosa-Roturas-Cabañ as, en burro y se los traía de Retamosa, pues se desvivía por hacer favores a cualquiera, tanto a los niños como a los mayores. Otras veces los alumnos iban a “La Cuesta” a por ellos, aunque en alguna ocasión también se los encargaban al tío Atilano, que indudablemente se los traía. La cuesta, como su nombre indica eran los riberos del Almonte, por el lado de la Fuente Castillo. Allí hay un trozo de terreno de pizarra caliza muy blanda, y los chicos valiéndose de la navaja, que todos tenían, hacían los pizarrines. Estos tenían la ventaja de que al ser extremadamente blandos no rayaban la pizarra por mucho que se apretase al escribir. La cartilla, donde se aprendía a conocer las letras desde los cinco a los seis años. Luego estaban las enciclopedias Álvarez. La de primer grado, o libro amarillo que decían los alumnos por ser este el color predominante en sus cubiertas, servía hasta los ocho años. De los ocho a los diez se estudiaba en la enciclopedia Álvarez de segundo grado, o libro verde. De los diez a los doce se utilizaba la enciclopedia Álvarez de tercer grado, o libro azul, con el que se cerraba el ciclo escolar y se pasaba a trabajar, normalmente al campo, bien con los padres bien al servicio de otros. Todo este material se solía llevar en una talega por lo que la pizarra rozaba fácilmente con la misma y cualquier deber –por lo general una cuenta de dividir con varias cifras en el divisor-, allí escrito se borraba. Es fácil imaginar las consecuencias al día siguiente.
Fuera de la pizarra no se utilizaba otro sistema de escritura, ni más papel que un cuaderno de rayas paralelas cogido con grapas, no con muelle como suelen estarlo ahora. Este cuaderno se llamaba “Cuaderno de Rotación”, y en él, cada día iba escribiendo un chico o una chica, casi siempre al dictado. Pero no lo hacían todos, no. Sólo los mayores y los que mejor letra tenían. Lo hacían con una pluma que iban mojando en el tintero que estaba metido en los agujeros de los pupitres (los bolígrafos aparecieron ya en los últimos años). A veces también solían hacer algún sencillo dibujo, sobre todo si el escrito versaba sobre un pasaje bíblico. El cuaderno así utilizado era guardado por la maestra con todo mimo, pues lo presentaba a la inspectora en su visita anual a la escuela, con lo que al estar muy limpio y demás, pues daba los mayores beneplácitos a la labor de la maestra en aquel pueblo olvidado, que no perdido.
Cuando llegó el fenómeno de la emigración en los años 60, Cabañas se quedó de inmediato sin niños, bueno, y sin niñas, para que nadie se sienta discriminado, al menos sin el número suficiente para mantener una plaza de maestra, pues durante muchos años sólo ha habido unos, dos, en algunas ocasiones tres, que eran desplazados en vehículos a otras poblaciones. La escuela fue cerrada como tal permaneciendo muchos años en esta situación, hasta que en los años ochenta llegó una médica. La médica del municipio, o sea de los cuatro pueblos, pero en lugar de irse a vivir a Retamosa como era tradicional en los médicos, se fue a vivir a Cabañas y lo hizo en la casa de la maestra durante el tiempo que estuvo allí destinada. Se llamaba Dolores y era andaluza. Una extraordinaria profesional de un carácter agradabilísimo. A la marcha de ésta la casa de la maestra volvió a cerrarse, hasta años más tarde que fue habilitada para pasar la consulta médica cuando el médico de cabecera visita la localidad.
En estos años el sistema escolar comenzaba a cambiar. No obstante del descrito proceden un buen número, se podría decir que muy elevado en proporción al número de habitantes del pueblo, de alumnos que ya no trabajaron los campos como lo habían hecho sus padres. Unos se hicieron maestros, otros policías, guardias civiles, guardas forestales, albañiles, empleados públicos civiles, etc. Eran los tiempos del cambio en todos los sentdios y la ruptura con los viejos sistemas basados en la entrega del arado de padres a hijos, y Cabañas se vio convertido casi en una población desértica. De unas treinta o cuarenta familias que podía haber en estos años, se ha pasado a tres o cuatro, sin niños y por tanto sin escuela, la institución que más viveza daba al pueblo y más conocimientos impartía a las futuras generaciones, a pesar de los sistemas, de los arrestos y de los guantazos de la maestra, que curiosamente ninguno de aquellos alumnos recuerda con rencor, más bien al contrario. ¡Ah!, y se puede afirmar sin lugar a dudas que ninguno de ellos resultó traumatizado.
A todos aquellos que estén interesados en hacerse una idea cuasi exacta de lo que era la escuela en esos años, se les invita a ver, si aún no lo ha hecho, la película “El Florido Pensil”. Seguro que a unos les descubrirá una manera distinta de enseñanza y a otros les traerá emocionantes recuerdo, incluso habrá quien se vea retratado en cualquiera de los chicos protagonistas, o ¿por qué no?, en el mismo maestro, cuyo papel encarna el actor Fernando Guillén.
señor castillo: he leído con mucho interés sus publicaciones sobre las costumbres de otros tiempos en cabañas del castillo y alrededores, ya que mis abuelos vivían en solana de cabañas y siempre contaban cosas de su pueblo al que jamás olvidaron a pesar de haber venido a la argentina, que es desde donde le escribo. tuve la dicha de poder visitar españa en dos oportunidades y de visitar solana en compañía de los familiares que tengo allí y en verdad me pareció un lugar lleno de paz y mágico con un encanto único, con un cielo repleto de estrellas como no había visto nunca antes. soy nieta de decoroso cesareo rubio cortijo y de maría josefa ruiz garcía y vivo en buenos aires. le mando un cordial saludo y gracias por las notas que publica.