(MÉDICOS, MEDICINAS Y REMEDIOS, 2ª PARTE).-
aproximadamente-, a los que parió ella sola en su choza, sin ayuda de nadie, mientras su marido estaba cuidando el ganado en los montes. Estos hijos aún viven en su mayoría, son ya todos ellos de edad avanzada, pero viven, por lo que pueden ser fieles testigos de lo que aquí se afirma y que puede parecer inverosímil en nuestro días, cuando desde el momento mismo de la concepción, la mujer es tratada, cuidada y guiada por tocólogos, ginecólogos y psicólogos con avances tecnológicos de última creación que permiten saber hasta el sexo del futuro bebé a las pocas semana de gestación, produciéndose los alumbramientos en hospitales de primer nivel… Pues sí, en nuestros días y con nuestros alcances tecnológicos puede parecer inverosímil, pero ello sólo viene a poner de manifiesto, una vez más, la relatividad de las cosas y de los hechos, y lo que hoy a alguien le puede parecer imposible, hace un tiempo era tan normal que ocurría un día sí y otro también, o sea que era real, y por ser real y habitual era normal, tan normal como la vida misma. Ahora, a cualesquiera que hayan perdido su tiempo leyendo estas líneas se le invita a hacerse esta reflexión: Teniendo en cuenta que ser mujer es una de las cosas más difíciles y admirables de la especie humana, –se dice mujer, no hembra. Ser hembra es algo natural, por lo que todas lo son, pero ser mujer con el inmenso bagaje que conlleva, es “harina de otro costal”-, y sólo por el hecho de serlo se considera que tienen todas ellas madera de heroínas, ¿de qué madera estarían hechas las mujeres que con este temple se enfrentaba a la vida y sus difíciles circunstancias?. Esperamos que su pensamiento o respuesta sea de admiración hacia el género femenino pues sin su coraje, tal vez, el animal humano no hubiera llegado hasta nuestros días.
Antes de pasar a la medicina, digamos, del pueblo, casera o de remedios, debemos hacer constar que el médico constituía el terror de la chiquillería que por Cabañas –y los demás pueblos lógicamente- correteaba. Peor que el “Coco”, “El tío del saco”, “El Lobo” o el “Sacamantecas”, por citar sólo algunos de los “comeniños” fantásticos que se usaban por entonces para controlar a los más pequeños; “comeniños” que hoy correrían despavoridos ante cualesquiera de nuestro chiquillos, me temo.
Los muchachos temían a las inyecciones más que a una vara verde, -también las chicas, pero éstas, más en su papel, aguantaba el tirón sin hacer la cabra, que era algo exclusivo de los chicos-, pero lo que realmente ponía a éstos en pie de guerra eran las vacunas, pues por estas fechas comenzaron a aplicarse en las escuelas, principalmente la vacuna contra la viruela. La aplicación consistía en efectuar con una plumilla metálica unas ligeras arañaditas a la altura del deltoides hasta producir sangre, sobre la que se aplicaba la vacuna, y claro, una cosa era una inyección en casa sin que nadie lo viera por lo que se podía lloriquear al gusto, y otra una serie de cortes en el brazo como si le fueran a transformar en chorizos, aguantando estoicamente delante de médico, maestra, alguna otra persona que siempre había y resto de la escuela y encima sin soltar una sola lágrima ni un solo ¡ay!, pues de hacerlo de inmediato se pasaba a ser calificado de cobarde por los demás chicos, con el consiguiente cachondeo de las féminas, pitorreo que se podía prolongar durante meses, y eso era algo intragable.
Como el médico avisaba cuando iba a proceder a la vacunación escolar, ese día los niños que vivían en las fincas de los alrededores solían ponerse enfermísimos y no podían ir a la escuela. Los que estaban en el pueblo o por despiste acudían desde los campos, nada más detectar al médico por las calles, si no coincidía momentos antes el recreo, simulaban muy bien tener problemas de próstata pues se agarraban la colita para evitar mearse en el aula. El objetivo era salir de la escuela a la calle y lanzarse como rayos hacia el imponente farallón rocoso que sostiene los restos del castillo. Una vez alcanzados los riscos ya no había quien pudiera encontrarlos. Las madres, abuelas, tías, hermanas…, los buscaban en vano a la vez que los llamaban incesantemente, unas veces en plan amigable-cariñoso-convincente, y otras más o menos así: “Fulano, baja ahora mismo, so retuno, que te vas a llevar una paliza que te vas a enterar y además tu padre lo va a saber”. ¡Pero bueno!, cómo iban a bajar los chicos si además de “envacunarlos” como ellos decían, les prometían cruzarlos la cara. Era más práctico aguantar escondidos entre el laberinto de rocas hasta que se divisara al médico desaparecer montado en su caballo en dirección a Retamosa, incluso si se aguantaba lo suficiente desde la altura se le veía llegar a su pueblo de residencia. De esta forma sólo había que soportar los cachetes femeninos y, a veces, los pescozones del padre, pero la vacuna y todo lo demás se evitaba.
Bien, pues con este sistema de salud, cuyo hospital más próximo estaba en Cáceres que se encuentra a 120 kms, que con los medios de transporte que entonces había era algo así como si estuviera en el fin del Planeta, (a Cáceres tuvieron que ser trasladados aquellos dos chicos, el de la peritonitis y el de la apendicitis, que ya se reflejaron en anterior comentario. Años atrás otro chico, el primero de Cabañas que hizo la carrera de Magisterio, llamado Fermín, murió por las complicaciones de una apendicitis que no fue extirpada. De cólico miserere, decían en el pueblo que había muerto, que no es exactamente lo mismo, pero lo cierto es que murió), resulta que la población en general era reacia a recurrir al médico y solían utilizar los remedios caseros que desde tiempos ancestrales habían utilizado para aliviarse, unas veces con éxito y otras sin él, pero era su medicina, la que aprendieron de sus padres y éstos de los suyos… Ello unido al bajo nivel cultural de la época, más agudizado aún en estas sociedades debido al aislamiento secular, hacía que muchas veces realizaran remedios y prácticas absurdas que además de no valer para nada, en no pocas ocasiones ponían al enfermo o herido al borde mismo de la muerte, eso cuando no traspasaba dicho borde. Veamos unos cuantos de estos remedios ancestrales. Será sólo un muestreo, pues para hacerse una idea bastarán. Alguien puede extrañarse de que en algunos casos o pasajes aparezcan ciertos rasgos humorísticos en temas que en su momento fueron cuasi-trágicos. Es algo intencionado, pues en absoluto con ello se desvirtúa la verdad de los hechos y, en cambio, se intenta restar parte del dramatismo que en su momento causaron a quienes los vivieron en carne propia. Lo contrario podría ser interpretado como un reprobable regodeo, lo que constituiría una falta total de respeto a nuestros antepasados y una descalificación total de quien escribe estas páginas y que también protagonizó algunos casos. Ahora, cuando han transcurrido cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y más años de algunos de ellos, sólo deben ser recordados en honor de quienes los padecieron, para que no se nos olviden a los presentes y para conocimiento de las futuras generaciones. En una palabra: como simple testimonio de la pequeña –o gran- historia de las personas. Sólo eso. Y empezamos por los más pequeños, por comenzar de alguna manera.
Si el bebé lloraba porque le dolía la tripa, cosa habitual en los primeros meses, (cólico del lactante), se le daba un suave masaje en la tripa con aceite, normalmente untando los dedos en el aceite del candil y a ser posible junto al fuego, para que no cogiese frío. Si continuaba llorando alguien solía opinar que era debido al hambre que tenía, por lo que se le inflaba de comer, bien con leche materna, bien de cabra, pues otra no había. Si como consecuencia del atracón lácteo o cualquier otra circunstancia el niño no defecaba debidamente o a tiempo, cogían un fósforo de los que tenían el palito de cera, lo envolvían con un trocito de papel de estraza y esa especie de canutillo así formado era impregnado en aceite bañándole directamente en el candil y acto seguido, con la cabeza de la cerilla por delante, era introducido en el ano del bebé. Se le sujetaban apretados los glúteos para que no lo expulsara de inmediato, y, a esperar a que hiciera efecto y el bebé se aliviara. Si el llanto continuaba y giraba la cabeza de vez en cuando, el pronóstico era que tenía dolor de oídos, en cuyo caso, puesto en la posición adecuada, la mamá vertía unas gotas de leche ordeñándolas de su propio pecho, pues resultaba que todas las personas tenían dentro del oído “un bicho”, que era el que realmente oía, y cuando tenía hambre producía dolor, por lo que había que alimentarle para que cesara en su maldad. Si el asunto se ocurría cuando ya la mamá no tenía leche, pues.......//////.......
aproximadamente-, a los que parió ella sola en su choza, sin ayuda de nadie, mientras su marido estaba cuidando el ganado en los montes. Estos hijos aún viven en su mayoría, son ya todos ellos de edad avanzada, pero viven, por lo que pueden ser fieles testigos de lo que aquí se afirma y que puede parecer inverosímil en nuestro días, cuando desde el momento mismo de la concepción, la mujer es tratada, cuidada y guiada por tocólogos, ginecólogos y psicólogos con avances tecnológicos de última creación que permiten saber hasta el sexo del futuro bebé a las pocas semana de gestación, produciéndose los alumbramientos en hospitales de primer nivel… Pues sí, en nuestros días y con nuestros alcances tecnológicos puede parecer inverosímil, pero ello sólo viene a poner de manifiesto, una vez más, la relatividad de las cosas y de los hechos, y lo que hoy a alguien le puede parecer imposible, hace un tiempo era tan normal que ocurría un día sí y otro también, o sea que era real, y por ser real y habitual era normal, tan normal como la vida misma. Ahora, a cualesquiera que hayan perdido su tiempo leyendo estas líneas se le invita a hacerse esta reflexión: Teniendo en cuenta que ser mujer es una de las cosas más difíciles y admirables de la especie humana, –se dice mujer, no hembra. Ser hembra es algo natural, por lo que todas lo son, pero ser mujer con el inmenso bagaje que conlleva, es “harina de otro costal”-, y sólo por el hecho de serlo se considera que tienen todas ellas madera de heroínas, ¿de qué madera estarían hechas las mujeres que con este temple se enfrentaba a la vida y sus difíciles circunstancias?. Esperamos que su pensamiento o respuesta sea de admiración hacia el género femenino pues sin su coraje, tal vez, el animal humano no hubiera llegado hasta nuestros días.
Antes de pasar a la medicina, digamos, del pueblo, casera o de remedios, debemos hacer constar que el médico constituía el terror de la chiquillería que por Cabañas –y los demás pueblos lógicamente- correteaba. Peor que el “Coco”, “El tío del saco”, “El Lobo” o el “Sacamantecas”, por citar sólo algunos de los “comeniños” fantásticos que se usaban por entonces para controlar a los más pequeños; “comeniños” que hoy correrían despavoridos ante cualesquiera de nuestro chiquillos, me temo.
Los muchachos temían a las inyecciones más que a una vara verde, -también las chicas, pero éstas, más en su papel, aguantaba el tirón sin hacer la cabra, que era algo exclusivo de los chicos-, pero lo que realmente ponía a éstos en pie de guerra eran las vacunas, pues por estas fechas comenzaron a aplicarse en las escuelas, principalmente la vacuna contra la viruela. La aplicación consistía en efectuar con una plumilla metálica unas ligeras arañaditas a la altura del deltoides hasta producir sangre, sobre la que se aplicaba la vacuna, y claro, una cosa era una inyección en casa sin que nadie lo viera por lo que se podía lloriquear al gusto, y otra una serie de cortes en el brazo como si le fueran a transformar en chorizos, aguantando estoicamente delante de médico, maestra, alguna otra persona que siempre había y resto de la escuela y encima sin soltar una sola lágrima ni un solo ¡ay!, pues de hacerlo de inmediato se pasaba a ser calificado de cobarde por los demás chicos, con el consiguiente cachondeo de las féminas, pitorreo que se podía prolongar durante meses, y eso era algo intragable.
Como el médico avisaba cuando iba a proceder a la vacunación escolar, ese día los niños que vivían en las fincas de los alrededores solían ponerse enfermísimos y no podían ir a la escuela. Los que estaban en el pueblo o por despiste acudían desde los campos, nada más detectar al médico por las calles, si no coincidía momentos antes el recreo, simulaban muy bien tener problemas de próstata pues se agarraban la colita para evitar mearse en el aula. El objetivo era salir de la escuela a la calle y lanzarse como rayos hacia el imponente farallón rocoso que sostiene los restos del castillo. Una vez alcanzados los riscos ya no había quien pudiera encontrarlos. Las madres, abuelas, tías, hermanas…, los buscaban en vano a la vez que los llamaban incesantemente, unas veces en plan amigable-cariñoso-convincente, y otras más o menos así: “Fulano, baja ahora mismo, so retuno, que te vas a llevar una paliza que te vas a enterar y además tu padre lo va a saber”. ¡Pero bueno!, cómo iban a bajar los chicos si además de “envacunarlos” como ellos decían, les prometían cruzarlos la cara. Era más práctico aguantar escondidos entre el laberinto de rocas hasta que se divisara al médico desaparecer montado en su caballo en dirección a Retamosa, incluso si se aguantaba lo suficiente desde la altura se le veía llegar a su pueblo de residencia. De esta forma sólo había que soportar los cachetes femeninos y, a veces, los pescozones del padre, pero la vacuna y todo lo demás se evitaba.
Bien, pues con este sistema de salud, cuyo hospital más próximo estaba en Cáceres que se encuentra a 120 kms, que con los medios de transporte que entonces había era algo así como si estuviera en el fin del Planeta, (a Cáceres tuvieron que ser trasladados aquellos dos chicos, el de la peritonitis y el de la apendicitis, que ya se reflejaron en anterior comentario. Años atrás otro chico, el primero de Cabañas que hizo la carrera de Magisterio, llamado Fermín, murió por las complicaciones de una apendicitis que no fue extirpada. De cólico miserere, decían en el pueblo que había muerto, que no es exactamente lo mismo, pero lo cierto es que murió), resulta que la población en general era reacia a recurrir al médico y solían utilizar los remedios caseros que desde tiempos ancestrales habían utilizado para aliviarse, unas veces con éxito y otras sin él, pero era su medicina, la que aprendieron de sus padres y éstos de los suyos… Ello unido al bajo nivel cultural de la época, más agudizado aún en estas sociedades debido al aislamiento secular, hacía que muchas veces realizaran remedios y prácticas absurdas que además de no valer para nada, en no pocas ocasiones ponían al enfermo o herido al borde mismo de la muerte, eso cuando no traspasaba dicho borde. Veamos unos cuantos de estos remedios ancestrales. Será sólo un muestreo, pues para hacerse una idea bastarán. Alguien puede extrañarse de que en algunos casos o pasajes aparezcan ciertos rasgos humorísticos en temas que en su momento fueron cuasi-trágicos. Es algo intencionado, pues en absoluto con ello se desvirtúa la verdad de los hechos y, en cambio, se intenta restar parte del dramatismo que en su momento causaron a quienes los vivieron en carne propia. Lo contrario podría ser interpretado como un reprobable regodeo, lo que constituiría una falta total de respeto a nuestros antepasados y una descalificación total de quien escribe estas páginas y que también protagonizó algunos casos. Ahora, cuando han transcurrido cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y más años de algunos de ellos, sólo deben ser recordados en honor de quienes los padecieron, para que no se nos olviden a los presentes y para conocimiento de las futuras generaciones. En una palabra: como simple testimonio de la pequeña –o gran- historia de las personas. Sólo eso. Y empezamos por los más pequeños, por comenzar de alguna manera.
Si el bebé lloraba porque le dolía la tripa, cosa habitual en los primeros meses, (cólico del lactante), se le daba un suave masaje en la tripa con aceite, normalmente untando los dedos en el aceite del candil y a ser posible junto al fuego, para que no cogiese frío. Si continuaba llorando alguien solía opinar que era debido al hambre que tenía, por lo que se le inflaba de comer, bien con leche materna, bien de cabra, pues otra no había. Si como consecuencia del atracón lácteo o cualquier otra circunstancia el niño no defecaba debidamente o a tiempo, cogían un fósforo de los que tenían el palito de cera, lo envolvían con un trocito de papel de estraza y esa especie de canutillo así formado era impregnado en aceite bañándole directamente en el candil y acto seguido, con la cabeza de la cerilla por delante, era introducido en el ano del bebé. Se le sujetaban apretados los glúteos para que no lo expulsara de inmediato, y, a esperar a que hiciera efecto y el bebé se aliviara. Si el llanto continuaba y giraba la cabeza de vez en cuando, el pronóstico era que tenía dolor de oídos, en cuyo caso, puesto en la posición adecuada, la mamá vertía unas gotas de leche ordeñándolas de su propio pecho, pues resultaba que todas las personas tenían dentro del oído “un bicho”, que era el que realmente oía, y cuando tenía hambre producía dolor, por lo que había que alimentarle para que cesara en su maldad. Si el asunto se ocurría cuando ya la mamá no tenía leche, pues.......//////.......