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CABAÑAS DEL CASTILLO: (MÉDICOS, MEDICINAS Y REMEDIOS, 4ª PARTE).-...

(MÉDICOS, MEDICINAS Y REMEDIOS, 4ª PARTE).-
necesario se hacía un vendaje para que no se cayeran. También se aplicaba manteca de cerdo, aceite de oliva, miel y en ocasiones, cuando las ampollas se reventaban, bicarbonato sódico.
Tisanas de malva, orégano, higos secos, culantrillo y otras hiervas, se usaban contra la tos, los catarros y las afonías, y contra éstas, además, gárgaras con agua caliente y miel, aunque el remedio estrella para estas dolencias era leche muy caliente con miel y coñac, el problema es que los dos primeros componentes no era fácil disponer en todo momento de ambos, y el tercero prácticamente nunca, por lo que, se le solía sustituir por orujo. Cuando se disponía de este coctel y también de un comprimido de Okal, se había cuadrado el círculo, pues todo era tomarlo, meterse en la cama, sudar cuanto fuera posible y al día siguiente, como nuevos, bueno, a veces. (Okal era por entonces el nombre comercial del ácido acetilsalicílico, o sea, lo que hoy conocemos como Aspirina).
Un molesto inconveniente que se presentaba con bastante frecuencia era la picadura de los alacranes o escorpiones, pues es un arácnido muy frecuente en toda la zona. De hecho hay más alacranes que piedras y todo es un pedregal. Su picadura es dolorosísima y suelen durar sus efectos cerca de 24 horas, la mayor parte de las cuales el afectado se las pasa dando auténticos aullidos. Para tratar de paliar los intensos dolores intentaban provocar el vómito dándole a beber diversas tisanas, incluso aceite de oliva, pero lo más habitualmente usado era la hierbabuena. Las mujeres se afanaban tanto en provocarle el vómito, y con tal ahínco, que de haber dispuesto del Bálsamo de Fierabrás, se lo habrían hecho tragar hasta la última gota aunque le hubiera costado vomitar las asaduras completas; ni bien, por fortuna no disponían de citada pócima así que le administraban tisana tras tisana de hierbabuena; en ocasiones el dolor eran tan fuerte y las ganas de que cesaran las molestias tales, que el individuo afectado entre tragos, revolcones, alaridos y blasfemias, se comía directamente la hierbabuena a bocados, como si de una oveja tratase. No obstante a vomitar como beodos, el dolor no solía cesar hasta que no estaban próximas a pasar las 24 horas de rigor, una vez que el organismo había metabolizado el veneno del arácnido, pues lógicamente se encontraba en el torrente sanguíneo y, por tanto, repartido por todos los tejidos, no concretamente en el estómago de donde se intentaba desterrarle mediante el vómito.
Mención aparte merecen los problemas dentales pues antes o después casi todos los vecinos se veían afectados por ellos. Un caso típico, relatado de menos a más en función del incremento del dolor, seguía el siguiente proceso: Para un dolor leve o normal en una pieza dental, se solía recurrir a calentar una piedra adecuada en el fuego, luego envuelta en un trapo para que no quemara se aplicaba al lado de la cara donde estaba la pieza molesta; tan pronto se enfriaba la piedra se repetía la operación. El dolorcillo no se iba y llegaba la noche. Ahora se agudizaba por momentos y el afectado no podía pegar ojo, ni se lo dejaba pegar a los demás, así que estando ya próxima la madrugada, entre quejidos y cabreos acababan levantándose, encendían el fuego y calentaban un alambre; acto seguido metían la punta del mismo, que iba al rojo vivo, en el hueco de la muela que a veces dejaba de doler y otras no, pero si además de no hacerlo, al aplicador del alambre enrojecido le había temblado el pulso produciendo la consiguiente quemadura en cualquier parte de la cavidad bucal, el dolor en tan sensible lugar se sumaba al de la molesta muela. Si ésta o la pieza de que se tratara no había dejado de doler, se preparaba el contraataque, pues la llegada del día estaba próxima y había que irse a trabajar, si era posible sin dolor molar; ya era bastante con la quemadura y las molestias que causaría a la hora de masticar, aunque fuera corto el yantar. Alguien se dirigía al sobrado y de entre un montón de cachivaches sacaba un bote de hojalata que contenía sosa caustica (Hidróxido de sodio, NaOH), pues lo había en todas las casas, -medio oculto por temor a que lo cogieran los niños-, para fabricar jabón casero con las grasas y restos de animales muertos, y a continuación introducían un pequeño trozo ¡en el interior del hueco de la muela dolorosa!. De inmediato reaccionaba con el agua contenida en la saliva y como de esa reacción se desprende un calor inmenso, la muela solía resultar agrietada e incluso estallada, dejando a veces de doler, cosa lógica pues si la caries era muy profunda el nervio perdía toda su sensibilidad al resultar abrasado. Claro que tenía sus efectos secundarios, que no eran otro que ese calor tan inmenso de la reacción calentaba la saliva a tal temperatura que quemaba una buena zona, además de la corrosión que de por sí causaba la sosa caustica, al tratarse de un fuerte corrosivo. Estas quemaduras se sumaban a las producidas por el alambre, con lo que el individuo, en el supuesto de que el dolor de la muela hubiera cesado, ahora estaba mucho peor que al principio, pues tenía la boca con serias quemaduras que dolían y escocían como ellas solas, dificultándole, además, la masticación.
Las peripecias dentales no terminaban aquí, pues en ocasiones el dolor, aun habiendo desaparecido momentáneamente, al poco volvía y esta vez más fuerte pues el nervio se encontraba irritado en grado máximo, y aquí tenemos al pobre interfecto que a media mañana o al mediodía dejaba de arar, de cuidar el ganado o lo que estuviera haciendo y desesperado, agarrándose con una mano las mandíbulas, regresaba al pueblo medio babeando y buscando remedio ante la última instancia: el tío Joaquín. Este hombre, como todos los demás de por allí, a fuerza de trabajar toda la su vida, arado, azadón y hacha en mano, había desarrollado en particular unos dedos fortísimos, duros como piedras y unas uñas aceradas que ya las quisiera para sí cualquier oso. Sentado el abatido hombre, o mujer, eso era lo de menos, y abierta la boca cuanto le era posible, el tío Joaquín introducía directamente sus dedos en la cavidad bucal; agarraba la muela indicada y con un simple apretón-tirón estaba extraída, a la vez que preguntaba si tenía que quitar alguna otra, pues él las veía “joías”. Como “el extraído” le indicara con la mano que no, pues hablar no podía debido a quemaduras, sacaduras y dolores, además de sangrar como un toro estoqueado en medio del ruedo, el bueno del tío Joaquín, que además era medio poeta, pero no barbero, sacaba una botella de vinagre y le daba para que se enjuagara la boca dos o tres veces, lo que dejaba ya medio defenestrado al “paciente”, pues además de todos los males que padecía había que sumar ahora el escozor del ácido acético. Se levantaba medio mareado y, tambaleándose, desaparecía calle abajo en dirección al lugar del trabajo, mientras pensaba cuánto tiempo tardaría la próxima muela en proporcionarle otro calvario.
Cuando el tío Joaquín desapareció se solía utilizar el método del portazo, que consistía en sentar en una silla al sujeto dolorido y atar la pieza dentaria que dolía con una fina cuerda de cáñamo, del que utilizaban para hacer los cabos con los que cosían los zapatos, y atada la pieza con una lazada escurridiza, se fijaba el otro extremo de la cuerda a una puerta abierta. Se sujetaba la cabeza del “paciente” de forma segura y en el acto alguien daba una patada a la puerta para que diera un portazo. La puerta solía arrancar de forma instantánea la pieza dentaria y a la vez un alarido de su propietario que se oía en toda la abadía. De los destrozos causados en las encías es mejor ni hablar.
Después llegaría un médico que en sus visitas a los pueblos llevaba siempre consigo un alicate de odontología y unas inyecciones anestésicas. Sacaba las muelas a las gentes de los pueblos y también a los campesinos. A éstos los sentaba sobre una piedra a la orilla del camino y solía extraerles hasta cuatro y cinco piezas de una sola vez. Frecuentemente se producían infecciones que curaban a base de iodo.
Como los problemas dentales eran tan comunes en los hombres como en las mujeres, era frecuente oírlas decir que preferían parir antes que cogerse un dolor de muelas, y a buen seguro que ellas sabían bien de lo decían.
El trabajo y demás actividades desarrollado en un medio geográfico tan accidentado provocaban continuas heridas, bien por el mismo medio, bien por las herramientas utilizadas........./////...... .