PARTE 1ª DEL COMENTARIO “CABAÑAS: VIVIENDAS Y ENSERES”.-
Antes de nada nos situaremos en el tiempo: Las viviendas de Cabañas del Castillo sobre las que hablaremos tuvieron lugar en un periodo cuyo arranque es difícil determinar, siendo en cualquier caso posterior al siglo XII o XIII, en el cual las cabañas, chabolas y chozas comenzaron a transformarse en casas mediante una determinada forma de construcción que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. Actualmente, mediante la reforma de unas o el derribo de otras para ser levantadas de nuevo, con la utilización de materiales, avances y técnicas modernas de construcción, aunque en muchos casos se ha intentado que no perdieran parte del estilo que en su día tuvieron, unas veces con más éxito que otras, se han edificado viviendas que nada tienen que ver con las originales ni en sus estructuras ni en su habitabilidad. Imaginariamente construiremos una casa entre 1825 y 1925, por ejemplo, cuyos propietarios tienen un poder adquisitivo medio, si es que en esta época se podía hablar de poder adquisitivo, dentro de la profunda y secular pobreza.
Las construcciones destinadas a viviendas en esta población estaban en consonancia con las de otros pueblos de la zona en cuanto a la utilización de materiales, alturas, huecos de luz, dependencias y usos, si bien, en esta localidad en concreto la construcción de las mismas estaba determinada, en la mayoría de las ocasiones, por las circunstancias propias que presenta su orografía, pues si bien la población está en lo alto de una montaña, no ocupa la cima de la misma, la cual está copada por la enorme roca que sostiene los restos del castillo árabe, sino que está anclada en su pie, al lado Este. Desde aquí arranca la fuerte caída del terreno que no terminará hasta llegar a los ríos próximos. Dicha caída, que en ocasiones puede alcanzar el 50%, hacía obligado el encastramiento en el terreno de parte de las mismas, pues en la época en que fueron levantadas sus constructores no se disponían de maquinaria alguna para efectuar excavaciones, explanaciones, movimientos de tierras, cimentaciones o alzados y tampoco medios mecánicos de elevación de pesos, excepto los basados en el esfuerzo humano, ni acarreo de materiales que no fuera a lomos de burros.
Ello hacía que una vez determinado el lugar de construcción, comenzara el proceso de excavación, que a su término tendría forma de cuña prismática siendo la encargada de recibir o encajar, literalmente, gran parte de la vivienda. Unas veces sería su parte baja y otras ésta y la primera planta, máxima altura que podía conseguirse de forma más o menos segura, dado los materiales disponibles: Piedras, barro, en ocasiones argamasa de arena y cal, y maderas en forma de tablas y vigas, así como tejas árabes para las cubiertas, cuyo alero trasero, es decir el tejado, era frecuente que quedara a la altura misma de la cota superior de la excavación, es decir, a nivel del suelo, lo que forzaba a realizar una sola vertiente de gran longitud, lo cual unido a la escasa pendiente que se conseguía en aras del ahorro de alzado de paredes, forzosamente producía filtrados de humedades y goteras de agua de forma continuada.
La tierra extraída de la excavación, que solía hacerse entre los distintos miembros de las familias, a pico y pala, que se calculaba no iba a ser necesaria para el barro, era sacada a lomos de burros equipados con los adecuados serones y unas veces se tiraba en lugares más o menos lejanos, y otras, si era de buena calidad, se utilizaba para el relleno de huertos y lugares que presentaban poco suelo con escasez de capa vegetal. A la vez se aprovechaba el viaje para volver con el serón lleno de piedras que se unirían a las que iban saliendo de la excavación. Ésta podía profundizarse hasta conseguir que todo el suelo estuviera en el mismo plano horizontal, aunque siempre a unos veinte o treinta centímetros por encima de la cota de la calle para facilitar el imprescindible drenado, o bien, si el terreno era demasiado duro o rocoso, se optaba por explanar a distintos niveles, lo que determinaría que para pasar de fuera hacia dentro a través de las distintas estancias, tuviera que hacerse mediante escalones. Es decir: Estancias en escala, que si se disponía de suficiente terreno podían estar una al lado de otra, o en el caso de que el solar fuera estrecho y largo, se iría subiendo de una en otra atravesándolas, pues el pasillo común no existía. Una vez terminada la explanación se procedía a construir una regadera a todo lo ancho del borde trasero y desde la mitad de ésta arrancaba otra que atravesaba el solar longitudinalmente para ir a desembocar al lado de la puerta de entrada, quedando así justificados esos veinte o treinta centímetros que el plano de la primera estancia quedaba sobre el nivel de la calle y que ya se refirió anteriormente. Ello obligaba a entrar siempre en la casa, al menos, mediante un escalón. Estas regaderas prismáticas eran cubiertas con lanchas y posteriormente con tierra, quedando totalmente ocultas en el suelo como si de tuberías modernas se tratase y eran las encargadas de drenar la gran cantidad de agua que se filtraba hacia la excavación evitando que penetrase en el interior de la vivienda, si bien su efectividad no era total, produciéndose continuamente grandes humedades en las estancias más profundas, sobre todo en épocas lluviosas. Si por cualquier circunstancia alguno de estos drenajes se atascaba –solía ocurrir por hundimientos y enraizados-, era normal que el agua acabara saliendo por la puerta de la casa hacia la calle después de atravesar toda la vivienda durante buena parte del invierno.
La cimentación como tal no existía, comenzando a levantar las paredes sobre el mismo nivel del suelo explanado. Se utilizaban las piedras de mayor tamaño que se hubieran obtenido en la excavación como asiento de las que vendrían después. Las paredes laterales y la trasera se levantaban, en buena parte, adosadas al talud vertical de la excavación y eran todas ellas paredes maestras, pues sobre ellas irían apoyados todos los elementos de la planta superior y el tejado. Una vez que se terminaban de levantar éstas se procedía a construir la fachada frontal en la que se abriría paso la puerta y alguna ventana, por lo general de reducidas dimensiones pues no se disponía de otros materiales que no fueran maderos para los dinteles, los cuales habrían de sostener un peso enorme que por lo general descargarían sobre la misma pared sin jambas de refuerzo. Dado que los materiales utilizados, o sea piedras más o menos redondeadas, no eran demasiado estables para levantar paredes, se trataba de compensar la posible caída haciéndolas de gran anchura, siendo normal estar entre ochenta y ciento veinte centímetros de grosor. Por otro lado tampoco era posible confiar demasiado en el barro que se utilizaba entre las mismas, pues más que unirlas y sujetarlas, sólo hacía rellenar huecos
A la vez que se levantaban las paredes laterales se construían también las interiores de la planta baja que serían las encargadas de separar las distintas dependencias. Estas paredes, también de piedra y barro, eran algo más estrechas que las exteriores y en ellas se solían dejar huecos adecuados de forma cuadrangular o rectangular y con la profundidad precisa para que pudieran colocarse sobre los mismos diversos enseres. Por lo general, a estos huecos se los denominaba impropiamente cantareras, ya que no solían alojar a los cántaros del agua, sino que éstos eran depositados en poyos de piedra de cincuenta o sesenta centímetros de altura que se construían sobre el suelo al efecto. (En algunas ocasiones, aunque muy escasas, se usaban cantareras de madera).
Una vez que todas las paredes, interiores y exteriores, de la planta baja habían sido levantadas a la correspondiente altura, que en aras de la economía y la seguridad, siempre eran más bien escasa, pues sólo había que ponerse de pie sobre suelo y levantar el brazo para alcanzar el techo; se procedía a colocar las vigas de madera de roble, que constituirían el apoyo del suelo del piso superior, que a la vez era el techo del inferior o bajo. Este suelo solía estar compuesto de las citadas vigas y tablas de la misma madera de distintas longitudes y anchos, con un grueso en torno a los 25 mm y que no siempre eran machihembradas. Se le denominaba “el doble” o “el doblado”, en clara alusión a que duplicaba o doblaba el espacio superficial útil disponible. En ocasiones excepcionales, y siempre por los menos pobres, podían utilizarse las bóvedas de cruce hechas con ladrillos y argamasa (mezcla de cal, arena y agua), pero no sobre todas las habitaciones, por lo general sólo en la entrada o zaguán. En este caso solían intervenir albañiles profesionales, pues requerían cierta experiencia para poder construirlas de forma segura.
Antes de nada nos situaremos en el tiempo: Las viviendas de Cabañas del Castillo sobre las que hablaremos tuvieron lugar en un periodo cuyo arranque es difícil determinar, siendo en cualquier caso posterior al siglo XII o XIII, en el cual las cabañas, chabolas y chozas comenzaron a transformarse en casas mediante una determinada forma de construcción que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. Actualmente, mediante la reforma de unas o el derribo de otras para ser levantadas de nuevo, con la utilización de materiales, avances y técnicas modernas de construcción, aunque en muchos casos se ha intentado que no perdieran parte del estilo que en su día tuvieron, unas veces con más éxito que otras, se han edificado viviendas que nada tienen que ver con las originales ni en sus estructuras ni en su habitabilidad. Imaginariamente construiremos una casa entre 1825 y 1925, por ejemplo, cuyos propietarios tienen un poder adquisitivo medio, si es que en esta época se podía hablar de poder adquisitivo, dentro de la profunda y secular pobreza.
Las construcciones destinadas a viviendas en esta población estaban en consonancia con las de otros pueblos de la zona en cuanto a la utilización de materiales, alturas, huecos de luz, dependencias y usos, si bien, en esta localidad en concreto la construcción de las mismas estaba determinada, en la mayoría de las ocasiones, por las circunstancias propias que presenta su orografía, pues si bien la población está en lo alto de una montaña, no ocupa la cima de la misma, la cual está copada por la enorme roca que sostiene los restos del castillo árabe, sino que está anclada en su pie, al lado Este. Desde aquí arranca la fuerte caída del terreno que no terminará hasta llegar a los ríos próximos. Dicha caída, que en ocasiones puede alcanzar el 50%, hacía obligado el encastramiento en el terreno de parte de las mismas, pues en la época en que fueron levantadas sus constructores no se disponían de maquinaria alguna para efectuar excavaciones, explanaciones, movimientos de tierras, cimentaciones o alzados y tampoco medios mecánicos de elevación de pesos, excepto los basados en el esfuerzo humano, ni acarreo de materiales que no fuera a lomos de burros.
Ello hacía que una vez determinado el lugar de construcción, comenzara el proceso de excavación, que a su término tendría forma de cuña prismática siendo la encargada de recibir o encajar, literalmente, gran parte de la vivienda. Unas veces sería su parte baja y otras ésta y la primera planta, máxima altura que podía conseguirse de forma más o menos segura, dado los materiales disponibles: Piedras, barro, en ocasiones argamasa de arena y cal, y maderas en forma de tablas y vigas, así como tejas árabes para las cubiertas, cuyo alero trasero, es decir el tejado, era frecuente que quedara a la altura misma de la cota superior de la excavación, es decir, a nivel del suelo, lo que forzaba a realizar una sola vertiente de gran longitud, lo cual unido a la escasa pendiente que se conseguía en aras del ahorro de alzado de paredes, forzosamente producía filtrados de humedades y goteras de agua de forma continuada.
La tierra extraída de la excavación, que solía hacerse entre los distintos miembros de las familias, a pico y pala, que se calculaba no iba a ser necesaria para el barro, era sacada a lomos de burros equipados con los adecuados serones y unas veces se tiraba en lugares más o menos lejanos, y otras, si era de buena calidad, se utilizaba para el relleno de huertos y lugares que presentaban poco suelo con escasez de capa vegetal. A la vez se aprovechaba el viaje para volver con el serón lleno de piedras que se unirían a las que iban saliendo de la excavación. Ésta podía profundizarse hasta conseguir que todo el suelo estuviera en el mismo plano horizontal, aunque siempre a unos veinte o treinta centímetros por encima de la cota de la calle para facilitar el imprescindible drenado, o bien, si el terreno era demasiado duro o rocoso, se optaba por explanar a distintos niveles, lo que determinaría que para pasar de fuera hacia dentro a través de las distintas estancias, tuviera que hacerse mediante escalones. Es decir: Estancias en escala, que si se disponía de suficiente terreno podían estar una al lado de otra, o en el caso de que el solar fuera estrecho y largo, se iría subiendo de una en otra atravesándolas, pues el pasillo común no existía. Una vez terminada la explanación se procedía a construir una regadera a todo lo ancho del borde trasero y desde la mitad de ésta arrancaba otra que atravesaba el solar longitudinalmente para ir a desembocar al lado de la puerta de entrada, quedando así justificados esos veinte o treinta centímetros que el plano de la primera estancia quedaba sobre el nivel de la calle y que ya se refirió anteriormente. Ello obligaba a entrar siempre en la casa, al menos, mediante un escalón. Estas regaderas prismáticas eran cubiertas con lanchas y posteriormente con tierra, quedando totalmente ocultas en el suelo como si de tuberías modernas se tratase y eran las encargadas de drenar la gran cantidad de agua que se filtraba hacia la excavación evitando que penetrase en el interior de la vivienda, si bien su efectividad no era total, produciéndose continuamente grandes humedades en las estancias más profundas, sobre todo en épocas lluviosas. Si por cualquier circunstancia alguno de estos drenajes se atascaba –solía ocurrir por hundimientos y enraizados-, era normal que el agua acabara saliendo por la puerta de la casa hacia la calle después de atravesar toda la vivienda durante buena parte del invierno.
La cimentación como tal no existía, comenzando a levantar las paredes sobre el mismo nivel del suelo explanado. Se utilizaban las piedras de mayor tamaño que se hubieran obtenido en la excavación como asiento de las que vendrían después. Las paredes laterales y la trasera se levantaban, en buena parte, adosadas al talud vertical de la excavación y eran todas ellas paredes maestras, pues sobre ellas irían apoyados todos los elementos de la planta superior y el tejado. Una vez que se terminaban de levantar éstas se procedía a construir la fachada frontal en la que se abriría paso la puerta y alguna ventana, por lo general de reducidas dimensiones pues no se disponía de otros materiales que no fueran maderos para los dinteles, los cuales habrían de sostener un peso enorme que por lo general descargarían sobre la misma pared sin jambas de refuerzo. Dado que los materiales utilizados, o sea piedras más o menos redondeadas, no eran demasiado estables para levantar paredes, se trataba de compensar la posible caída haciéndolas de gran anchura, siendo normal estar entre ochenta y ciento veinte centímetros de grosor. Por otro lado tampoco era posible confiar demasiado en el barro que se utilizaba entre las mismas, pues más que unirlas y sujetarlas, sólo hacía rellenar huecos
A la vez que se levantaban las paredes laterales se construían también las interiores de la planta baja que serían las encargadas de separar las distintas dependencias. Estas paredes, también de piedra y barro, eran algo más estrechas que las exteriores y en ellas se solían dejar huecos adecuados de forma cuadrangular o rectangular y con la profundidad precisa para que pudieran colocarse sobre los mismos diversos enseres. Por lo general, a estos huecos se los denominaba impropiamente cantareras, ya que no solían alojar a los cántaros del agua, sino que éstos eran depositados en poyos de piedra de cincuenta o sesenta centímetros de altura que se construían sobre el suelo al efecto. (En algunas ocasiones, aunque muy escasas, se usaban cantareras de madera).
Una vez que todas las paredes, interiores y exteriores, de la planta baja habían sido levantadas a la correspondiente altura, que en aras de la economía y la seguridad, siempre eran más bien escasa, pues sólo había que ponerse de pie sobre suelo y levantar el brazo para alcanzar el techo; se procedía a colocar las vigas de madera de roble, que constituirían el apoyo del suelo del piso superior, que a la vez era el techo del inferior o bajo. Este suelo solía estar compuesto de las citadas vigas y tablas de la misma madera de distintas longitudes y anchos, con un grueso en torno a los 25 mm y que no siempre eran machihembradas. Se le denominaba “el doble” o “el doblado”, en clara alusión a que duplicaba o doblaba el espacio superficial útil disponible. En ocasiones excepcionales, y siempre por los menos pobres, podían utilizarse las bóvedas de cruce hechas con ladrillos y argamasa (mezcla de cal, arena y agua), pero no sobre todas las habitaciones, por lo general sólo en la entrada o zaguán. En este caso solían intervenir albañiles profesionales, pues requerían cierta experiencia para poder construirlas de forma segura.