RECOPILACIÓN DE LEYENDAS
Remontándonos un poco en la historia del castillo de Granadilla y sus anejos, existe una curiosa leyenda en la que fueron protagonistas doña Margarita de Narbona y el extremeño don Alvar. Al morir en 1283 el Infante don Pedro de Castilla -hijo de Alfonso X El Sabio y hermano del rey Sancho IV-, legó, entre otros, los señoríos de Granada (antiguo nombre de Granadilla), Galisteo y otras villas y lugares a su hijo don Sancho, niño que apenas contaba con un año de edad. Quedaba por ello bajo la tutela de su madre, doña Margarita de Narbona, excepcional mujer de belleza incomparable.
Tutora de grandes ambiciones, cometió el error de aliarse con su cuñado el infante Don Juan, con Don Lope Díaz de Haro, suegro de dicho Infante y con Don Dioniz de Portugal. Formaron una liga para apoyar y defender los derechos de los infantes de la Cerda a la corona de San Fernando, que ya por entonces había pasado a las sienes del rey Sancho IV, el Bravo.
Sorprendido al principio e indignado después por la conducta de su cuñada, el rey de León y Castilla ordenó al maestre de la Orden de Alcántara, don Fernando Páez, que con los caballeros de su Instituto y las milicias concejiles de Coria, Plasencia y demás villas y lugares de la comarca de Gata, organizara un regular ejército e irrumpiera en las tierras que gobernaba doña Margarita en nombre de su hijo, y se apoderara de sus Plazas y castillos doblegando a los insurrectos.
Resultó empresa fácil para el maestre alcantarino reunir considerable hueste integrada en su mayor parte por gente de los pueblos de Sierra de Gata que caían bajo la jurisdicción del Maestrazgo. Cuando ya tuvo a sus hombres entrenados y pertrechados para su proyectada correría, cruzó la cordillera y se apoderó de Sabugal, villa de gran importancia, pero que a la sazón disponía de poca gente de armas para la defensa.
La pérdida de la plaza de Sabugal cayó como una bomba y desmoralizó a los habitantes de los territorios que regentaba doña Margarita. Ante el cariz de los acontecimientos, y debidamente aconsejada por los caballeros de su parcialidad, decidió refugiarse en su fortificada villa de Granada, para resistir y hacer frente a sus enemigos, en tanto acudía en auxilio suyo el infante don Juan o el rey de Portugal.
Mientras llegaban los socorros ofrecidos, la ilustre dama, mujer de porte majestuoso y singular belleza, no exenta de bravura y entereza, velaba el sueño de su pequeño hijo en la cámara de su alcázar. En ocasiones, desde las ventanas de su residencia observaba con angustia la forma en que el maestre de Alcántara iba tomando posiciones con sus guardias en las cercanías de su querida Granada, apretando el cerco de la villa.
Confió la defensa al alcaide Men Rodríguez, servidor incondicional de Doña Margarita pero de edad muy avanzada, cuando lo que se precisaba era un capitán joven, valiente y prestigioso que se pusiera al frente de los desalentados defensores de su señorío y consiguiera, con su ejemplo y capacidad, animar y preparar a los sitiados para seguir resistiendo y poder pasar a la ofensiva en el momento oportuno.
De indudable hermosura, pero de modales resueltos y gran decisión para resolver los graves problemas de sus Estados, la de Narbona revisaba las defensas acompañadas del fiel alcaide, exhortando a los suyos para resistir, prometiéndoles como recompensa grandes beneficios después de la victoria, que no dudaba conseguirían con el auxilio de los demás príncipes confederados.
Confiaba doña Margarita en que pronto acudiría el infante don Juan y atacaría por la retaguardia a los ejércitos del maestre. Entre tanto, para hacer más eficaz la resistencia, hizo llamar al extremeño don Alvar Nuñez de Castro, esclarecido capitán que, en diferentes ocasiones, se había batido al lado del difunto esposo de la dama con gran coraje y denuedo, sobresaliendo siempre por su valentía y destreza, tanto en lides de guerra de alguna importancia como en escaramuzas y torneos.
Nada más recibir la noticia, acudió presuroso el caballero don Alvar dispuesto a prestar ayuda a la egregia señora, al frente de un crecido número de aguerridos extremeños; y una noche tenebrosa, mientras arreciaba el fragor de la lucha, el prestigioso capitán, junto con sus veteranas milicias, consiguieron penetrar en la fortaleza no sin antes haber experimentado sensibles pérdidas.
El insigne don Alvar era en extremo gentil, apuesto y galante con las damas; y como sus dotes de soldado eran, asimismo, excepcionales, unas y otras cualidades le proporcionaban bien cimentada fama.
En sus años mozos había sido paje del de Castro en la Corte, y desde entonces sentía tal veneración por doña Margarita, que llegó a creer que no tenía razón de ser su existencia si no era correspondido por la hermosa dama. Estaba siempre pendiente de sus deseos, se esforzaba por atenderla y complacerla con todo respeto y diligencia, y soñaba, ilusionado, con acaparar títulos y méritos para hacerse digno de su cariño.
Transcurrían los años, y en tanto que el extremeño se transformaba de paje adolescente, simpático y servicial, en caballero apuesto y de seguro porvenir, la de Narbona, que brillaba con luz propia por su belleza y dotes personales, era solicitada por los más linajudos personajes de la Corte.
Siempre esperanzado don Alvar y luchando con la pasión que abrasaba su corazón y atenazaba su cerebro, ocultaba resignado sus sentimientos en espera de tener ocasión propicia en que fuera correspondido su cariño y lograra liberarse de aquel tormento. Hasta que un día los encantos de la bella subyugaron al infante don Pedro, su señor, y se unió en matrimonio con ella, causando la desesperación de don Alvar, que tantos años la venía sufriendo y conteniendo sus impulsos amorosos. Tan fuertemente impresionó el ánimo del extremeño aquel acontecimiento, que huyó de la Corte. Deseando morir como único remedio a sus desventuras, ofrecía sus servicios para las más arduas empresas, dónde se le veía siempre en vanguardia y en los sitios de mayor peligro en cuantos episodios bélicos tomaba parte.
Se acrecentó extraordinariamente la fama del paladín extremeño, y algún tiempo más tarde, al fallecer el infante don Pedro, creyó llegado el momento de dar satisfacción plena al impulso amoroso de toda su vida; y cuando tuvo conocimiento de que había sido cercada la villa de Granada en ocasión de encontrarse dentro doña Margarita, acudió presuroso en auxilio suyo, dispuesto a no separarse de ella, a ofrecerle su brazo vigoroso y a sacrificar su propia vida.
Una vez don Alvar dentro de la plaza, sujetando con las manos los latidos de su corazón, se apresuró a buscar a doña Margarita. La escena que se desarrolló entre ambos personajes y los acontecimientos que allí se sucedieron constituyen una interesante y amena leyenda de fondo histórico, que ha llegado hasta nuestros días a través de la tradición y las crónicas. Un hábil historiador ha narrado este brillante episodio, y como no podemos mejorar su pericia en la forma de exponerlo, a continuación damos traslado de algunos párrafos de esta notable narración (Revista de Extremadura, Pág. 415 del tomo correspondiente al año 1908), en la siguiente página.
Remontándonos un poco en la historia del castillo de Granadilla y sus anejos, existe una curiosa leyenda en la que fueron protagonistas doña Margarita de Narbona y el extremeño don Alvar. Al morir en 1283 el Infante don Pedro de Castilla -hijo de Alfonso X El Sabio y hermano del rey Sancho IV-, legó, entre otros, los señoríos de Granada (antiguo nombre de Granadilla), Galisteo y otras villas y lugares a su hijo don Sancho, niño que apenas contaba con un año de edad. Quedaba por ello bajo la tutela de su madre, doña Margarita de Narbona, excepcional mujer de belleza incomparable.
Tutora de grandes ambiciones, cometió el error de aliarse con su cuñado el infante Don Juan, con Don Lope Díaz de Haro, suegro de dicho Infante y con Don Dioniz de Portugal. Formaron una liga para apoyar y defender los derechos de los infantes de la Cerda a la corona de San Fernando, que ya por entonces había pasado a las sienes del rey Sancho IV, el Bravo.
Sorprendido al principio e indignado después por la conducta de su cuñada, el rey de León y Castilla ordenó al maestre de la Orden de Alcántara, don Fernando Páez, que con los caballeros de su Instituto y las milicias concejiles de Coria, Plasencia y demás villas y lugares de la comarca de Gata, organizara un regular ejército e irrumpiera en las tierras que gobernaba doña Margarita en nombre de su hijo, y se apoderara de sus Plazas y castillos doblegando a los insurrectos.
Resultó empresa fácil para el maestre alcantarino reunir considerable hueste integrada en su mayor parte por gente de los pueblos de Sierra de Gata que caían bajo la jurisdicción del Maestrazgo. Cuando ya tuvo a sus hombres entrenados y pertrechados para su proyectada correría, cruzó la cordillera y se apoderó de Sabugal, villa de gran importancia, pero que a la sazón disponía de poca gente de armas para la defensa.
La pérdida de la plaza de Sabugal cayó como una bomba y desmoralizó a los habitantes de los territorios que regentaba doña Margarita. Ante el cariz de los acontecimientos, y debidamente aconsejada por los caballeros de su parcialidad, decidió refugiarse en su fortificada villa de Granada, para resistir y hacer frente a sus enemigos, en tanto acudía en auxilio suyo el infante don Juan o el rey de Portugal.
Mientras llegaban los socorros ofrecidos, la ilustre dama, mujer de porte majestuoso y singular belleza, no exenta de bravura y entereza, velaba el sueño de su pequeño hijo en la cámara de su alcázar. En ocasiones, desde las ventanas de su residencia observaba con angustia la forma en que el maestre de Alcántara iba tomando posiciones con sus guardias en las cercanías de su querida Granada, apretando el cerco de la villa.
Confió la defensa al alcaide Men Rodríguez, servidor incondicional de Doña Margarita pero de edad muy avanzada, cuando lo que se precisaba era un capitán joven, valiente y prestigioso que se pusiera al frente de los desalentados defensores de su señorío y consiguiera, con su ejemplo y capacidad, animar y preparar a los sitiados para seguir resistiendo y poder pasar a la ofensiva en el momento oportuno.
De indudable hermosura, pero de modales resueltos y gran decisión para resolver los graves problemas de sus Estados, la de Narbona revisaba las defensas acompañadas del fiel alcaide, exhortando a los suyos para resistir, prometiéndoles como recompensa grandes beneficios después de la victoria, que no dudaba conseguirían con el auxilio de los demás príncipes confederados.
Confiaba doña Margarita en que pronto acudiría el infante don Juan y atacaría por la retaguardia a los ejércitos del maestre. Entre tanto, para hacer más eficaz la resistencia, hizo llamar al extremeño don Alvar Nuñez de Castro, esclarecido capitán que, en diferentes ocasiones, se había batido al lado del difunto esposo de la dama con gran coraje y denuedo, sobresaliendo siempre por su valentía y destreza, tanto en lides de guerra de alguna importancia como en escaramuzas y torneos.
Nada más recibir la noticia, acudió presuroso el caballero don Alvar dispuesto a prestar ayuda a la egregia señora, al frente de un crecido número de aguerridos extremeños; y una noche tenebrosa, mientras arreciaba el fragor de la lucha, el prestigioso capitán, junto con sus veteranas milicias, consiguieron penetrar en la fortaleza no sin antes haber experimentado sensibles pérdidas.
El insigne don Alvar era en extremo gentil, apuesto y galante con las damas; y como sus dotes de soldado eran, asimismo, excepcionales, unas y otras cualidades le proporcionaban bien cimentada fama.
En sus años mozos había sido paje del de Castro en la Corte, y desde entonces sentía tal veneración por doña Margarita, que llegó a creer que no tenía razón de ser su existencia si no era correspondido por la hermosa dama. Estaba siempre pendiente de sus deseos, se esforzaba por atenderla y complacerla con todo respeto y diligencia, y soñaba, ilusionado, con acaparar títulos y méritos para hacerse digno de su cariño.
Transcurrían los años, y en tanto que el extremeño se transformaba de paje adolescente, simpático y servicial, en caballero apuesto y de seguro porvenir, la de Narbona, que brillaba con luz propia por su belleza y dotes personales, era solicitada por los más linajudos personajes de la Corte.
Siempre esperanzado don Alvar y luchando con la pasión que abrasaba su corazón y atenazaba su cerebro, ocultaba resignado sus sentimientos en espera de tener ocasión propicia en que fuera correspondido su cariño y lograra liberarse de aquel tormento. Hasta que un día los encantos de la bella subyugaron al infante don Pedro, su señor, y se unió en matrimonio con ella, causando la desesperación de don Alvar, que tantos años la venía sufriendo y conteniendo sus impulsos amorosos. Tan fuertemente impresionó el ánimo del extremeño aquel acontecimiento, que huyó de la Corte. Deseando morir como único remedio a sus desventuras, ofrecía sus servicios para las más arduas empresas, dónde se le veía siempre en vanguardia y en los sitios de mayor peligro en cuantos episodios bélicos tomaba parte.
Se acrecentó extraordinariamente la fama del paladín extremeño, y algún tiempo más tarde, al fallecer el infante don Pedro, creyó llegado el momento de dar satisfacción plena al impulso amoroso de toda su vida; y cuando tuvo conocimiento de que había sido cercada la villa de Granada en ocasión de encontrarse dentro doña Margarita, acudió presuroso en auxilio suyo, dispuesto a no separarse de ella, a ofrecerle su brazo vigoroso y a sacrificar su propia vida.
Una vez don Alvar dentro de la plaza, sujetando con las manos los latidos de su corazón, se apresuró a buscar a doña Margarita. La escena que se desarrolló entre ambos personajes y los acontecimientos que allí se sucedieron constituyen una interesante y amena leyenda de fondo histórico, que ha llegado hasta nuestros días a través de la tradición y las crónicas. Un hábil historiador ha narrado este brillante episodio, y como no podemos mejorar su pericia en la forma de exponerlo, a continuación damos traslado de algunos párrafos de esta notable narración (Revista de Extremadura, Pág. 415 del tomo correspondiente al año 1908), en la siguiente página.