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El diácono, al servicio de Dios y de la Iglesia
Desde los orígenes de la Iglesia, el ministerio ordenado fue conferido y ejercido en tres grados: el de los obispos, el de los presbíteros y el de los diáconos. Los ministerios conferidos por la ordenación son insustituibles para la estructura orgánica de la Iglesia: sin el obispo, los presbíteros y diáconos no se puede hablar de Iglesia (Cfr. San Ignacio de Antioquia, Trall. 3,1).
En el grado inferior de la jerarquía (obispos, sacerdotes y diáconos) se encuentran los diáconos, a los que se les imponen las manos “para realizar un servicio y no para ejercer el Sacerdocio”. En la ordenación al diaconado sólo el obispo impone las manos, lo que significa que el diácono está especialmente vinculado al obispo en las tareas de su –diaconía–.

CONSAGRACION AL SERVICIO:

El Sacramento del Orden es conferido por la imposición de las manos seguida de una oración consecratoria solemne que pide a Dios para el ordenado las gracias del Espíritu Santo requeridas para su ministerio. La ordenación imprime un carácter sacramental indeleble. Los diáconos participan de manera especial en la misión y la gracia de Cristo. El Sacramento del Orden los marca con el sello (carácter) que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo, que se hizo “diácono”, es decir, el servidor de todos. Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios, sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma; asistir a la celebración del Matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar; presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de caridad. (CATIC, 1570).

CANDIDATOS A ESTE SACRAMENTO

La Iglesia confiere el Sacramento del Orden únicamente a varones bautizados, cuyas aptitudes para el ejercicio del ministerio han sido debidamente reconocidas. A la autoridad de la Iglesia corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir la ordenación. Los diáconos y su ministerio A partir del Concilio Vaticano II (1962-1965) se restableció al diaconado un carácter permanente, y se invitó a hombres solteros o casados a servir a la Iglesia por su medio. El día de su ordenación, el obispo consagra al diácono para servir a la comunidad mediante los ministerios de la palabra, la liturgia y la caridad, edificándola y llevándola a la santidad como hizo Jesús. El diaconado es una hermosa vocación; la Iglesia necesita buenos diáconos, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría como aquel primer grupo de los siete (Hch 6, 1-6).