En el rincón de ese ardiente
desierto que el sol calcina
tengo yo un prado riente
con una pomposa encina
y una purísima fuente.
Contigo se fuera, hermosa,
por el desierto ardoroso,
quien tiene por cierta cosa
que nadie mancha una rosa
si no es un reptil baboso.
Vete a espigar, moza mía,
que si el mundo fuese honrado,
como tu honor merecía,
contigo a espigar iría
quien sabe lo que es sagrado.
Mas ni estas puras y sanas
consolaciones cristianas
puedo pedir al amor...,
¡dijeran lenguas villanas
que andaba en ello tu honor!
Si espigar necesitas...,
¡descanse mi reina y duerma!,
que está en mis trojes benditas
el pan de tus hermanitas
y el pan de tu madre enferma.
Cerca de ese desierto
tengo una casa y un huerto
que entolda un viejo parral
donde estarás a cubierto
del beso de mi rival.
¡Isabel: no puedo amar!
Dios sabe que si pudiera
partir contigo mi hogar
ahora mismo te dijera:
No vayas, niña, a espigar.
Lo digo porque me suena
tu voz a salmo cristiano:
lo digo porque eres buena,
porque eres casta y serena
como noche de verano.
Lo digo por tus miradas,
que parecen oleadas
del piélago de la gloria
y no pobres llamaradas
de bella mortal escoria.
Y eres tan bella, Isabel,
que tengo duda cruel
de si serás sombra bella
de aquella eclipsada estrella
que viene a ver si soy fiel.
Isabel: no puedo amar;
no puedo abrirte la puerta
de mi pecho y de mi hogar,
porque a otra Isabel, ya muerta,
se los juré consagrar.
Entre pintados cristales
de alcázares ideales
hay cien reinas poderosas...
¡Para la más bellas cosas
no tiene el mundo fanales!
Más díganme humanos ojos
si te hizo Naturaleza
para que en estos rastrojos,
hieran tus pies los abrojos
y abrase el sol tu cabeza.
Sé que espigar necesitas,
porque, aunque al sol te marchitas,
no es bueno que huelgue y duerma
quien tiene cuatro hermanitas
y tiene a su madre enferma.
LA ESPIGADORA
¿Vas a espigar, Isabel?
¡Cuánto siento, criatura,
que bese el sol esa piel
que tiene jugo y frescura
de pétalos de clavel!