PETREA ESTRUCTURA(a mi amiga inanimada)
Es extraño, o puede parecérnoslo que, a veces, nos inspiremos en las cosas inanimadas (pregunten al olmo seco…) Pero, la realidad es que no nos inspiramos, ni nos dirigimos; simplemente nos servimos de ellas. Es, a nosotros mismos, a nuestro mundo, a quien nos dirigimos. Y yo, lo hago desde un punto cualquiera del mapa. Un punto invisible que me es ajeno.
Mi capacidad de asombro se agota cuando, ya muy de tarde en tarde, desgraciadamente, aun siento el olor a tierra mojada. ¿Tierra mojada en lugares donde el petróleo y el asco son amantes? Sí, tierra empapada en agua, luz y aire; tierra empapada de barbechos otoñales. Sabores que ya no saben, y estaban ayer entre mis jaras. Porque yo, aunque ajenas, tenía muchas jaras. Cada flor de una de esas jaras fue mi cama perfecta; la cama donde soñaba con elevarme hacía el espacio, donde me quedaba absorto mirando la luna; esa luna de vidrio, brillante, tan próximamente lejana y tan subyugante, donde tantas veces me refugié. Hoy, sin embargo, sólo pretendo alimentar el absurdo fenecido.
Ha sido al observar esa pétrea y añeja estructura. Pétrea y añeja estructura que arraigó, impertérrita ante los tiempos, indeleble en la memoria de los que no la perdieron. Seguramente, para mí, fue envidia de mármoles y otros tantos absurdos ornamentos. Más, seguramente, para aquellos que antaño sufrieron el calor del hielo; y para tantos y tantos, para quienes fue recreo.
¡¡Cuanto milagro inane en tan poco espacio!! Cálido alivio fue en los gélidos inviernos, para los humildes pasos que denostaban el sufrimiento. Siempre soportó, inmune a los elementos, una sonrisa, un llanto, tantas y tantas espaldas, dos orillas y un millón de deseos.
Fue testigo solemne de más de un catarro de aquellos infantiles pies, con botas de caucho, que intentaban pasar al otro lado. Dio fe de las primaveras, ajenas a la mutable canción del agua, cuando el armiño vestía a los juncos de blanco. Permaneció impasible ante la banal estructura de la canción alcahueta, y fue testigo silente de dimes y diretes. También calló ante las miradas al soslayo, de pecaminosa fantasía (entonces los pecados eran más pecados)
Ese tiempo pretérito, que me parece hoy tan cercano… ¡Va crecida la ribera! –se oía- ¡¡Incomunicados!! Y siguen ahí, añorando pies descalzos, puliéndose aun más para hacer menos daño.
Las llamábamos “las pisaeras”, simplemente porque era donde pisábamos. Pisábamos para pasar, jugar, mojarnos. Hoy, seguramente, nos excomulgaría la Real Academia, y nos diría que de qué hablamos. Pues yo, cuanto menos, hablo y escribo, liberado de los esquemas marcados, con la pluma del corazón, a su dictado. Con la razón- por una vez- y todo yo, a los sentidos subordinado. Con esa libertad que me da el saber que huyo del engaño. Y, básicamente, porque tengo la necesidad – casi fisiológica- de contarlo.
Es posible, querido lector, que a veces hurguemos en la concavidad que guarda las memorias, buscando placenteras sensaciones y encontremos oscuras desgracias. Y es posible, que la estancia que dicen llora, se sienta sola. Pero, de cuando en cuando- como todos- tenemos la imperiosa necesidad de contarlo, independientemente de que se nos entienda, o sepamos explicarlo. Y ello, nos guste o no, no es delito tipificado en el Código penal, y no debería de ser, en todo caso, motivo de escarnio. Muchas veces, ya dije, nos auto-contamos cosas, pero tenemos la imperiosa necesidad de vomitarlo.
Ellas están ahí, inanimadas, somos nosotros los que soñamos. Porque, como dijera el poeta:”…nosotros somos quien somos, basta de historia y de cuentos”. Pues eso, que sea lo que tenga que ser, y hasta otro momento. Saludos
Juan sin Tierra.
Es extraño, o puede parecérnoslo que, a veces, nos inspiremos en las cosas inanimadas (pregunten al olmo seco…) Pero, la realidad es que no nos inspiramos, ni nos dirigimos; simplemente nos servimos de ellas. Es, a nosotros mismos, a nuestro mundo, a quien nos dirigimos. Y yo, lo hago desde un punto cualquiera del mapa. Un punto invisible que me es ajeno.
Mi capacidad de asombro se agota cuando, ya muy de tarde en tarde, desgraciadamente, aun siento el olor a tierra mojada. ¿Tierra mojada en lugares donde el petróleo y el asco son amantes? Sí, tierra empapada en agua, luz y aire; tierra empapada de barbechos otoñales. Sabores que ya no saben, y estaban ayer entre mis jaras. Porque yo, aunque ajenas, tenía muchas jaras. Cada flor de una de esas jaras fue mi cama perfecta; la cama donde soñaba con elevarme hacía el espacio, donde me quedaba absorto mirando la luna; esa luna de vidrio, brillante, tan próximamente lejana y tan subyugante, donde tantas veces me refugié. Hoy, sin embargo, sólo pretendo alimentar el absurdo fenecido.
Ha sido al observar esa pétrea y añeja estructura. Pétrea y añeja estructura que arraigó, impertérrita ante los tiempos, indeleble en la memoria de los que no la perdieron. Seguramente, para mí, fue envidia de mármoles y otros tantos absurdos ornamentos. Más, seguramente, para aquellos que antaño sufrieron el calor del hielo; y para tantos y tantos, para quienes fue recreo.
¡¡Cuanto milagro inane en tan poco espacio!! Cálido alivio fue en los gélidos inviernos, para los humildes pasos que denostaban el sufrimiento. Siempre soportó, inmune a los elementos, una sonrisa, un llanto, tantas y tantas espaldas, dos orillas y un millón de deseos.
Fue testigo solemne de más de un catarro de aquellos infantiles pies, con botas de caucho, que intentaban pasar al otro lado. Dio fe de las primaveras, ajenas a la mutable canción del agua, cuando el armiño vestía a los juncos de blanco. Permaneció impasible ante la banal estructura de la canción alcahueta, y fue testigo silente de dimes y diretes. También calló ante las miradas al soslayo, de pecaminosa fantasía (entonces los pecados eran más pecados)
Ese tiempo pretérito, que me parece hoy tan cercano… ¡Va crecida la ribera! –se oía- ¡¡Incomunicados!! Y siguen ahí, añorando pies descalzos, puliéndose aun más para hacer menos daño.
Las llamábamos “las pisaeras”, simplemente porque era donde pisábamos. Pisábamos para pasar, jugar, mojarnos. Hoy, seguramente, nos excomulgaría la Real Academia, y nos diría que de qué hablamos. Pues yo, cuanto menos, hablo y escribo, liberado de los esquemas marcados, con la pluma del corazón, a su dictado. Con la razón- por una vez- y todo yo, a los sentidos subordinado. Con esa libertad que me da el saber que huyo del engaño. Y, básicamente, porque tengo la necesidad – casi fisiológica- de contarlo.
Es posible, querido lector, que a veces hurguemos en la concavidad que guarda las memorias, buscando placenteras sensaciones y encontremos oscuras desgracias. Y es posible, que la estancia que dicen llora, se sienta sola. Pero, de cuando en cuando- como todos- tenemos la imperiosa necesidad de contarlo, independientemente de que se nos entienda, o sepamos explicarlo. Y ello, nos guste o no, no es delito tipificado en el Código penal, y no debería de ser, en todo caso, motivo de escarnio. Muchas veces, ya dije, nos auto-contamos cosas, pero tenemos la imperiosa necesidad de vomitarlo.
Ellas están ahí, inanimadas, somos nosotros los que soñamos. Porque, como dijera el poeta:”…nosotros somos quien somos, basta de historia y de cuentos”. Pues eso, que sea lo que tenga que ser, y hasta otro momento. Saludos
Juan sin Tierra.