LOS CHOZOS DE VALLEJO Y SUS ACTORES: MI TÍA PURA, CARLOS MUGUIRO, LOS PAVOS, LAS TARAMAS, LA TOALLA Y LA LATA DE TRIGO.-UNA VISION SENTIMENTAL Y ANTROPOLOGICA
En ellos transcurrió parte de nuestras vidas de niños, fundamentalmente la de mi hermano T…. y la mía. Aquí grabamos en piedra nuestras iniciales, que permanecerán indelebles en el tiempo y, desde la sencillez, disfrutamos de la vida natural, compartiendo experiencias con gentes, unos de aquí, y otros de allí, perennes, unos, e intinerantes, otros, extremeños, unos, castellanos, otros; lugar de paso y, a su vez, lugar de encuentro. Aquellas matanzas con el bullicio de los niños, el aguardiente madrugador y las migas tempraneras, hechas en el caldero por un maestro, mi tío Ángel “Vallejo”; toda la familia reunida (incluido los tíos y primos) y, al frente de la plebe, mi abuela Fructuosa, siempre arremangá, trabajadora infatigable que fue, y con mando en plaza, ordenando, para dejar constancia de su matriarcado. Aquellos juguetes, a semejanza de la vida cotidiana, que me hacía mi tío, de corcho y madera -como las yuntas de vacas, la carreta,....- y los costales, con tela blanca, que me hacía mi tía. Los níos de palomas, mochuelos, cogutas, alondras y peñatas, imagen de una naturaleza viva. La era, donde se trillaba, como centro neurálgico de una gran actividad, agraria y humana, incesante durante los meses de verano, con aquel ajetreo, como aventurando el cambio que la sociedad agraria experimentaría en años posteriores; con los jascales, como gigantes en el desierto; la máquina de trillá, con su tracateo (manifestación de lo que fue la revolución industrial en el campo) y sus alimentaores (aquellos hombres, especialistas de su tiempo, tocados con pañuelos y con tapabocas para evitar el tamo, bajando sudorosos por aquellas escaleras); la jornilla, con la lumbre, donde los labraores arrimaban los pucheros al abrigo del viento”; el café migao y el almuerzo con las sopas de tomate, los jigos y las aceituna; el trají de carros y carretas y aquellas noches estrelladas sobre una jergonera acompañados por el canto de las ranas de la Charca del Guijo, ¡que dichoso!
Desde ellos, también, vi declinar a las gentes de nuestro pueblo, labradores, que en una triste mañana sucumbieron a la impotencia de ver arder sus trigales en un espectáculo dantesco como si de la Roma de Nerón se tratara; hombres enteros llorando porque el trabajo de todo un año y el sustento de sus familias se había esfumado como el viento. Un descalabro moral y económico; un antes y un después; un punto de inflexión que marcaría el devenir del pueblo y sus gentes en los años sucesivos.
Los Chozos eran unos genuinos representantes de la arquitectura tradicional, que mereció ser protegida como patrimonio natural de nuestro pueblo y de Extremadura, y que, por el contrario, fueron desahuciados, olvidados, feamente reconstruidos y peor conservados. Sus estructuras jerarquizadas y sus armonías constructivas, de planta circular, con hormas de mamposterías, de techos en forma ovalada, con armazones de palos de encinas y cubiertos de rastrojos o retamas perfectamente entrelazadas, fueron la obra de los antiguos, hechos como un modelo de hábitat, de mezcla pastoril-agrícola, para perdurar en el tiempo, a diferencia de otros: el primero, el hogar-dormitorio; el segundo, polivalente, en función de las necesidades del momento (dormitorio, granero, canizo, etc.); el tercero, por antonomasia, el gallinero (nunca cambió) y, finalmente, el cuarto, polivalente, aunque, casi siempre se usó como pajar. Detrás de ellos estaba la burrera, que era un chozo sin horma, y más alejados, la vaquera, de planta rectangular, y la zahúrda. Hubo otros chozos en esta parte de la Encomienda, como eran los llamados de la “horma”, la “marza” y la “era”, que eran solitarios (a lo más, un simple gallinero los acompañaban), perennes en el tiempo, y otros, menos, que adoptaban los nombres de sus moradores, como el del Sr. Antonio, el cabrero, que lo fue, de Segura de Toro, y el de la “ Macaria”, cabrera, que lo fue, de Cabeza Bellosa; en fin, toponímia, tan efímera como el propio tiempo.
Chozos que merecieron ser un museo viviente de nuestra propia historia y que, en definitiva, han quedado para cobijar a moradores que nunca lo fueron de estos parajes: las cigüeñas (á nossa culpa). Chozos que siempre fueron, y serán, del que los habitó, “Vallejo”, mi tío, Ángel Díaz Rojas; así fue en el argot, así lo cuento y, hasta que el sentido común me lo permita, lo contaré a las generaciones venideras; porque la propiedad inmaterial, es intangible.- Un recuerdo a todos aquellos hombre y mujeres que vivieron y trabajaron en nuestros campos y, muy especialmente, para mis tíos, Ángel y Pura, por el cariño tan grande que siempre me dispensaron.
Per saécula saeculórum....…….
En ellos transcurrió parte de nuestras vidas de niños, fundamentalmente la de mi hermano T…. y la mía. Aquí grabamos en piedra nuestras iniciales, que permanecerán indelebles en el tiempo y, desde la sencillez, disfrutamos de la vida natural, compartiendo experiencias con gentes, unos de aquí, y otros de allí, perennes, unos, e intinerantes, otros, extremeños, unos, castellanos, otros; lugar de paso y, a su vez, lugar de encuentro. Aquellas matanzas con el bullicio de los niños, el aguardiente madrugador y las migas tempraneras, hechas en el caldero por un maestro, mi tío Ángel “Vallejo”; toda la familia reunida (incluido los tíos y primos) y, al frente de la plebe, mi abuela Fructuosa, siempre arremangá, trabajadora infatigable que fue, y con mando en plaza, ordenando, para dejar constancia de su matriarcado. Aquellos juguetes, a semejanza de la vida cotidiana, que me hacía mi tío, de corcho y madera -como las yuntas de vacas, la carreta,....- y los costales, con tela blanca, que me hacía mi tía. Los níos de palomas, mochuelos, cogutas, alondras y peñatas, imagen de una naturaleza viva. La era, donde se trillaba, como centro neurálgico de una gran actividad, agraria y humana, incesante durante los meses de verano, con aquel ajetreo, como aventurando el cambio que la sociedad agraria experimentaría en años posteriores; con los jascales, como gigantes en el desierto; la máquina de trillá, con su tracateo (manifestación de lo que fue la revolución industrial en el campo) y sus alimentaores (aquellos hombres, especialistas de su tiempo, tocados con pañuelos y con tapabocas para evitar el tamo, bajando sudorosos por aquellas escaleras); la jornilla, con la lumbre, donde los labraores arrimaban los pucheros al abrigo del viento”; el café migao y el almuerzo con las sopas de tomate, los jigos y las aceituna; el trají de carros y carretas y aquellas noches estrelladas sobre una jergonera acompañados por el canto de las ranas de la Charca del Guijo, ¡que dichoso!
Desde ellos, también, vi declinar a las gentes de nuestro pueblo, labradores, que en una triste mañana sucumbieron a la impotencia de ver arder sus trigales en un espectáculo dantesco como si de la Roma de Nerón se tratara; hombres enteros llorando porque el trabajo de todo un año y el sustento de sus familias se había esfumado como el viento. Un descalabro moral y económico; un antes y un después; un punto de inflexión que marcaría el devenir del pueblo y sus gentes en los años sucesivos.
Los Chozos eran unos genuinos representantes de la arquitectura tradicional, que mereció ser protegida como patrimonio natural de nuestro pueblo y de Extremadura, y que, por el contrario, fueron desahuciados, olvidados, feamente reconstruidos y peor conservados. Sus estructuras jerarquizadas y sus armonías constructivas, de planta circular, con hormas de mamposterías, de techos en forma ovalada, con armazones de palos de encinas y cubiertos de rastrojos o retamas perfectamente entrelazadas, fueron la obra de los antiguos, hechos como un modelo de hábitat, de mezcla pastoril-agrícola, para perdurar en el tiempo, a diferencia de otros: el primero, el hogar-dormitorio; el segundo, polivalente, en función de las necesidades del momento (dormitorio, granero, canizo, etc.); el tercero, por antonomasia, el gallinero (nunca cambió) y, finalmente, el cuarto, polivalente, aunque, casi siempre se usó como pajar. Detrás de ellos estaba la burrera, que era un chozo sin horma, y más alejados, la vaquera, de planta rectangular, y la zahúrda. Hubo otros chozos en esta parte de la Encomienda, como eran los llamados de la “horma”, la “marza” y la “era”, que eran solitarios (a lo más, un simple gallinero los acompañaban), perennes en el tiempo, y otros, menos, que adoptaban los nombres de sus moradores, como el del Sr. Antonio, el cabrero, que lo fue, de Segura de Toro, y el de la “ Macaria”, cabrera, que lo fue, de Cabeza Bellosa; en fin, toponímia, tan efímera como el propio tiempo.
Chozos que merecieron ser un museo viviente de nuestra propia historia y que, en definitiva, han quedado para cobijar a moradores que nunca lo fueron de estos parajes: las cigüeñas (á nossa culpa). Chozos que siempre fueron, y serán, del que los habitó, “Vallejo”, mi tío, Ángel Díaz Rojas; así fue en el argot, así lo cuento y, hasta que el sentido común me lo permita, lo contaré a las generaciones venideras; porque la propiedad inmaterial, es intangible.- Un recuerdo a todos aquellos hombre y mujeres que vivieron y trabajaron en nuestros campos y, muy especialmente, para mis tíos, Ángel y Pura, por el cariño tan grande que siempre me dispensaron.
Per saécula saeculórum....…….
CHENGUE, no me hagas esto, que ando mú liá y no tengo tiempo pa poder escribi, pero me he emocionao leyendo lo que has escrito. Cuando he visto la foto y he leido el relato la cabeza se me ha revolucionao con los recuerdos, ya sabras por los mensajes que he intercambiao con PC, el cariño que toa mi família le teníamos a tu tía Pura y a tu tío Angel, como bien ha dicho PINARYENCINA, en Parra, en aquella època eramos una gran familia, AQUELLO ERA AMISTAD! todos corrian cuando alguien necesitaba algo. Me has hecho recordar aquellos veranos de calor en los que mi madre sacaba la jergonera al rellano pa dormir al fresco, con que claridad se veian las estrellas, las cabritillas, el camino de Santago, el carro... etc. Esos chozoz y esas casinas que había en Parra nunca tendrían que desaparecer, lástima que ya no esten muchos de los que los habitaron, si supieran que andamos por aquí recordandoles y hablando de lo que fueron sus vidas y de los recuerdos que nos dejaron se sentirian orgullosos; el tío Angel y la tía Pura no creo que hayan hechao en falta el cariño de los hijos, porque han tenío unos sobrinos que los ADORAN Y NO LOS OLVIDAN, que orgullosos estarán alla dónde esten. Un abrazo