La envidia es una adoraciòn de los hombres por las sombras, del mèrito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acibar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengano de la insignificancia propria. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lividos de angustia, torvos, avergonzados de su propria tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagraciòn inequìvoca del mèrito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno, esta pasiòn es el estigma psicològico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. Plutarco decìa que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propria envidia implicarìa, a la vez, declararse inferior al envidiado; tràtase de pasiòn tan abominable, y tan universalmente detestada, que averguenza el màs impùdico y se hace lo indecible por ocultarla. El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exangue, cubierta de cabeza de vìboras en vez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tòsigos fatales; con una mano ase tres serpientes, y con la otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; està agitada; no rìe; nunca cierra los pàrpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable de sì misma.