EL TREN DE LA ROSA (in memoriam)
I
Creí haber conocido a la Rosa de los mundos, en una eterna primavera. Pero, cuando fui a verla, estaba en un oscuro jardín, preterida, donde se difuminan los perfumes. Me habían dicho de su sonrisa, de su eterna sonrisa. Y sí, allí estaba, sentada, con sus sedosos labios de comisura pétrea. Y allí, se convirtió en mi lacerante pena, con ese perfil de mustia cadavérica.
Cuando subí a su tren, pensé: “Estos trenes no son lo que eran” No obstante, pregunté a mi alma por aquella escena y me senté a su vera. Le pedí perdón: “No era mi intención romper tu silenciosa espera”. ¡Dichosa sombra que no contesta! ¡Te conozco, no puedes ser otra! ¡No callaré ante su indiferencia!
<No quise procurarme un asiento a tu lado. Debí confundirme ¡Disculpa! Será por la bruma silente del día. Sabes que, desde la luz, siempre subíamos al tren que va por otra vía; y en mi absurdo soliloquio, atónito, solía observar las miradas perdidas de este pasaje. No sé porqué, hoy vine aquí. Parece distinto. El reloj marca la hora en que los misterios despiertan y el silbato se percibe más cercano. Hoy no tengo intención de cruzar traviesas. Quizás tú lo sabías>.
Y le hablo, le hablo ¡Que estulticia! Y sigue sentada, como en un absurdo panteón de sombras, sin mirada, ausente. ¡Tan hermosa! ¡Tan silente! Siento su pálido mármol que hiela mi corazón ardiente.
A través de los húmedos cristales de la oscura ventanilla, veo, en mitad del apeadero, una figura que, tétrica y lívida, impertérrita, parece que me espera. Tampoco habla, pero de su mirada huera, se desprende un grito de silencio, que me dice ¡Fuera!
Con el billete dormido entre los dedos, pregunto al hierático de piedra ¿En este tren no revisan el pasaje? Allí, él, silencio tétrico, con su bandera. No, este hombre no es el que fuera; antes me decía: “ ¡Hola! su tren sale a tal hora”. No, este no es aquél que daba la salida a los trenes en que yo subiera. Éste, con su tren, en un oscuro averno se adentra.
Pongo los pies en tierra. Con los himnos en la mano, recuerdo que allí las carcajadas no suenan; tampoco se escuchan las penas. El delirio es como un témpano que hiere y quema.
Me despido y no responde. Sigue allí, con su áureo cabello, quieta. ¡Qué dorada ausencia, que me produce tal pena! No se oye ni el crujir de las maderas, en ese profundo abismo de tesitura negra.
Éste no era mi tren, aunque al nacer hiciera la reserva. Éste era el de ella, que se lo reservaron injustamente cuando más brillaba su estrella. En este tren, van todos desnudos, sin maletas.
Y allí, donde se confunden los vapores con la niebla y desaparece por un túnel la misteriosa hilera, viajan, con sus despropósitos dentro, inertes almas en pena; entre ellas, la sedente Rosa, silente y pétrea. ¡A dios, Rosa! nos dejas esperando ese tren que nos lleve hasta tu esfera. PC
I
Creí haber conocido a la Rosa de los mundos, en una eterna primavera. Pero, cuando fui a verla, estaba en un oscuro jardín, preterida, donde se difuminan los perfumes. Me habían dicho de su sonrisa, de su eterna sonrisa. Y sí, allí estaba, sentada, con sus sedosos labios de comisura pétrea. Y allí, se convirtió en mi lacerante pena, con ese perfil de mustia cadavérica.
Cuando subí a su tren, pensé: “Estos trenes no son lo que eran” No obstante, pregunté a mi alma por aquella escena y me senté a su vera. Le pedí perdón: “No era mi intención romper tu silenciosa espera”. ¡Dichosa sombra que no contesta! ¡Te conozco, no puedes ser otra! ¡No callaré ante su indiferencia!
<No quise procurarme un asiento a tu lado. Debí confundirme ¡Disculpa! Será por la bruma silente del día. Sabes que, desde la luz, siempre subíamos al tren que va por otra vía; y en mi absurdo soliloquio, atónito, solía observar las miradas perdidas de este pasaje. No sé porqué, hoy vine aquí. Parece distinto. El reloj marca la hora en que los misterios despiertan y el silbato se percibe más cercano. Hoy no tengo intención de cruzar traviesas. Quizás tú lo sabías>.
Y le hablo, le hablo ¡Que estulticia! Y sigue sentada, como en un absurdo panteón de sombras, sin mirada, ausente. ¡Tan hermosa! ¡Tan silente! Siento su pálido mármol que hiela mi corazón ardiente.
A través de los húmedos cristales de la oscura ventanilla, veo, en mitad del apeadero, una figura que, tétrica y lívida, impertérrita, parece que me espera. Tampoco habla, pero de su mirada huera, se desprende un grito de silencio, que me dice ¡Fuera!
Con el billete dormido entre los dedos, pregunto al hierático de piedra ¿En este tren no revisan el pasaje? Allí, él, silencio tétrico, con su bandera. No, este hombre no es el que fuera; antes me decía: “ ¡Hola! su tren sale a tal hora”. No, este no es aquél que daba la salida a los trenes en que yo subiera. Éste, con su tren, en un oscuro averno se adentra.
Pongo los pies en tierra. Con los himnos en la mano, recuerdo que allí las carcajadas no suenan; tampoco se escuchan las penas. El delirio es como un témpano que hiere y quema.
Me despido y no responde. Sigue allí, con su áureo cabello, quieta. ¡Qué dorada ausencia, que me produce tal pena! No se oye ni el crujir de las maderas, en ese profundo abismo de tesitura negra.
Éste no era mi tren, aunque al nacer hiciera la reserva. Éste era el de ella, que se lo reservaron injustamente cuando más brillaba su estrella. En este tren, van todos desnudos, sin maletas.
Y allí, donde se confunden los vapores con la niebla y desaparece por un túnel la misteriosa hilera, viajan, con sus despropósitos dentro, inertes almas en pena; entre ellas, la sedente Rosa, silente y pétrea. ¡A dios, Rosa! nos dejas esperando ese tren que nos lleve hasta tu esfera. PC