EL TAMBORILERO
Tendido en la humilde cama,
Cubierto con un berrendo
Sin amigos ni parientes
Se muere el tamborilero
Se muere como agoniza,
Todo lo manso y lo bueno:
Lentamente, lentamente
Resignado y en silencio.
Fue su vida oscura y dulce
Como un moderado “allegro”
Con que rematara siempre
El fin del baile en el pueblo.
Fué joven y amó el canto
Que irradian los ojos negros
Y los labios como rosas…
Mas todo lo amó en silencio.
Todas las fiestas gozaba
Con la dicha de los buenos,
Con el gozo que produce
Dar a otros lo que es nuestro.
Cada mozo con su moza
Bailaba alegre en el ruedo…
Sólo faltaba pareja
Al joven tamborilero.
El amó callado y paro
A cada moza del pueblo;
Aunque habló a todas su arte,
Ninguna entendió el requiebro.
Viejo ahora y achacoso,
Agonizaba en su lecho
Sin nadie más a su lado
Que el casto cura del pueblo.
Sintió una nube en sus ojos
Y un frío sacudimiento…
Se santiguó y se dispuso
Para el viaje postrero.
Alzó la vista turbada,
Y entró la pared y el techo
Vio su tamboril colgado
Debajo del rabel negro.
Por la ventana entreabierta
Llegaron dulces los ecos
De unos violines venidos
A reemplazarle en su puesto.
Nuevas tonadas tañían
¡Qué extraños los ritmos nuevos!
Mas eran ritmos, y eran
También alegres y bellos.
Tuvo una sonrisa plácida
De sano contentamiento;
Después beso un crucifijo
Y se extinguió cuando el beso.
Alejo Hernández.
Tendido en la humilde cama,
Cubierto con un berrendo
Sin amigos ni parientes
Se muere el tamborilero
Se muere como agoniza,
Todo lo manso y lo bueno:
Lentamente, lentamente
Resignado y en silencio.
Fue su vida oscura y dulce
Como un moderado “allegro”
Con que rematara siempre
El fin del baile en el pueblo.
Fué joven y amó el canto
Que irradian los ojos negros
Y los labios como rosas…
Mas todo lo amó en silencio.
Todas las fiestas gozaba
Con la dicha de los buenos,
Con el gozo que produce
Dar a otros lo que es nuestro.
Cada mozo con su moza
Bailaba alegre en el ruedo…
Sólo faltaba pareja
Al joven tamborilero.
El amó callado y paro
A cada moza del pueblo;
Aunque habló a todas su arte,
Ninguna entendió el requiebro.
Viejo ahora y achacoso,
Agonizaba en su lecho
Sin nadie más a su lado
Que el casto cura del pueblo.
Sintió una nube en sus ojos
Y un frío sacudimiento…
Se santiguó y se dispuso
Para el viaje postrero.
Alzó la vista turbada,
Y entró la pared y el techo
Vio su tamboril colgado
Debajo del rabel negro.
Por la ventana entreabierta
Llegaron dulces los ecos
De unos violines venidos
A reemplazarle en su puesto.
Nuevas tonadas tañían
¡Qué extraños los ritmos nuevos!
Mas eran ritmos, y eran
También alegres y bellos.
Tuvo una sonrisa plácida
De sano contentamiento;
Después beso un crucifijo
Y se extinguió cuando el beso.
Alejo Hernández.