Sonreía dulcemente, y Eudoro le sirvió con reverencia, no atreviéndose a sentarse hasta que se lo ordenó el pobre. Comieron en silencio; pero Eudoro experimentaba un bienestar inexplicable, y parecíale tan suave el yugo de la vida y tan ligera la carga de todos sus dolores pasados, que su corazón, inundado de gozo, se quería derramar en un llanto más refrigerante que el rocío de la mañana.