Así que hubo saciado el hambre, el mendigo, tomando el pan que estaba sobre la mesa, lo partió y ofreció la mitad a Eudoro. Y al ejecutar tan sencilla acción, Eudoro advirtió una imperceptible claridad que, naciendo en las sienes, rodeaba toda la cabeza del mendigo y jugaba en sus cabellos, como el sol juega en el irisado plumaje de un pájaro.