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Las flores mágicas y el picotazo de las abejas

En un lugar de esta España titiritera e irremediable, que puede ser del norte, del sur, del este, del oeste o de cualquier otro punto geográfico intermedio, había unas flores mágicas, hermosas e inocentes que, un buen día -similar en principio a los demás-, vieron llegar a un hombre a los entornos que ellas adornaban. Se trataba de un hombre cincuentón, empalagosamente ataviado y un pelín panzudo. Es verdad que recordaba a muchos otros que, como él, caían por allí, pero no se parecía nada al jardinero que veían todos los días. Eran tan distintos los ademanes... Ellas estaban acostumbradas no solo a su figura y a su tacto, sino también a los silbidos graciosos y agradables, aunque a veces un poco desafinados, que el jardinero emitía mientras les removía la tierra de los pies, las sulfataba con mimo y controlaba cariñosamente su riego.