Hemos de saber también que el lenguaje de antes era de pocas palabras y muchos silencios, entre otras razones porque de muchas cosas no había nada que hablar.
No había que hablar de residuos, y palabras como basura o vertedero jamás existieron, porque todo se aprovechaba y nada se tenía que tirar. Los restos de las comidas alimentarían a las gallinas y cerdos del patio. Y lo que estos no aprovecharan, junto con sus excrementos, formarían el humus para cuidar y alimentar a la tierra, que agradecida devolvería alimentos verdes y saludables. Los utensilios que les facilitaban la vida eran imperecederos y siempre reparables o reusables.
Tampoco se conocían las palabras competitividad, propiedad, y mucho menos la propiedad privada. Las faenas del campo eran responsabilidad común y sus cosechas beneficios colectivos. La tierra, ese manto principio de todo, nunca tuvo dueños, ni tan siquiera era de todas y todos, pues las hijas e hijos no pueden ser dueños de su madre. El rio no era de nadie, y así había pesca para todos. El pozo no era de nadie, y daba a todos de beber. Las semillas saltaban de mano en mano, sin nombres porque nadie nunca las bautizó ni se las apropió.
No sabían de segundos, minutos, ni horas, ni prisas. Porque el tiempo pasaba con ellos sin ser el rector de sus vidas. El árbol crecía a su ritmo y la fruta maduraba libre, cuando y como quería. A los animales nadie les metía prisa -ni otras cosas- para que engordaran lo antes posible o pusieran huevos sin cesar, y siempre tenían suficiente de todo.
Con menos palabras y ricos en silencios ganaban momentos para charlar y convivir.
Mejor es tener un vecino que agrandar el terreno
(Campesino francés en ‘El retorno de los campesinos’)
No había que hablar de residuos, y palabras como basura o vertedero jamás existieron, porque todo se aprovechaba y nada se tenía que tirar. Los restos de las comidas alimentarían a las gallinas y cerdos del patio. Y lo que estos no aprovecharan, junto con sus excrementos, formarían el humus para cuidar y alimentar a la tierra, que agradecida devolvería alimentos verdes y saludables. Los utensilios que les facilitaban la vida eran imperecederos y siempre reparables o reusables.
Tampoco se conocían las palabras competitividad, propiedad, y mucho menos la propiedad privada. Las faenas del campo eran responsabilidad común y sus cosechas beneficios colectivos. La tierra, ese manto principio de todo, nunca tuvo dueños, ni tan siquiera era de todas y todos, pues las hijas e hijos no pueden ser dueños de su madre. El rio no era de nadie, y así había pesca para todos. El pozo no era de nadie, y daba a todos de beber. Las semillas saltaban de mano en mano, sin nombres porque nadie nunca las bautizó ni se las apropió.
No sabían de segundos, minutos, ni horas, ni prisas. Porque el tiempo pasaba con ellos sin ser el rector de sus vidas. El árbol crecía a su ritmo y la fruta maduraba libre, cuando y como quería. A los animales nadie les metía prisa -ni otras cosas- para que engordaran lo antes posible o pusieran huevos sin cesar, y siempre tenían suficiente de todo.
Con menos palabras y ricos en silencios ganaban momentos para charlar y convivir.
Mejor es tener un vecino que agrandar el terreno
(Campesino francés en ‘El retorno de los campesinos’)