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MEMBRIO: La sorpresa de Hernán Cortés fue que, llegados los...

Ah, pos no la había reconocido.
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LA CRUZADA DEL OCÉANO
Y entonces apareció Hernán Cortés
3 COMENTARIOS SANTIAGO MARTÍN SALVADOR
Cuba, febrero de 1519. Un hombre culmina a toda prisa los preparativos de una gran expedición. Lo que se le ha encomendado es poca cosa: reconocer la costa del Yucatán, en lo que hoy es México, y comerciar con los nativos. Pero ese hombre aspira a más. Ese hombre aspira a la gloria. Ese hombre se llama Hernán Cortés.

La flota que precipitadamente se alinea en Santiago de Cuba es impresionante. Once barcos, 109 marineros, 508 soldados, 32 ballesteros, 13 escopeteros, 16 jinetes, 200 indios de servicio, algunos negros… Los barcos transportan también una importante cantidad de caballos y perros. Y una buena panoplia artillera: 10 cañones de bronce y 4 falconetes.
¿Para qué semejante despliegue? El gobernador de la isla, Velázquez, no le ha encargado más que un mero reconocimiento del litoral y ensayar algún comercio con los indígenas. Pero Cortés ha oído hablar de los tesoros de la región y de las grandes ciudades que esas selvas esconden, y quiere conquistarlas. Por desgracia para el aventurero, Velázquez se entera: no es eso lo que él le ha mandado. Desconfía de Cortés. Planea quitarle el mando. Por eso nuestro hombre se apresura: hay que partir antes de que llegue la contraorden del gobernador..........
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Hernán Cortés ya ha salido en nuestro relato: es ese extremeño que llegó a Cuba escoltando a Diego Velázquez e inmediatamente se hizo cargo de labores administrativas. Había nacido en Medellín en 1485, hijo de hidalgos pobres. A los 14 años le mandaron a estudiar a Salamanca. Dos años después aparece de nuevo en Medellín y se dedica a la “vida alegre”. Cuando se entera de que la Corona prepara una gran expedición a las Indias –era la de Ovando- corre a enrolarse, pero en los días previos se enamora de una dama casada, se decide a rondarla, sube a los muros de la casa de su amada, se cae de la tapia y se pega tal golpe que queda fuera de combate. Cuando se recupera, viaja a Valencia para alistarse en las tropas que van a Italia, con el Gran Capitán, pero tampoco llega a tiempo. Sólo en 1504 logra entrar en una de las expediciones a las Indias. Desembarca en La Española y allí conoce a su mentor: Diego Velázquez.
Cortés estuvo con Velázquez en la campaña de pacificación de La Española. Gracias a eso obtuvo una encomienda y pudo hacer una cierta fortuna. Supo ganarse la confianza de las autoridades locales, empezando por el propio Velázquez, que le aupó para ser escribano del ayuntamiento de Azúa. Después llegó Diego Colón y entre sus primeras decisiones estuvo la conquista de Cuba. La operación la dirigió Velázquez en calidad de gobernador y llevó consigo a Cortés. Cuando aparecieron por Cuba los primeros colonos, entre ellos vinieron dos hermanas que harían historia: María y Catalina Juárez. Velázquez se casó con María; Cortés, con Catalina. Sólida alianza. Los encomenderos de Cuba quisieron derrocar a Velázquez por un supuesto fraude a la Hacienda real, y Cortés se las arregló para proteger a Velázquez sin enemistarse con los demás. Cinco años después de su llegada a las Indias, Hernán se había convertido en la mano derecha del gobernador. Y un hombre rico.
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Hasta este momento, nada en Cortés, dedicado a labores administrativas en Cuba, anunciaba al futuro conquistador de México. De hecho, cuando Velázquez planeó dar el salto al Yucatán, ni siquiera pensó en su concuñado. Otros fueron los encargados de la misión: Francisco Hernández de Córdoba, primero, y Juan de Grijalva después. Hernández de Córdoba era uno de los pioneros de Cuba. Y era, además, muy rico. Cosa que conviene subrayar porque, en general, estas expediciones funcionaban como empresas privadas: el capitán ponía su dinero, armaba a la hueste y, a cambio, sabía que obtendría una buena porción (el “rescate”, se llamaba) del botín obtenido en las tierras descubiertas. Hernández de Córdoba, pues, fue el primero en ir a Yucatán. Era 1517. Y lo que descubrió iba a alimentar muchas esperanzas.
Los precursores
¿Qué descubrió el explorador? “Casas de cal y canto”. Es decir, una cultura avanzada, capaz de levantar construcciones de piedra. Hasta entonces los españoles sólo habían encontrado tribus primitivas que vivían en chozas de palma. Pero lo del Yucatán era otra cosa: sociedades jerarquizadas y complejas, con castas diferenciadas de sacerdotes y guerreros, caminos trazados con inteligencia y poblaciones habitadas por auténticas multitudes. Y además, oro.
El siguiente en intentarlo fue Juan de Grijalva, otro pionero de La Española y de Cuba. Una vez más se escogió como piloto a Antonio de Alaminos. Grijalva, escarmentado en cabeza ajena, quiso prevenir cualquier ataque indígena y se hizo acompañar por 4 navíos y 240 hombres. Entre enero y julio de 1518 recorrió detalladamente la costa del Yucatán. Desembarcó en el lugar donde había sido atacada la expedición de Hernández de Córdoba y derrotó a los nativos. En su itinerario halló un gran río. La expedición ascendió su curso y descubrió algo fascinante: una ciudad. Se trataba de la población maya de Potonchan, el dominio del cacique Tabscoob. Era la primera vez que los españoles tomaban contacto directo con la civilización maya.---

Salidos

Grijalva intentó trabar amistad con Tabscoob. El intercambio de regalos fue sumamente ilustrativo. El capellán de la flota, Juan Díaz, dejó escrita la escena con rasgos muy vivos: “Otro día en la mañana vino el cacique o señor en una canoa, y le dijo al capitán que entrase en la embarcación, luego le dijo a unos indios que vistiesen al capitán con un coselete y unosbrazaletes de oro, borceguíes hasta media pierna con adornos de oro, y en la cabeza le puso una corona de oro. El capitán mandó a los suyos que vistiesen al cacique con un jubón de terciopelo verde, calzas rosadas, un sayo, unos alpargates y una gorra de terciopelo”.
Mucho oro, sí. Y todavía había más –refirieron los mayas- hacia donde el sol se pone, “en Culúa y México”, donde hay un imperio muy poderoso. “Nosotros no sabíamos que cosa era Colúa ni aún México”, anota Bernal Díaz del Castillo, que estuvo en aquella expedición. Era la primera noticia que recibían los españoles sobre el imperio azteca de Moctezuma.
Cuando escasearon las provisiones, Grijalva decidió regresar a Cuba. En mala hora lo hizo: el gobernador Velázquez, enojado al ver que no había establecido colonia alguna en aquella tierra, ordenó su destitución. Grijalva, humillado y resentido, decidió abandonar Cuba y viajar al Darién para ponerse a las órdenes de Pedrarias Dávila, de quien ya hemos hablado aquí. Así quedaba vacante la plaza de capitán de la siguiente expedición al Yucatán. Y Hernán Cortés cogió la oportunidad al vuelo.
Algo raro debió de ver el gobernador Velázquez en la manera en que Hernán Cortés preparaba su expedición. Quizá le alarmó el grueso número de la hueste –casi 1.000 hombres entre soldados, marineros e indios- o quizá prestó oído a las voces que, en Cuba, desconfiaban del ambicioso encomendero. El hecho es que Velázquez empezó a acariciar la idea de destituir a Cortés, éste lo supo y, precavido, quemó etapas. De ahí su prisa en zarpar. Cuando la orden de destitución llegó a destino, Hernán Cortés ya navegaba rumbo a Yucatán.
A Cortés le esperaba una de las odiseas más asombrosas jamás vivida por ser humano alguno. De entrada, los nuestros encontraron a dos supervivientes de antiguos naufragios: Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero.

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Náufragos
Ocho años antes –aquí lo hemos contado-, después de fundar el asentamiento de Santa María la Antigua del Darién, Balboa envió a La Española un barco para dar cuenta del hecho y entregar el quinto real del botín. Una tormenta llevó el barco a pique. Sólo veinte miembros del pasaje -18 hombres y dos mujeres- lograron salvarse. Lo que les esperaba era un infierno de sal, hambre y sed. Doce murieron en el trayecto. Ocho llegaron vivos a las playas del Yucatán. Pero no estaban salvados: les esperaba el encuentro con tribus hostiles que no dejarían de acosarles. Al cabo de unos meses, sólo dos habían eludido a la muerte. Uno de ellos, Aguilar, se instaló en la isla de Cozumel y desde entonces convivió los nativos. El otro que también se salvó, Guerrero, se integró igualmente en las comunidades mayas del interior. Es poco verosímil que la nueva expedición careciera de noticias sobre ellos; lo más probable es que ya supieran de su existencia, como da a entender Bernal Díaz del Castillo. El hecho es que Cortés decidió enrolarlos en su hueste. A través de un indio intérprete, Melchor, envió cartas a los caciques de los pueblos donde se hallaban los náufragos.
Jerónimo de Aguilar fue el primero en recibir la carta del capitán. Fue el propio Aguilar quien llevó a Guerrero el segundo mensaje. “Hermano Aguilar –contestó Gonzalo Guerrero-, yo soy casado y tengo tres hijos. Tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras, la cara tengo labrada y horadadas las orejas. ¿Que dirán de mi esos españoles, si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que estos mis hijitos son bonitos, y dadme por vida vuestra de esas cuentas verdes que traéis, para darles, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra”. Guerrero, en efecto, se había convertido ya en un maya y con los mayas permanecería.
Aguilar, por el contrario, estará junto a Cortés durante toda la conquista. Será su intérprete de lengua maya y, con frecuencia, también su embajador. Fue Aguilar quien condujo a la expedición a su próximo destino: el río Tabasco. Allí sería su primera batalla. La conquista de México había comenzado.
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El día que Cortés quemó las naves
3 COMENTARIOS JOSÉ JAVIER ESPARZA
Hernán Cortés tenía al alcance de la mano el mayor imperio que los españoles habían descubierto en las Indias. Pero seguir adelante era tanto como rebelarse contra el gobernador Velázquez, que le había enviado a comerciar, no a conquistar. ¿Cómo convencer a la hueste de que valía la pena afrontar el riesgo?

Hernán Cortés no era sólo un tipo valiente y emprendedor. Era, posiblemente sobre todo, un tipo muy astuto. Sabía bien que tenía por delante un mundo para conquistar. Sabía bien que sus hombres, los poco más de 400 españoles que llevaba consigo, tenían tanta hambre de gloria y oro como él. Y sabía que la mayoría de ellos estaban dispuestos a romper amarras con Cuba y su gobernador a cambio de esa recompensa. No fue él, Hernán, quien dio el primer paso. Hizo que sus hombres lo dieran.
Una confidencia aquí y un comentario allá. Una seducción discreta y eficaz de voluntades. Él no puede rebelarse contra el gobernador Velázquez, pero un levantamiento general de lahueste, en un lugar donde la autoridad tardaría meses en hacerse presente, cambiaba el paisaje de un plumazo. Fueron los más íntimos de Cortés quienes encresparon los ánimos. A finales de abril de 1519, se produce en la hueste un motín que en realidad es una parodia: los capitanes se sublevan y obligan a Cortés a desobedecer las órdenes. Hernán, buen actor, se manifiesta sorprendido y abrumado y pide que le den una noche para pensárselo. Al amanecer qpone sus condiciones: aceptará contravenir las instrucciones del gobernador siempre y cuando sus hombres le nombren capitán general y Justicia. Más aún: exige la quinta parte del botín que la hueste obtenga, una vez descontado el quinto real (la parte correspondiente a la Corona). Y aún más: para formalizar la rebelión y dotarse de protección jurídica, se fundará una población dotada de su propio cabildo. Jurídicamente hablando, lo mismo que había hecho Núñez de Balboa en el Darién.
Esa ciudad fue la Villa Rica de la Veracruz, fundada oficialmente el 10 de julio de 1519 en las playas frente al islote de San Juan de Ulúa. Sus primeros alcaldes serán dos hombres de absoluta fidelidad al jefe: Alonso Hernández de Portocarrero (el que se había llevado de premio a la Malinche) y el salmantino Francisco de Montejo, veterano de Cuba y de la expedición Grijalva, hombre acaudalado y con notables dotes diplomáticas. A partir de ese momento, ya no habrá vuelta atrás. La hueste de Hernán Cortés sólo depende de su jefe. Y para contrarrestar las inevitables maniobras de Velázquez, que tarde o temprano se enterará de lo que está pasando, el conquistador toma una prudente providencia: envía a España a Portocarrero y Montejo con el quinto real para que, a la vista del botín, la Corona le reconozca el título de capitán general. En Veracruz quedan como alcaldes Alonso Dávila y Alonso de Grado. La suerte estaba echada.
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El dilema del rey
En efecto, el gobernador Velázquez, desde Cuba, empezaba a maniobrar: enterado de que la hueste de Hernán Cortés había desobedecido las órdenes, envió mensajes a la corte. Velázquez denunciaba la rebeldía de Cortés y pedía para sí el nombramiento de Adelantado del Yucatán, lo cual privaría al rebelde de cualquier autoridad efectiva sobre el territorio descubierto. Por su parte, Hernán Cortés, como hemos visto, enviaba a España a Montejo y Portocarrero con una relación detallada de sus hallazgos y abundantes muestras de las riquezas mexicas. Al rey Carlos I se le presentaba un dilema evidente: aceptar las peticiones de Cortés significaba desautorizar a Velázquez, lo cual creaba un peligroso precedente, pero confirmar la autoridad de Velázquez era tanto como deshacer todo lo que Cortés había conseguido, que era mucho y prometía ser más. El pleito tardará varios años en resolverse.
Un dilema parecido se les presentaba a muchos hombres de la hueste de Cortés que se habían enrolado en la aventura precisamente por su amistad con Velázquez, y que ahora se veían en la tesitura de optar entre la lealtad personal y la certidumbre de gloria. Muchos optaron por lo primero: el capellán fray Juan Díaz, los capitanes Diego de Ordás y Juan Velázquez de León (primo del gobernador) y el piloto Diego Cermeño, entre otros. Los disconformes intentaron fugarse a Cuba. No lo consiguieron. Se les sometió a un consejo de guerra bajo la autoridad de los alcaldes. Cermeño y un tal Juan Escudero fueron ahorcados. Al marinero Gonzalo de Umbría se le amputó un pie. Los demás quedaron bajo arresto, aunque pronto fueron liberados. Todos se convertirán en incondicionales de Cortés, pues, como escribe Bernal Díaz del Castillo, “ ¿de qué condición somos los españoles para no ir adelante, y estarnos en partes que no tengamos provecho de guerra?”.
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Quemando naves
Pero los españoles descubrieron, en particular, algo que iba a facilitarles mucho el trabajo: las feroces querellas que oponían a buen número de pueblos indígenas contra la hegemonía azteca, porque los aztecas les abrumaban con insoportables impuestos y una exigencia periódica de esclavos y cautivos para sus sacrificios humanos. Era precisamente el caso de los totonacas que poblaban aquella región. En el puerto de Cempoala y en la ciudad de Quiahuiztla se entrevistó Cortés con los jefes de los pueblos totonacas, que yacían sojuzgados por el despotismo de Tenochtitlán. Cortés prometió liberarles de ese yugo. Los totonacas celebraron una reunión en Cempoala. Acordaron auxiliar a los españoles con una tropa de 1.300 guerreros. Conocemos los nombres de sus capitanes: Tamalli, Mamexi, Teuch… Y eso iba a ser sólo el principio.
Alentado por los totonacas, Cortés se dirigió a las tierras de Tlaxcala, una suerte de confederación de cacicazgos que también estaba en guerra con los aztecas. Totonacas, tlaxcaltecas y aztecas (o mexicas, que lo mismo monta) eran todos pueblos de etnia nahua, pero los aztecas, sobre la base de su poderío en Tenochtitlán, se habían impuesto violentamente sobre los otros dos. Desde medio siglo atrás, con el procedimiento de las denominadas “guerras floridas”, los aztecas practicaban combates rituales –pero no por eso menos sangrientos- que consistían en atacar periódicamente a los otros pueblos para obtener cautivos a los que sacrificar a sus dioses. Los de Tlaxcala eran tan víctimas de esta costumbre como los totonacas; eran, por tanto, potenciales aliados de Cortés.
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La sorpresa de Hernán Cortés fue que, llegados los españoles al territorio de Tlaxcala, su cacique Xicohtencatl les negó el paso. Y no sólo eso, sino que les declaró la guerra. El 2 de septiembre de 1519 los tlaxcaltecas de Xicohtencatl Axayacatzin atacaron a los españoles. Hernán Cortés ordenó retroceder hasta el desfiladero de Tecoantzinco y rechazó a los de Tlaxcala. Éstos decidieron atacar en terreno llano, pero volvieron a perder. La confederación tlaxcalteca se rompió: los partidarios de pactar con los españoles y sus aliados totonacas abandonaron el campo. Aún así Xicohtencatl quiso dar una tercera batalla que, inevitablemente, perdió una vez más: si las armas españolas ya eran de por sí temibles, la alianza de los totonacas las hacía imbatibles. Tlaxcala pidió la paz. Cortés, más político que guerrero, la aceptó: necesitaba a los tlaxcaltecas para conquistar Tenochtitlán, así que, lejos de tomar represalias sobre los vencidos, los integró en su hueste. El propio Xicohtencatl estará después en la conquista de la capital azteca.
XXXXXXXXXXXVeinte días permaneció la hueste de Hernán Cortés entre los tlaxcaltecas. Lo suficiente para trazar planes y estrechar lazos. Muchos jefes nativos se convirtieron al cristianismo y numerosos españoles obtuvieron esposas y concubinas entregadas por los indios como premio al vencedor. El conquistador seguía con la idea de marchar sobre Tenochtitlán, pero en ese momento recibió una nueva embajada de Moctezuma: entre regalos de oro y bellas mantas, el azteca invitaba al español a encontrar acomodo en la ciudad santa de Cholula.
Los tlaxcaltecas, desconfiados, enviaron a su vez un embajador a Cholula. Fue una tragedia brutal: los cholultecas apresaron al embajador –Patlahuatzin, se llamaba- y le desollaron el rostro y las manos hasta los codos. Los de Tlaxcala pidieron venganza. Cortés, sin embargo, optó por la prudencia: puesto que Moctezuma le pedía que fuera a Cholula, iría. Los tlaxcaltecas le advirtieron de que todo era una trampa. El conquistador, sin embargo, había tomado su decisión: en Cholula se escribiría el siguiente capítulo de esta historia.
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